viernes 29 de marzo del 2024

Los enganches también lloran, nueva temporada

442

—¿Adónde va el señor?

—No lo sé –dije–, fuera de aquí. Es la única manera en que puedo alcanzar mi meta.

—¿Conoce su meta?

—Sí –contesté–, te lo acabo de decir. Fuera de aquí, ésa es mi meta.

Franz Kafka (1883-1924), de su relato “La Partida”.

Escena 1. Lunes 2 de julio. Juan Román toma mate junto a Sebastián, su hermano de 15 años. Están solos. Se los nota tristes.

—¡Oh, me rompes el corazón! Pero hazlo, si así lo sientes. Esos malditos deben pagar por herirte así. Yo siempre estaré contigo. Sólo quiero verte feliz. Y no temas. No diré nada. Mis labios están sellados...

Se abrazan, emocionados. Fondo de violines. Fundido a negro.

Escena 2. Los labios sellados de Sebastián dibujan una sonrisa pícara mientras abre su cuenta de Twitter @Riquelmesebaa. “¡La bomba que se viene mañana en Brasil, ni se imaginan, se mueren!”, adelanta, discreto como saco de Fort. Las redes sociales explotan. Ya en San Pablo, Daniel Bingo, el presidente, y José Asecas, secretario de actas, toman café en el lobby del Hilton San Pablo Morumbí. Falta un día para la final. Están preocupados.

—Algo raro pasa acá… Te apuesto que Juan Román tiene un as en la manga. Sé que me desprecia desde que no quise firmar su contrato por cuatro años.

—¡Bingo! Coincido contigo. Lo que espero es que esta vez el DT los mande al frente. Si perdemos con estos brasucas que parecen dirigidos por Caruso, ¡estamos liquidados!

Llegan más dirigentes. Todos hablan sobre la dichosa “bomba”. Algunos imaginan un reclamo económico. Daniel Bingo niega con la cabeza. Observa la rotunda figura de Julio César y dice, convencido:

—No es por plata. Ellos se odian desde la época de Jorge Amor, lo sabemos. Si eso no explotó, fue por el título. ¡Remember The Alamo, digo, Zamora…! Allí en Barinas temimos lo peor, ¿no? Bien, señores: ese momento ha llegado.

Música de suspenso. Cruces de miradas. Fundido a negro.

Escena 3. Mediodía del miércoles. Juan Román y Daniel Bingo se reúnen a solas. Hay tensión. Un sudor frío recorre la frente del presidente. El capitán, imperturbable.

—Me voy, ganemos o no. Y a los dos años, como tú querías. ¿Estás satisfecho ahora? Confiésalo: ni tú ni él me quisieron como don Carlos, Miguelito o el Coco. Julio César es falso, paranoico, odia a los enganches y borra a mis amigos. Basta. Esto no va más.

—¡No va mássss…! Uy, perdón, es la costumbre. ¡Esto es terrible! Júrame que nadie conocerá la noticia antes de la final. Evitemos el escándalo, te lo ruego.

—Tranquilo. Nadie sospecha nada. Lo anunciaré yo, después…

Lejos de esa charla secreta, periodistas, allegados, barras, treinta turistas japoneses, los mozos del hotel, diez bailarinas de la escola de samba paulista Vai-Vai y funcionarios del gobierno de Dilma intercambian información.

—¿Y…? ¿Cuándo se va? ¿Aquí mismo o al llegar a Buenos Aires?

Plano a Julio César, que espía todo detrás de una puerta. Sabe que su futuro se jugará en los siguientes noventa minutos. Fundido a negro.

Escena 4. El partido es una lágrima. Boca no puede con un rival ordenado pero limitado. Julio César está desolado. ¡Tite usó su propia medicina para superarlo! Terminado el partido, Juan Román saluda a todos, como en un velorio: árbitro, asistentes, rivales, técnicos, alcanzapelotas. En el vestuario, por fin rompe el silencio.

—Me voy. ¡El técnico no me quiere y yo no le quiero! Es feo y nos hace jugar igual. ¡Ahora irá por mis amigos! No voy a tolerarlo. ¡Renuncio a los honores pero no a la lucha, compañeros! ¡No llores por mí, Boca Juniors…!

Clemente Juan, las manos cubriendo su rostro, solloza.

—Nooo... ¿Qué será de mí sin ti? Quédate. O me iré contigo y te pasaré por izquierda, allí donde estés. Es lo que mejor hago. Piénsalo. ¿Estás seguro?

—¿El seguro? ¡Ese seguro era una porquería! –se confunde Facundo Sebastián, que no podía jugar pero estaba allí por pedido de Juan Román.

—También yo me iré. No voy a dejar que me tomen el pelo. Silva me robó el puesto y no sale nunca. ¿Quién es? ¿Messi? –masculla Lucas Ezequiel, con furia contenida.

Muchos se quiebran. Rolando Carlos, Darío Chechu, Carlos Sebastián –que todavía tiene puestos los guantes– y Agustín Ignacio, alma y rodilla destrozadas, lo abrazan. Afuera lo espera la prensa, ansiosa.

Escena 5. Juan Román anuncia otro renunciamiento histórico. Como el de Evita en 1951, el de Chacho en 2000 o los suyos, en 1996 y 2009.

—Estoy vacío. No puedo darle más al club y por eso me voy. Es una decisión mía. Ya la comuniqué al presidente y a mis compañeros.

Caos. Paneo con imágenes. Hinchas furiosos que ya organizan banderazos. Dirigentes que primero se alivian… y enseguida entran en pánico y piensan cómo convencerlo para que vuelva y los salve del incendio. Arruabarrena, su viejo amigo, le deja mensajitos en el celular. Tigre –el segundo equipo de Juan Román– entrena a sólo diez cuadras de su casa del Hindú Club de Don Torcuato. ¡Una Massa...! Ya nadie recuerda la final perdida. Sólo él es noticia. ¿Qué hará? ¿Se retirará, asqueado por la hipocresía del fútbol? ¿Irá a otro club? Sólo una persona decide: Agustín, su hijo de nueve años. Si él se lo pide, sigue. La cámara se queda con Falcioni. Está solo. Camina. Fuma.

Voz en off:

—Julio César medita. Nunca lo quiso, es cierto. Pero ahora no sabe si festejar o lamentarse por esta victoria pírrica. Otra vez deberá ganar todo para mantener su puesto. De lo contrario, adiós. A administrar esos ahorros que –dicen que dijo–, tiene en Suiza. ¿Seguirá? ¿O, como pasó en 2005 cuando Maradona recomendó a Basile, le cerrarán las puertas del club en sus propias narices? Mmm… Todavía se notan las huellas de aquella tremenda frustración.

Primer plano de su perfil. La banda de sonido se mezcla con los gritos de la multitud: “¡Riqueeeelme…!”. Fundido a negro. Créditos. Fin del capítulo.

Continuará.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil