martes 23 de abril del 2024

El regreso del último dandy

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“Su arrollador triunfo siempre tuvo la insolencia del desinterés y la frialdad.” Jules Amédée Barbey d’Aurevilly (1808-1889); de su ensayo ‘Lord Brummell y el dandismo’ (1845).

Suena medio exótico, lo sé, pero les juro que George Brummell –apodado “Beau”, el hermoso–, un hombre nacido en Londres en 1778, tiene bastantes cosas en común con Riquelme, que hoy vuelve a jugar luego de un culebrón que hartó a propios y extraños. Partiendo de un origen humilde, los dos alcanzaron la fama y fueron admirados por sus contemporáneos gracias a un estilo propio, inimitable.

Fueron dos dandies, cada uno en lo suyo.

¿Qué es un dandy? Trataré de definirlo por la negativa. Un bon vivant no es un dandy, aunque se vean parecidos. En términos futboleros, Cristiano Ronaldo es un bon vivant. Como Beckham. O Balotelli. Riquelme, no. Riquelme es un dandy.

Lo aclara mucho mejor Jules Amédée Barbey d’Aurevilly, un escritor francés del siglo XIX, en su ensayo sobre Lord Brummell, el primer dandy de la historia: “Nada perjudica más la figura del dandy que la aberrante confusión con el veleidoso bon vivant. Poco tiene que ver un dandy con esos hombres coquetos, víctimas de los afeites, ávidos de ropas caras, perfumes y regocijos. No: el colmo de la mundanalidad del dandy es el desdén orgulloso de lo mundano, incluido el atuendo elegante, que no debe ser fatalmente lujoso, y es conveniente que no lo sea. El dandismo es, antes que una acción, una manera de ser. Y lo es no sólo por su lado materialmente visible”.

¿Se entiende? Cristiano Ronaldo –un crack monumental, déjenme aclararlo– es el brillo, la estridencia, el lujo, la perfección estética. Riquelme es talento en estado puro, silvestre; asombroso en su sencillez. Lejos de la exuberancia de Ronaldo, su elegancia no es física: nace y muere en su juego. Es natural, no impostada. Fluye.

Lo suyo no pasa por la proeza acrobática de Messi. Su andar desgarbado, el desdén de su toque final que deja solo frente al arco rival a un compañero; su melancolía, su desinterés por todo lo que no sea su mundo, plantea un estado superador de la mera exposición veleidosa. Lo tiene todo, es cierto, pero no le da importancia; como si lo despreciara. Así ejerce –como los humildes– una de las formas más sutiles de la soberbia.

Como todo dandy, Riquelme define a su época desafiándola. Es tan rebelde como ambicioso. Se va. Vuelve. Habla. Calla. Se sitúa, aun ausente, en el centro de la escena. Hace lo que quiere ignorando la pompa, el exceso, la ostentación. Como todo virtuoso, cultiva cierto aire de superioridad que irrita a muchos. Pero en lugar de un trago de absenta rodeado de luces, prefiere el mate, con su grupo de incondicionales. No necesita más.

Lord Brummell conoció al príncipe de Gales, el futuro Jorge IV de Inglaterra, de casualidad, en una lechería de moda en Queen’s Park. Su natural elegancia impactó al heredero del trono, que gastaba fortunas en ropa para disimular su total falta de gracia. Ese día se hicieron amigos. Brummell era un artista en lo suyo, y el príncipe lo imitaba: soñaba ser como él. Junto a sus cortesanos se reunían en su vestidor sólo para verlo anudar sus corbatas sobre las camisas de seda y elegir el vestuario adecuado para cada gala. Sin embargo, poco a poco, su actitud distante y altanera desgastó la relación hasta hacerla insostenible. La cosa terminó mal. Y Brummell debió partir, a Francia.

Macri –que más de una vez confesó que el sueño de su vida era jugar en la Primera de Boca– vivió una relación de amor-odio similar con Riquelme, que en la cancha hacía, con enorme facilidad, lo que a él le costaba el ridículo, o un desgarro. La misma historia: fascinación, desplantes, desgaste; exilio.

Aquel fue el primer paso de una sucesión de culebrones: traiciones, sonrisas falsas, puñaladas por la espalda, encuentros y desencuentros. Hoy está de regreso, por enésima vez.

Será trabajo del técnico evitar que su relación con aquellos que no forman parte de su séquito sea, al menos, cordial. Y si resulta lo mala que la mayoría imagina, que esa tensión no influya negativamente sobre el equipo, como sucedía en tiempos del Mellizo y Palermo.

Hasta ahora, el Boca de Bianchi fue un caos estético, sin regularidad ni buen juego. Nada mejor que un virtuoso que contagie su impronta: Riquelme, el dandy; el último enganche, un puesto que no existe en el resto del mundo, un invento tan argentino como el dulce de leche.

La defensa deberá asentarse. Clemente mejorará al lado de su amigo; tal vez Burdisso funcione tan bien en su área como en la del rival y a Chiqui Pérez, un leñador con botines, lo serene su gol en Ecuador. La lucha entre Albín y Sosa por el débil lateral derecho no tendrá el morbo extra de la feroz interna, que sí se notará en la disputa entre Erbes y Somoza por el puesto de volante central; o entre Viatri y Silva, por ser el punta. Bianchi deberá bailar tap en un campo minado. Ya lo ha hecho y... mal no le fue.

¿Cómo volverá Riquelme? Es una incógnita. En las prácticas se lo vio bien, flaco, ágil, preciso. Aunque juegue casi parado –sabemos que nunca ha hecho del despliegue físico su dogma–, es necesario que su presencia cambie toda la ecuación.

Demasiado peso para sus espaldas. Si la cosa no funciona, la caída será dura, y más de uno aprovechará para cobrarse viejas deudas, sin piedad. Si le va bien, su ego y su leyenda rozarán lo infinito.

Ignoro si será el crack de siempre o una triste mueca de lo que fue. “El tiempo es un ladrón”, canta Peter Hammill. Lo veremos.

Sólo de algo estoy seguro. Le vaya como le vaya, este involuntario discípulo del dandy Brummell cumplirá con su mandato para ser, siempre, el centro de atención de la fiesta: “No irse hasta dar el golpe, pero no quedarse ni un minuto más después de haberlo dado”.

Eso, Riquelme, lo hace mejor que nadie.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil