viernes 29 de marzo del 2024

En 2001 perdí todo, y ese título también

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“Al principio de las catástrofes y cuando ya han terminado, siempre hay un poco de retórica. En el primer caso es que no se ha perdido todavía la costumbre y en el segundo, que ya ha vuelto. En el momento de la desgracia es cuando se acostumbra uno a la verdad.”

De “La peste” (1947), capítulo 2, de Albert Camus (1913-1960).

Ten Years After –“Diez años después” en castellano– era el grupo sostén de Alvin Lee, un virtuoso de la guitarra que dejó con la boca abierta a medio mundo después de tocar en Woodstock, como un Paganini con 1.000 watts, su célebre rock and roll I’m going home. Cuando lo presentó, quizá impresionado por el infinito paisaje de las 300 mil personas que rodeaban la torre del escenario, agregó: “By... helicopter”.

El festival fue en agosto de 1969: 32 años y cuatro meses antes de aquel otro helicóptero, el que llevó a casa por última vez a Fernando de la Rúa. ¿Por qué cuento todo esto? Porque el recuerdo de lo vivido en 2001 me pone mal, de verdad me mata y yo, harto de manejar entre blues, réquiems y la Sinfonía de las canciones tristes de Gorecki tooodo el tiempo, me dije: ¡Cortala, Asch! Ahora poné rock and roll. ¿Y qué elegí...?

¡Ten Years After! Justo. ¿Y el tema? I’m going home... ¡by helicopter! ¡Ops! El maldito inconsciente no tiene piedad, ¿no?

Hace diez años estaba yo sin casa, sin trabajo, sin dinero y sin la mujer que amaba, que había regresado a su Universidad, en Estados Unidos. Tuve que mudarme con todo y perros a la casa de mi madre, en Avellaneda, y llené su garaje con mis cosas. El auto quedó en la vereda y, obvio, a los pocos días desapareció. Cobré el seguro el 30 de noviembre de 2001, el último día sin corralito. “¿Dólares o pesos?”, me preguntó el santo del cajero. Dólares. Con esa pilita de billetes me fui a Madrid. A morir con aguacero como Vallejo, quizá, pero un poco más cerca de París.

Fue en ese puto contexto que a mi amado club se le ocurrió salir campeón, después de 35 años de espera. Imperdonable.

Seré brutamente sincero. No me importó nada.

Yo, que vivo de la memoria, tengo borrada esa campaña. Recuerdo a los jugadores, el esquema 3-5-2 bien bilardiano y la vergüenza de saber que mi equipo no era un club, era una empresa. Me acuerdo de los cuernitos de Merlo, su eslogan “paso a paso” y poco más. No me pidan que lo haga con una sonrisa.

El que “paso a paso” se dirigía hacia el abismo era el país, compatriotas. Y lo hacía con un entusiasmo asombroso, de borracho con delirium tremens. Las Torres Gemelas ya se habían derrumbado, De la Rúa había huido sin dejar de balbucear, los bancos se robaban la plata de la gente, los saqueos se multiplicaban, en la Casa Rosada juraba un presidente detrás del otro y en el único día libre entre catástrofe y catástrofe, un 27 de diciembre, Racing fue, por fin, campeón.

Jugar ese partido fue algo absurdo; muy a tono con la época. Estábamos todos locos.

La guerra no deja dudas. El horror está ahí, a la vista, despiadado, obsceno. Pero la Buenos Aires 2001 estaba intacta. No fue bombardeada, la gente caminaba por las calles, no había cuerpos mutilados ni edificios caídos. No hacía falta. Era lo mismo. Todo se escondía, fatalmente, detrás de la furia de las cacerolas. Una construcción perversa que ya conocimos durante el  Proceso. Otro decorado de pura argentinidad.

En medio de todo ese manicomio, mi equipo del alma salía campeón y yo, supuestamente, debía festejar.

Las pelotas. No pude, lo confieso sin pudor. Soy partidario del amor insensato pero no de la locura; y hablo sin amables metáforas. No califico ni condeno, sólo confieso mi límite. Era hasta ahí. Quizá sea injusto con muchos Zorbas, fieles a su pasión, que eligieron bailar entre los escombros. No quiero ofenderlos. Pero prefiero no mentir.

Como esos viejos que no podían ver ni siquiera una imagen de la guerra –y siempre traté con piedad perdonavidas desde mi tierna omnipotencia–, fui incapaz de ver algún programa sobre esos días. No lo toleré. Pero sí recordé cómo, recién llegado a Madrid, me asombraron los ojos de la gente en el metro. Absurdo: eran miradas aburridas, sin nada especial. Lo supe en cuanto los vi. Yo venía de un país con gente que tenía los ojos muertos. También los míos, sin duda. Fue aterrador sentirlo.

Mi último orgullo racinguista fue el Racing de Basile, aquel que ganó la Supercopa y varias ruedas que hoy, pomposamente, llaman “campeonatos”. Lo siento por Mostaza; el bueno de Chatruc, Milito, que resultó un crack, Ubeda, Estévez, que era gracioso, Bedoya que le pegaba con un fierro... No me pidan más recuerdos de ese equipo. Les agradezco el título por el goce de los otros, no por el mío. De ese tiempo elegí el olvido. Algo imposible, me diría Borges con irónica sonrisa. Tiene razón, maestro.

En Madrid vivía cerca del Bernabéu, así que intenté hacerme de aquel Madrid galáctico. Cuando ganaron la Champions, su plan era quedarse con todo. Mmm... Soy de Racing: ése no era un club para mí. Fue entonces cuando vi al Mono Burgos en un aviso, asomando su cabeza por una alcantarilla de la calle y diciendo: “¡Volvimos!”. Era el Aleti, el vecino pobre que volvía de dos años en Segunda. ¿Qué podía hacer? ¡Me hice hincha de ellos, obvio! “El Pupas” los llaman para humillarlos. Qué va. Son mi Racing de Madrid. Los adoro.

Admito que mi amnesia sobre el título de 2001, además del horror por lo vivido, esconde ciertos prejuicios. Uno estético –jugaban feo– y uno ético. Racing ya no era un club: era una empresa exitosa, con dueño y gerentes, armando su fiesta en el Titanic.

Todo aquello fue demasiado para mí. Y todavía lo sigue siendo.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil

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