jueves 28 de marzo del 2024

Fumata en el fin del mundo

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“Desde hace un tiempo, nuestra Iglesia tiene dificultad en entender las cosas. A menudo hemos tenido miedo de admitir nuestras culpas…

(…) Sí, hablo solo. Busco las palabras para un discurso que tengo que hacer delante de mucha gente. Estoy un poco preocupado”

El cardenal Melville (Michel Piccoli), ya elegido Papa, huye del Vaticano y viaja de incógnito en un bus romano”. De “Habemus Papam” (2011), escrita y dirigida por Nanni Moretti.

Imagino la voz: cavernosa, grave, solemne, hablándole con una mezcla de piedad y firmeza al abrumado Benedicto XVI en alguno de esos imponentes salones de la Santa Sede. “Lo siento, amado Joseph, pero aquí también mandan los resultados; si quieres a la Iglesia, lo mejor para todos será que des un paso al costado”. Y lo dio nomás –al igual que tantos terrenales técnicos de fútbol– después de casi ocho años de papado. La primera vez en casi seis siglos.

Al menos no se fue tan rápido como el aterrado cardenal Melville de Habemus Papam, la película de Moretti, ni de manera trágica y sospechosa como Juan Pablo I, el papa de la sonrisa y los espeluznantes últimos veinte minutos de El Padrino III. Después, la misma voz –es el Espíritu Santo quien elige, juran– definió la votación e iluminó a nuestro cardenal Bergoglio; un santo, pero de Boedo; del “fin del mundo”, como graciosamente nos ubicó en el mapa. Desde ese día nadie habla de otra cosa.

Ya oí cientos de chistes sobre el “infierno argentino” –esos que cuentan cómo allí la pasan bárbaro porque los que deben mantener vivas las llamas del fuego eterno y azotar a los infieles llegan, firman y se van– pero ninguno, claro, sobre un “Vaticano argentino”. Por eso, antes de hablar de fútbol, quería incluir las dos primeras frases irónicas que recibí, de dos amigas, ex vecinas de Madrid.

Curra, vasca de ojos verdes, me chicaneó. “Francamente no sé si quedará sitio en el universo para albergar a vuestro ego –razonó con lógica implacable– ahora que, además de Messi, tenéis un papa argentino. Aunque tal vez la euforia no sea para tanto pues, para vosotros, ése no deja de ser un puesto subalterno. ¿O acaso Dios no es argentino?”. Cierto. Carmen, andaluza, apuntó a nuestra voracidad, la que en España hizo célebre la sentencia: “No toméis un argentino que en tres meses es tu jefe”. Divertida y sin filtro, me escribió: “Lo de siempre, chato: alguien dejó una silla vacía y, claro, fue un argentino, ¡y ya se la ha quedao!”. Mis amigas son algo exageradas y están furiosas por la crisis. Las dos votaron al PP y 11 años después, ay, ya saben de qué hablaba cuando les hablaba de “ajuste”. Joderrrr.

Lo supe por la euforia de unos adolescentes que salían de un secundario, en Belgrano. Escuché bocinazos y pensé en una protesta, no en Bergoglio. La conmoción era total. Abrazos, sonrisas, gente emocionada, incredulidad, gritos, el infaltable coro “¡Ar-gen-tina, Ar-gen-tina!”, y un chico que agitaba una cartulina que decía: “Bergoglio 4, Ratzinger 0”. ¡La venganza por la goleada alemana en Sudáfrica! Entonces los imaginé. Por un instante, a ambos papas, juntos, el titular y el emérito, tomando un té, calmos, preguntándose, por pura curiosidad: “¿Y qué hizo usted, Su Santidad, tan joven, en aquellos años de oscuridad y muerte?”.

Así somos. Pasionales, sentimentales, nacionalistas de ocasión, vanidosos, desconfiados, piadosos mientras se pueda.

La euforia que desató el papa argentino opacó otra inesperada fumata –para nada ecuménica y de color indefinido– que en otras circunstancias hubiese ocupado más espacio en los medios. Argentinos Juniors, el club que lo había despedido de mala manera en 2007, volvió a contratar a Ricardo Caruso Lombardi –que no hace mucho anunció el fin de su carrera como técnico para convertirse en panelista estrella de televisión– con la obvia misión de que lo salve del descenso. Caruso, exultante por haber hecho feliz a Francisco al dejar en Primera a San Lorenzo –el nuevo Papa, no el hijo de Tinelli, que lo llamó “gordo impresentable” en Twitter–, ni lo pensó: hoy dirigirá contra Boca. Regalos de canje, chicanas, protestas, peleas, humo; algún milagrito módico. Sumará, eso seguro.

Alejado de la estridencia carusiana, la de Bianchi es otra figura, digamos, papal. Con un aire al Larry de Los Tres Chiflados en el pico de su éxito, hoy se lo ve más cerca del otoñal Woody Allen, más sabio, con esos anteojitos, el paso cansino, casi frágil. Tanta euforia vaticana parece haber reactivado su línea con Dios. En eso está. Ganarle a Nacional, un equipo virginal cuando ataca, no fue sorpresa, ni siquiera en Montevideo. A Riquelme se lo vio bien, al menos estéticamente. Le sigue pegando como los dioses, se mueve lo necesario, y al menos muestra ganas. El resto es un enorme rompecabezas, por armar.

¿Ramón Díaz? Mm… No: demasiado jactancioso para asumir el papel de buen pastor que tan bien representa Bianchi. A Pizzi –que lleva la pesada carga de dirigir al equipo del Papa– le falta rodaje, y a Guillermo, Palermo o Zubeldía les sobra juventud. Gallego es una guía para sus fieles, lo sé, pero lo pierde su irrefrenable visceralidad. Su equipo, además, deberá superar un problema simbólico no menor, en estos tiempos de divinidad.

Bendecido desde Roma el equipo santo de Boedo, media Avellaneda deberá rogar para que Francisco no muestre debilidad por la cerveza, el vino de San Juan o la crema rafaelina. Si eso ocurre, el diablo, en tanto ángel caído, estará, teológicamente al menos, en serios problemas.

Hay que mantener la fe, amigos de Independiente. Si la cosa no mejora ni con misticismos de segunda marca, siempre se podrá recurrir a un agnosticismo digno o, de última, al ateísmo existencialista puro y duro. A pelearla, entonces, con lo que les dé el cuerpo y la voluntad. Si funciona, genial. Y los demás, que le vayan a cantar a Sartre.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil