viernes 29 de marzo del 2024

El contrato de arena

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“No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.” Jorge Luis Borges (1895-1986), de su cuento “El libro de arena” (1975).

Termina el año y descubro que casi no escribí sobre los dos campeones: el sólido Arsenal de Alfaro y el fantástico Vélez de Gareca. No es justo. Mis disculpas a sus hinchas. Me encanta que el título lo ganen equipos diferentes y no siempre los mismos como en Europa; pero siguen sin gustarme los torneos cortos. Me parecen poco serios: todo depende demasiado del fixture que le toque a cada uno. Sé que el negocio no lo toleraría, pero extraño la aristocracia que rodeaba al campeón anual, que hoy debería ser Vélez. Aquello que los medios llaman “gloria” no pasa de ser un gran evento que se consume a la velocidad del rayo sólo para darle paso al siguiente. Añoro esos viejos ritos –el pasillo de honor del rival, usar el scudetto como en Italia– que provocan la dulce y vana ilusión de lo eterno.

–Mmm… Noto que le interesan las paradojas del tiempo y lo infinito, Asch. Seguro apreciará lo que le traje. Buenas tardes…

No sé de dónde había salido, pero allí estaba. Detrás de mi silla, espiando lo que escribía. Un hombre alto, de traje gris, con una pequeña valija en la mano. Pensé que era un viejo, pero no: me engañó su escaso pelo rubio, casi blanco. Hablaba con acento extranjero. Más tarde me enteraría de que era escocés, de las Orcadas. Le di la mano y lo invité a sentarse. Antes de hacerlo, apoyó con suavidad su valija sobre mi escritorio, como si allí escondiera un tesoro. Algo me decía que esa historia ya había sido contada. Magistralmente contada.

—¿A qué se dedica? —pregunté.

—Vendo biblias —dijo.

Un segundo antes de que le dijera que estaba loco de remate si creía que una redacción era un buen lugar para vender biblias, aclaró:

—No es una Biblia lo que le traje. Tampoco un libro, aunque tenga idénticas características que un ejemplar que conseguí en Bikanir y que en 1975 le vendí a un escritor ciego que vivía en un departamento de la calle Maipú, frente a la Galería del Este. Sé que llegó a conocerlo. Un caballero muy culto y cordial. Me pagó con algo de su jubilación y una Biblia de Wyclif.

—¡El libro de arena! ¡Usted es el escocés que le vendió El libro de arena a Borges! –grité excitado. El escocés asintió.

—Su anterior dueño era muy pobre, un analfabeto. Le di unas pocas rupias. Me dijo que su libro se llamaba El libro de arena porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.

—Leí mil veces el cuento. Sí, el libro era infinito. Las páginas se veían una vez y desaparecían, para dar paso a otras que volvían a perderse. Estaba numerado de manera arbitraria: si la página par era 40.514, la impar podía ser 999 o cualquier otra cifra. No tenía fin. Borges se obsesionó con él hasta que, seguro de que era “un objeto de pesadilla”, lo abandonó en un anaquel perdido en el sótano de la antigua Biblioteca Nacional de la calle México.

Agitado por la revelación, me detuve para recuperar aliento. Pregunté:

—¿Qué me trajo?

Abrió su valija y me mostró una carpeta, de esas que se usan para guardar documentos. No parecía nada especial. Me equivocaba.

—Otro objeto sagrado que juega con el infinito. Es el Contrato de arena. Por supuesto conocerá a su dueño: Juan Román Riquelme. No me pregunte cómo llegó a mis manos. Ojéelo. Tampoco encontrará principio ni fin.

La carpeta era una copia del libro de arena borgeano, pero en papel oficio, lleno de cláusulas y fechas que jamás coincidían. Todo mutaba. Cuatro años. Dos. Medio. Cinco. Dos y medio. Uno y medio. Páginas en blanco. Imágenes: un perro llamado Palermo, mateadas, asados. Tuits de su hermano Sebastián adelantándose al tiempo. La eternidad. Cerré la carpeta, azorado. El escocés, con voz serena, dijo:

—Ahora comprenderá mejor a Angelici que, aterrado, prefirió renunciar antes que firmar allí, cuando era tesorero. Por eso hizo lo imposible para alejarlo, traer a Guillermo y blindar su regreso. Casi lo logra. Falló. Debió imaginarlo. Un rígido 4-4-2 jamás podría contra la infinitud riquelmeana.

—¿Pretende venderme eso? Ni lo sueñe.

—No podría, aunque quisiera. Tengo que devolverlo. Pensé que le interesaría verlo. Sé que es un fan de Borges y de Racing, el club que en 1967 les ganó la Intercontinental a mis compatriotas del Celtic y luego esperó una eternidad para ganar otro título, lo que explica su pasión por los trucos del tiempo y lo infinito.

Le agradecí el gesto y le devolví el Contrato de arena, que enseguida guardó en la valija. Por cortesía fingió interés mientras le contaba la interna de Boca. Sólo se interesó por Riquelme.

—No lo quieren los que mandan, dicen.

—Es cierto. Alguno, tal vez. Crespi.

—Oh, sí: el teólogo. He leído su tesis sobre los apóstoles como barras de Jesús. Muy audaz. Y, ¿que cree? ¿Volverá?

—En este país todo vuelve. Algunas veces con éxito; otras, como decía don Karl, en forma de trágica comedia. Volverá y marcará diferencias, sobre todo en este fútbol. También –lo sé–, en algún momento les hará pagar el rechazo a su pedido de seguir hasta 2015, como Bianchi. Si dice “no”, provocará un tsunami político. No creo. Se lo ve con ganas, lejos del vacío existencial que lo alejó del mundo y del inquietante rostro de Falcioni.

No le pregunté su nombre. Si no lo hizo Borges en su cuento, menos iba a hacerlo yo. El vendedor de biblias me dio la mano y se inclinó levemente para despedirse. Lo vi alejarse con su vieja valija y el sagrado fajo de papeles del Enganche Melancólico; el intocable, el genio máximo de Boca, el hombre sin tiempo, aquel que pudo, incluso, con la sagrada leyenda de Maradona.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil