jueves 25 de abril del 2024

El infierno tan temido

442

—¡Qué buen día para un exorcismo!

—¿Te gustaría?

—Intensamente…

—Pero, ¿eso no te haría salir de Regan?

—Al contrario. Nos uniría.

—¿A ti y a Regan?

—A usted y a nosotros, padre.

Diálogo entre Regan y el padre Karras en “El exorcista” (1973), dirigida por William Friedkin.

Las hinchadas existen desde que los ingleses trajeron el fútbol hace más de un siglo, cuando los criollos, sin acceso a los exclusivos clubes donde jugaban los dandis, igual organizaban sus partidos imitando sus ritos con la torpeza del colonizado. Como nadie podía pronunciar el clásico “All ready? Yesss…!” previo al puntapié inicial, gritaban, solemnes: “¿Aurredi? ¡Diez…!”. Y así comenzaba la historia.

Cada equipo tenía sus seguidores y no era extraño que al final volara alguna trompada. No más que eso. Las patotas conocían su propio límite –evitaré usar la hermética figura del “código”, estúpido lugar común que se acomoda a cualquier cosa–, y sobre todo respetaban el particular sentido del honor heredado de los viejos ladrones.

Con los años, la ciudad se dividió en rivalidades irreconciliables. Nacieron los clásicos y las peleas se multiplicaron, con sus propias leyes. Siempre mano a mano, con palos, alguna cadena, pero nunca con cuchillos o armas de fuego. ¿La peor ofensa? El robo de una bandera. Intolerable humillación que solía provocar infernales bataholas para rescatar a la doncella ultrajada. A veces mediaba la policía. Y los trapos eran devueltos en un clima tenso, alguna vez en pleno partido, de tribuna a tribuna.

Todo era naïf, como los cantitos. “¡Si se acabó el equipo de Renato, el-de-José tiene-cuerda-para-rato…!”, cantaban los de Racing en 1966 para burlarse del River de Rento Cesarini, su perseguidor. La rima de tono más subido la escuché siendo un niño, en 1966, en cancha de Huracán, cuando Ramón Ortega era el Rey y todos sabíamos que su boda conla Salazarsería televisada en vivo, por Canal 13. “¡Si Evangelina coge con Palito, hoy-la-Academia se-lo-coge-al-Globito…!”, repetían, ante la sonrisa cómplice o pudorosa de los demás hinchas.

Las cosas cambiaron rápidamente. Ya en 1981, Quique el Carnicero, mítico líder de la hinchada de Boca en tiempos de Armando, se lamentaba frente a mí, en su bar: “En mi época había un respeto. Nos matábamos; nos rompíamos los dientes, alguno podía perder un ojo, pero lo hacíamos por los colores. A los chorros, los corríamos. Hoy la guita pudrió todo, pibe…”.

Todavía no tenían dinero ni poder. Mangueaban para los viajes, los bombos, las banderas. Hacían rifas. Entraban a la cancha sobre la hora, ovacionados, feroces como niños; algo tontos, como el Ñato, la maquieta que Discépolo creó para El hincha, filmada en 1951, el año de su muerte.

Eran la vanguardia boba. Ya no. La barra hoy es una exitosa pyme multitarget que ofrece diversos servicios para una clientela de luxe. Aprietes. Seguridad para actos (sindicatos o el PRO, da lo mismo). Reventa de entradas. Falopa.  Estacionamiento a 100. Merchandising (legal o trucho). Comisiones varias. En fin; facturan a dos manos.

¿Cómo no apoyar al presidente de Independiente y su cruzada antibarra, sobre todo después del incidente que sufrió en su propio despacho? Javier Cantero parece un hombre serio. Se nota que no es del palo. Quiero decir: no pertenece al sistema y su discurso, sin filtro, lo convirtió en la estrella mediática del momento. Habrá que ver lo que pasa cuando la máquina de triturar lo ponga en la mira de verdad, ya no con aprietes light. Entonces necesitará más que palabras de aliento, reuniones y eufóricos tweets. Ojo.

Detesto a los barras, energúmenos de elite que ni siquiera llegan a hooligans, aquellos ingleses descerebrados que, al menos, no vivían a costillas de su club. Ojalá funcione esta movida y terminen con ellos de una vez. Pero lo siento, no soy optimista. Cuando las papas ardan –y arderán– no lo imagino a Cantero muy acompañado. Aceptémoslo: lo que acá está podrido es todo el sistema, muchachos, no una parte. Hace mucho que nadie parece dispuesto a mover un dedo para cambiarlo.

Quizá por muy naïf, Cantero metió la pata un par de veces. Regalarle banderas a una barra que prometió echar fue, al menos, una decisión desafortunada. Lo mismo cuando fue irónico con el periodista que puso al aire un informe en el que se mostraba cómo la barra aún guardaba sus bombos y banderas en un vestuario del estadio.

“La semana pasada pedí que las sacaran y la comisaría les dio unos días más. Facundo Pastor entró sin permiso en una propiedad privada. Todos sabíamos que estaban allí. Le mando un gran abrazo…”

Ahá. Un presidente amenazado por la barra que no puede decidir cuándo quitar sus cosas del club y que depende de lo que acuerden ellos con la policía. Mmm… Estamos vivos de milagro.

Afirmar que los periodistas son lo peor del fútbol fue imprudente, pero no porque sea del todo falso –los hay intachables, pero sobran los brutos, los que hablan bien o mal según quién pague, chantas, fatuos, sanateros, uf...–, sino porque en esos rubros ya hay mucha competencia entre sus colegas dirigentes, algunos peores que los peores periodistas y los peores barras. No sé si he sido claro.

Los hinchas de verdad no quieren a los violentos, juran. Ojalá. Lo que yo noto es que muchos –demasiados– los admiran, les piden autógrafos, celebran sus batallas más sangrientas en internet y disfrutan cada vez que aprietan al equipo cuando no gana.

El fútbol camina por el lado salvaje, como cantaba Lou Reed. Somos un país salvaje, compatriotas. Todos sabemos lo que sucederá cuando se definan los ascensos y los descensos. Romperán todo, otra vez. Habrá corridas, destrozos, heridos. No es amarillismo barato: es lógica pura. Pasó. Volverá a pasar. Y así estamos.

Por ahora… ¡Aguante Cantero!

Y que aguante todo lo que pueda, o lo dejen.

Esta nota fue publicada en la EdiciónImpresa del Diario Perfil

En esta Nota