miércoles 24 de abril del 2024

Las marcas indelebles del fútbol

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Llegué a Colón a mediados del 2002, cuando Pablo Morant era el capitán del equipo y en la dirección técnica estaba Jorge Fossati, un uruguayo cabrón, excelente como persona y como entrenador, que tenía una obsesión “casi enfermiza” con las jugadas de pelota parada.

Hicimos la pretemporada en Concordia (Entre Ríos) y llamativamente había turnos de entrenamiento exclusivos para corners, tiros libres, saques laterales y cualquier otra circunstancia donde la pelota fuera puesta en movimiento por un jugador de nuestro equipo. En mi carrera deportiva nunca ví tanta minuciosidad en las jugadas de reposición, ni siquiera con Bielsa en Vélez.

Para ese entonces, en las concentraciones (previas a los partidos) ya estaba popularizado el uso de imágenes y videos para corregir errores y preparar estrategias: Fossati los exprimía al máximo. El mayor desafío era para los futbolistas nuevos, el uruguayo ya llevaba un campeonato al frente del equipo y éramos nosotros quienes debíamos interiorizar las diferentes jugadas y sus respectivas señas: una mano levantada, dos manos levantadas, mano a la cabeza, manos en la cintura, subirse el pantalón, bajarse las medias, y así podríamos continuar enumerando las veinte jugadas que se entrenaban semanalmente.

Como se imaginará, estimado lector, pese a entrenarlo con frecuencia no es sencillo asociar la seña con el lugar de partida y el recorrido indicado, peor aún si el futbolista desconoce el sistema y en el momento de la ejecución su corazón late a 220 pulsaciones/minuto y pese a eso su cerebro no recibe suficiente oxígeno. Para “entrenar la memoria”, el cuerpo técnico distribuía previamente, durante las concentraciones, un par de hojas impresas con las señas y el recorrido de los distintos jugadores en cada intervención.

Pablo Morant, el protagonista de esta historia, era una de las piezas fundamentales en la ejecución de estas jugadas: por su altura, por su certero golpe de cabeza y por tener ya asimilado el libreto. En el juego, la falta de velocidad la suplía con gran timing y con una precisa lectura de la jugada, detalles que lo llevaban a estar parado en el lugar más apropiado. No era un defensor violento, mayormente sus expulsiones eran producto de una protesta o de circunstancias de juego. Para ese entonces, ya tenía 32 años y pocos meses después (a comienzos del 2003) colgaría los botines definitivamente.

El tiempo transcurrió pero hay cosas que ni siquiera el paso de los años puede borrar. Diez años después, aquel futbolista volvió a Santa Fe ya convertido en entrenador. En un principio, para aportar su conocimiento en divisiones inferiores, pero la renuncia de Roberto Sensini terminó abriéndole la puerta del primer equipo. Allí se encontró con un plantel  cabizbajo: no jugaba mal pero los resultados eran muy malos.

Quince días fueron suficientes para que la fisonomía del equipo cambiara. Jugó dos partidos y ganó ambos; hizo cuatro goles de pelota parada (dos de tiro libre, uno de córner y uno de saque lateral) y el restante de contragolpe; sufrió tres, los tres de jugada, ninguno a balón detenido. Entre las cuestiones a modificar, Morant deberá morigerar su carácter para no ser expulsado nuevamente: en el primer partido fue por protestar y en el segundo por demorar un cambio, para hacer tiempo. En su defensa esgrimió que “el hincha le había jugado una mala pasada”.

“Se juega como se vive” fue una frase histórica del recordado entrenador colombiano Francisco “Pacho” Maturana, quien dirigiera a la Selección Colombia en el 5 a 0 del Monumental. En Pablo Morant la frase puede tomar una nueva acepción: en su momento jugó como vivió y ahora “dirige como jugó”.