viernes 29 de marzo del 2024

El mejor fracaso de Maravilla

Hasta que cumplió 20 años, el sueño de Sergio Martínez era ser futbolista profesional. Estuvo cerca de Claypole, pero no se lucía y se dedicó al boxeo. Galería de fotosGalería de fotos

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Si el primer sueño de Maravilla se hubiera cumplido, hoy no habría campeón. Si algún entrenador del club Claypole hubiera apostado por ese delantero goleador, con mucha velocidad y escaso talento, la historia sería otra. Si el deseo de Sergio Martínez de ser futbolista se hubiera concretado, tal vez ese zurdo escurridizo habría merodeado por algunos equipos del ascenso y hoy nadie hablaría de la nueva estrella de peso mediano, del cinturón, de Las Vegas ni de la paliza que le dio a Julio César Chávez. Por fortuna, nada de eso ocurrió. Pero pudo haber sucedido.

Si hay algo que Sergio “Maravilla” Martínez siempre tuvo claro fue que quería ser deportista. Desde que a los cinco años dejó Quilmes y se mudó a Claypole empezó a fatigar potreros y calles de tierra con una pelota en los pies. Una situación estándar: 11 amigos del barrio, un equipo, el sueño de jugar en Primera. En el medio, la primaria, un par de años de secundaria y el trabajo de herrero con su padre. Pero allá adelante, tatuada, esa idea de hacer algo vinculado con el deporte.

Además del club Claypole, que por entonces jugaba en la D, a mediados de los 90 el barrio estaba lleno de equipos de fútbol amateur que participaban en torneos locales. Los amigos de Sergio Martínez habían armado dos: Inter y San Jorge. Allí jugaban los hermanos Leo y Georgie Sánchez, Fiaca, Yiyo, los pibes de la cuadra. Y Maravilla usó las dos camisetas. Sin rencores, sin que nadie lo acusara de pesetero, a veces se ponía la negra con vivos blancos del San Jorge, y otras la del Inter, también negra pero con bastones verticales blancos. La elección de los colores no fue casual: son los mismos que los de Claypole.

Maravilla Martínez era wing, cuando el puesto todavía no había sido bautizado como extremo. Podía jugar por los dos frentes, pero él, aunque es zurdo, prefería ir por derecha. “Era rápido como el Piojo López –exagera Rubén Paniagua, tío del boxeador–. Y le gustaba jugar por la derecha para poder entrar en diagonal y convertir goles”. Paniagua, de todos modos, reconoce ante PERFIL las limitaciones de su sobrino: “Como futbolista era un gran boxeador”. Pero hasta el propio Maravilla asume que su destreza con la pelota era reducida. En una entrevista en el programa Animales sueltos, admitió ante Alejandro Fantino: “No tenía condiciones para el fútbol. Me sobraban corazón, ímpetu, ganas, garra, me comía al mundo entero, pero me faltaba una cuota de talento. Con el boxeo di en la tecla, me pareció muchísimo más simple que el fútbol o que otros deportes colectivos”.

En esos años en los que subirse a un ring todavía no estaba en sus planes, Maravilla Martínez ya mostraba cierto compromiso con el deporte. Cuenta Leo Sánchez, uno de sus compañeros en el Inter de Claypole, que cuando terminaban los partidos se imponía el ritual de la ronda de cerveza, pero que Sergio prefería tomar una gaseosa y comer una banana o un sánguche. En ese círculo de transpiración, camisetas embarradas y alcohol, él mostraba una conducta rigurosa. O, dicho de otra manera, rodeado de deportistas amateurs, ya pensaba como un profesional.

Otro episodio que por entonces marcaba la diferencia con sus compañeros de equipo tenía que ver con la exigencia. Propia y ajena. “Era el único de nosotros que elongaba los músculos antes y después de los partidos –grafica Leo Sánchez–. Y otra cosa que recuerdo es que se pasaba los partidos dándonos órdenes a todos. Claro, a veces perdíamos porque nuestros defensores no paraban a nadie y él se sentía tocado. Supongo que por eso después eligió un deporte individual”.

Fue en uno de esos encuentros de barrio que a los jugadores de Inter y San Jorge les ofrecieron disputar unos amistosos con la Primera de Claypole. Hicieron de sparring, como se dice en el box. Y allá fueron, a Lacaze y las vías, a jugar en una cancha profesional, con tribunas y todo. Esa fue la tarde en que Maravilla le hizo un gol a Claypole. Del sueño de jugar para los Tamberos pasó a ser su verdugo.

Esos partidos, en realidad, escondían una doble intención: por un lado, que los jugadores profesionales de Claypole tuvieran rivales para prepararse, y por otro, que los entrenadores pudieran detectar alguna joyita que prometiera. Por suerte para el futuro de Maravilla y del boxeo argentino, esa tarde ningún técnico percibió un porvenir futbolero en ese incipiente Piojo López.

La leyenda que se gestó en torno al campeón insiste en que Maravilla jugó en las inferiores de Claypole, que era goleador en sus categorías, que llegó a probarse en Los Andes y que como lo rebotaron se dedicó al boxeo. Nada más falso. El vínculo de Martínez con la pelota fue sólo amateur, en esos equipos de barrio integrados por amigos. Y con ellos siguió aun cuando ya había arrancado con el boxeo. Fueron años en los que saltaba de la cancha al ring, de los botines a las botitas. Hasta que 1997 llegó con la oferta de pelear de manera profesional. La decisión ya estaba tomada: Inter y San Jorge pasaron a la historia, a ocupar un lugar de privilegio en su memoria.

Cinco años después, en pleno estallido neoliberal, Maravilla se instaló en España. Su carrera fue imparable, aunque siempre mantuvo contacto con sus amigos de Claypole. En mayo de este año, por ejemplo, compartieron un corderito en un camping del Sindicato del Personal Gráfico. Allí Sergio les contó que se había confirmado el combate con Julio César Chávez, el mismo que la semana pasada lo depositó en la cima del boxeo mundial. Y también recibió una camiseta de Claypole que le regaló Julio Barrientos, un ex presidente del club. Cuando Maravilla la tomó, se la puso y comentó: “¡Me acuerdo del esfuerzo que tuve que hacer para comprarme la primera que tuve!”.

El vínculo de Sergio Martínez con el fútbol se completa con una postal que recorrió el mundo: la imagen con la casaca de River en el pesaje previo a la pelea con Chávez. Hincha del Millonario, el boxeador tiene otra ambición: pelear en el Monumental. “Es un sueño para mí, ni hablar de una despedida”, dijo desde Las Vegas al día siguiente de ganar el título mundial de peso mediano. Y tal vez se le dé; tal vez el destino lo lleve a ese templo donde seguramente alguna vez, de pibe, se imaginó convirtiendo un gol en tiempo de descuento.

(*) Nota publicada en la edición impresa del Diario Perfil

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