sábado 20 de abril del 2024

Elogio del enemigo

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“A Picasso hasta los que lo detestan lo soportan porque nunca usa el talento. Usa sólo el genio. Sus obras jamás son pensamientos; son actos”, Jean Cocteau (1889-1963)

A Kaspar Hauser, se parecía. O mejor dicho, a Bruno S., aquel hombre enjuto, de rostro inexpresivo, pero inquietante; un músico de mente extraviada que el talento de Werner Hergoz convirtió en protagonista de la película que dirigió en 1974 y contaba el misterio del adolescente que un día, de la nada, apareció en las calles de Nuremberg después de haber vivido encerrado en una torre, aislado, toda su vida. Su lógica era sencilla, perturbadora. Parecía… genial.

Ricardo Enrique Bochini nació en Zárate el 25 de enero de 1954 y era, me dicen, hincha de San Lorenzo; detalle que destaco solamente para indignar a mis amigos de Independiente. ¿Que Iniesta no parece un jugador de fútbol? Pamplinas. ¡Al lado de Bochini, Iniesta es René Houseman con las medias bajas debutando en Huracán!

Bochini parecía un visitador médico; plomero, vendedor de repuestos de autos en Warnes, cajero de banco, inspector de trenes, contador, vendedor de seguros. Cualquier cosa menos lo que fue: uno de los más grandes futbolistas que –maldito sea– he visto en toda mi vida.

No sabía cabecear, medía 1,68, no pateaba fuerte, no tenía físico ni piernas como para ir al choque, no deslumbraba por su pique, no era goleador, no era un caudillo. ¿Y entonces? Tenía una gambeta cortita, vertical, letal. Y una extraña habilidad de prestidigitador: de pronto, la tocaba entre un bosque de piernas y… ¡Shazam! Un delantero suyo quedaba solo frente al arco. Gol.

Lo he dicho más de una vez, con cierto resentimiento que me avergüenza: Bochini ha sido el mayor exportador de madera de la Argentina. Me explico: recuerdo a una larguísima lista de 9 que parecían Ronaldo a su lado y, ya en otros clubes, les resultaba imposible repetir semejante rendimiento: Giachello, Maglioni, Outes, Percudani, Bufarini, Reggiardo… La fábrica quedaba, el producto se exportaba a buen precio. Enorme negocio, muchachos.

Pues bien, ese sujeto, Bochini, arruinó mi adolescencia y mi juventud. Lo detesto profundamente por no haber jugado en mi equipo, Racing, que le quedaba apenas a un par de cuadras. Por lo menos podría haber tenido la delicadeza –como el Kun Agüero–, de irse a la merde a demostrar su talento y a cobrar fortunas. Pero se quedó.

Hay gente capaz de cambiar la historia. No hablo de Bolívar, San Martín, Marx, Mao, Castro, Hitler, Lenin o Perón. Hablo –porque en el suplemento Deportes estamos– de futbolistas que, solos, cambiaron el destino de un club.

El mejor ejemplo es el de Alfredo Di Stéfano. Llegó a España en 1953 en medio de un exótico conflicto. Real Madrid se lo compró a Millonarios de Bogotá –donde jugaba por la huelga de los futbolistas argentinos– mientras el Barcelona negoció con River, su club de origen. El 24 de julio el Madrid lo presentó como su nuevo fichaje y lo mismo hizo el Barcelona el 20 de agosto. Salomónica, la Real Federación Española de Fútbol –adaptada tal vez a un país ya despedazado por la Guerra Civil– decidió que Di Stéfano jugara cuatro temporadas: dos para cada club. Ridículo. Orgullosos, los catalanes se negaron. Y La Saeta Rubia, –junto a Kopa, Puskas y Gento– convirtió a un club que sólo había ganado un par de Ligas en el mejor club del país y de Europa, con nueve Ligas ganadas desde 1954 a 1964, cinco Copas de Europa y una Intercontinental.

Independiente era un grande cuando Little Richard llegó. Pero a lo largo de su infinita carrera que duró desde 1972 hasta 1991 –¿qué pasó, Bocha: no te gustaba viajar? ¿Tanto te gustaba Buenos Aires? ¿Nunca te dieron ganas de jugar en Europa, en Asia, ¡en Groenlandia!?– jugó 634 partidos con la misma camiseta, hizo 97 goles y cambió la historia del clásico, que hasta su debut favorecía a Racing: 34 partidos a 29, con 24 empates.

¿Y qué logró este maldito Highlander colorado? ¡Qué con él en la cancha su equipo ganara 18 partidos contra apenas 8 de Racing, con 21 empates! Ya retirado, era imposible que un Racing decadente, quebrado y saqueado, pudiera recuperarse. Hoy los números son contundentes: Independiente ganó 69, Racing 47 y empataron 63. ¡Y todo por culpa del maldito enanito de Zárate!

Mañana se juega el clásico 180. Otra versión descafeinada donde “la fiesta” –los cantitos, los trapos, las estúpidas cargadas, los bombos y la inminente posibilidad de que cualquier tarado haga estallar la violencia–, ya genera tanta expectativa como lo que pueda pasar en la cancha.

Por eso recurrí al pasado, sepan disculpar. Nací en Avellaneda cuando había fábricas, no las cortinas bajas que dejó Martínez de Hoz. Tuve suerte. Viví el mejor momento de la historia de Racing, mi club, cuando tenía diez años: más o menos la edad que todo hombre tiene cada vez que discute sobre fútbol. Esta vez, en lugar de Perfumo –que es Dios– o Rubén Paz, preferí hablar de Bochini, mi “enemigo íntimo”. Un… homenaje, si quieren velo así.

¿Qué pasará mañana? Ni idea. Los tienen técnicos muy jóvenes, equipos en formación, demasiados veteranos y algunos buenos entre tanto medio pelo. Independiente intentará aprovechar los últimos cartuchos de Farías, que por suerte no tiene otro Bochini al lado; tiene a Leguizamón, si se levanta con ganas y buen peso; y a Rosales, que se formó en Newell’s. Racing, el toque justo de Pelletieri, la inteligencia de Villar, los ilustres pergaminos de Camoranesi, los cables pelados de Centurión y el recuerdo de los mil goles que nos hizo Sand, que tampoco tiene a Rubén Paz al lado. Lástima.

No me pregunten quién quiero que gane: es obvio. Sólo tengo una certeza: sufriré todo el partido, pase lo que pase.

Porque para eso hemos nacido.

(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.