martes 16 de abril del 2024

El día que Messi nos desnudó

Otra final perdida y un ídolo que nos cautiva pero no nos representa. Porque en lugar de llevarnos al Obelisco y a la gloria, nos lleva por un camino de interrogantes existenciales.

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Messi es nuestro oxímoron. El emblema con cara dócil. El capitán que no nos hace llorar de emoción. El guardián que no nos cobija. Messi nos cautiva a todos por su destreza, porque no hay manera de detenerlo cuando agarra la pelota, porque no hay nadie mejor que él, porque de verdad aprendimos a quererlo, pero a nosotros no nos alcanza. Messi es un ídolo, nuestro ídolo, pero no nos lleva a la gloria ni al Obelisco sino a un camino de preguntas que llegan hasta el final de nuestras tripas: ¿los argentinos nos merecemos a Messi? ¿puede nuestra arrogancia caber en su mesura corporal y dialéctica? ¿Merece él nuestros comentarios de futboleros desquiciados, sabelotodos, eruditos del tuiter o wasap, que buscamos en la Selección la pausa a nuestras desgracias cotidianas?

La tercera puta final que perdimos anoche no sé si fue la más dolorosa –el umbral de dolor de un Mundial siempre es más bajo que el de una Copa América– pero sí fue, casi con seguridad, la más reflexiva. Es entendible: perder tres veces seguidas te obliga a hacer un análisis. Y el análisis, además, puede hacerse mejor porque tenemos más información. Ya no son 90 minutos, sino 360. Ya no es un partido, sino tres. Ya no es casualidad, sino constancia.

Perder de vuelta con Chile –un Chile que es un tributo al documentalista Patricio Guzmán: un colectivo con forma de perro rapaz que socializa la pelota y la energía, y que nos resulta tan antipático como admirable–, que Leo haya errado su penal (que lo pateó como nunca antes lo había pateado en su carrera: por arriba), ver las caras de tristeza de sus compañeros y su soledad en el banco de suplentes nos llevaron, otra vez, al negro fondo de nuestras conciencias. Esta vez, más que nunca, queríamos ganar por Messi. Si ganábamos, listo. Seguíamos como si nada. Si perdíamos, ésto: una angustia inexplicable. Queríamos, de corazón, ver a Lionel con la Copa levantada por sus manos. Pero no.

No me interesa indagar en por qué perdimos. O en por qué nos acostumbramos a perder finales. Sólo me pregunto qué habrá pensado un tipo como Messi en esos minutos en los que estuvo sentado, entre lágrimas, en el banco de suplentes del estadio de Nueva Jersey. Cómo hicimos para que él, nuestro ídolo, el mejor jugador de las últimas dos décadas, llegue a preguntarse “¿seré digno de ser?”

Algo de eso hubo, porque un rato después, en la zona mixta, Messi hizo que la derrota por penales quedará en un segundo plano: anunció que se retiraría de la Selección, que ya lo intentó bastante, y que él no puede con este karma. La noticia empezó a correr rápido entre los hinchas desvelados, que éramos muchos. Y entonces, el problema ya no era la final con Chile, la puta final con Chile, sino el Mundial de Rusia. El futuro por el presente. Con sus palabras, Messi nos desnudó. Nos hizo sentir más débiles de lo que ya somos. Más frágiles. Más perdedores.

Porque a pesar de que no nos haga llorar de emoción, a pesar de que no tenga la cara de los líderes que nos gustan, a pesar de que no nos haga inflar el pecho, el solo hecho de pensar nuestros días sin él nos atemoriza. Eso, aunque hoy no lo veamos, es lo que lo convierte en único.

(*) Esta nota fue publicada en la Revista Cítrica