jueves 28 de marzo del 2024

Julio César y la caída del Imperio Román

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César: —¿No está Bruto arrodillado en vano?

Casca: —Hablen mis manos por mí.

(Casca hiere primero a César, después los demás conspiradores y finalmente Bruto)

César: —¡Et tu, Brute! ¡Muere entonces, César!

(Muere. Los senadores y el pueblo huyen)

De “Julio César” (1599), actus tertius, scena prima; William Shakespeare (1564-1616)

Si algo le admiro a Riquelme es su libertad para moverse en la vida, más que en la cancha. No le importa nada. No quiere caer simpático, no va a la tele, no es diplomático con la prensa del establishment y defiende lo suyo con furia, sin mover ni un solo músculo. Es un duro.

Exigió un contrato millonario por cuatro años y lo consiguió, pese a su edad y sus cada vez más evidentes problemas físicos. Una insensatez que nadie evitó. No hubo caso. El Enganche Melancólico seguirá allí hasta que ya no pueda moverse; costará más caro que una francesa, jugará cuando quiera y quien no lo ponga, se llame Falcioni, Mourinho o Benedicto XVI, despertará la ira divina: deberá ganar hasta los campeonatos de truco. Como bien dijera Julio César –el emperador romano, no el técnico– antes de cruzar el Rubicón, “¡Alea jacta est!”. La suerte está echada. Ahora, a bancárselo.

Riquelme es un crack. Solo que su idea del fútbol es, digamos, algo rígida. Se hizo bandera de un puesto que existe solo en el imaginario argentino y es eso… o nada. El enganche, digno heredero del caudillismo histórico, es visto aquí, permítanme la audacia, como un Perón del fútbol. Infalible, intocable, único, irrepetible. Mal interpretado cuando la cosa falla, táctico genial si la pelotita entra. En esa delgada frontera entre la convicción y la necedad se ubica el astuto Riquelme. Y allí sobrevive; firme, como rulo de estatua.

Lo primero que dijo el holandés Van Gaal cuando lo vio llegar a Barcelona en 2002 fue “Yo no lo pedí”. Chau. Off the record, lo destrozaba: “¡Me frena el equipo!”. Algo parecido debe haber pensado Bielsa, que jamás lo incluyó en sus listas, y los presidentes de los otros clubes grandes de Europa que, desde entonces, lo ignoraron. Sí brilló en el modesto Villarreal gracias a que Manuel Pellegrini diseñó un equipo a su alrededor. Pero un día, ay, se pelearon. Las peleas son una constante en su vida. Quizá porque a Riquelme, como a Maradona, lo guía un pensamiento binario: el mundo dividido en dos, como la cancha. Nosotros o ellos; blanco o negro; amigo o enemigo. No more.

Lejos del irresistible carisma maradoniano o el vértigo de Messi, su mito se construyó lentamente, sin estridencias, muy a su estilo. Goles, renuncias, internas, rumores: todos hablan de él y él casi no habla. Un curioso estilo de liderazgo a lo Hipólito Yrigoyen, el amado caudillo de la mirada torva a quién nadie escuchó hablar en público.

No era él sino César La Paglia la estrellita del grupo de juveniles que Macri le compró a Argentinos Juniors en 1996. Riquelme era un 5 que llegaba en el montón, con Ruiz, Marinelli y dos hijos de ex jugadores: Coloccini y Lucas Cassius Gatti, para quien Hugo, su padre, imaginaba mejores destinos. “¡Con esos ojos verdes está más para clubes como River o el Madrid!” decía, intuyo que en serio. No fue así. El chico –ojalá Alí jamás se entere que un admirador suyo tuvo la brillante idea de bautizar a su hijo con su slave name– no jugó nunca, padeció una fama fugaz producto de un divorcio mediático y terminó su carrera en Extremadura, defendiendo los colores del Deportivo Don Benito. Una pena.

Pero volvamos a nuestro ídolo. O mejor, al Senado que lo perpetuó en el poder. Seré brutalmente sincero: que los mismos dirigentes que acordaron con él un contrato tan largo y tan caro no hayan elegido al técnico solo en función de su capacidad para adaptarse a la lógica riquelmeana, me parece tan estúpido que no puedo creer que sea cierto. Pues lo es. El hombre era Russo, o cualquier otro diplomático de carrera. Pero no. Trajeron al rey del 4-4-2 que, encima, exigió a Walter Erviti, el reemplazante perfecto. ¿Qué esperaban? ¿Una fiesta de bienvenida?

Riquelme no es un solista. Juega haciendo jugar a los otros, es verdad, pero con una condición sine qua non: la sumisión. El marca los tiempos y dirige la orquesta con estilo dictatorial: el que se va de ritmo o desafina, afuera. Incluido el técnico, claro.

Si no corría cuando era un adolescente, que nadie espere verlo ahora como un maratonista. Se quedará quieto, en su patria, esperando ver pasar el cadáver de su enemigo, tranquilo, planeando genialidades, mientras Erviti deberá absorber una presión intolerable y moverse con un margen de error menor a cero. Dura lex.

La historia y Shakespeare nos hablan de Julio César –¿el emperador? ¿el técnico?–, de cómo se convirtió en dictador vitalicio luego de ganarle la guerra civil a los optimates, la fracción más conservadora del Senado, y de cómo reinó con poderes absolutos hasta que, ¡ops!, una conspiración planeada por sus mismos protegidos le diera muerte en los Idus de marzo del año 44 antes de Cristo. Las cosas que uno aprende leyendo, ¿no?

Vayan preparándose, muchachos, que en Boca se viene una tragedia clásica de aquellas.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil

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