miércoles 24 de abril del 2024

Los padres de la Patria

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“Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo.”Jorge Luis Borges (1899-1986); de “El otro”, uno de los cuentos de “El libro de arena” (1975).

Es inútil hablar sobre Messi. Uno siente que se le acaban los adjetivos, las metáforas: es imposible ser original. Cada vez que entra en acción, el público siente una electricidad en el cuerpo. Algo extraordinario, algo único está por suceder.

No importa si se lo nota ausente, como Brando en las primeras dos horas de Apocalypse Now. Su omnipresencia intimida. Y el pánico invade a los rivales cuando lo ven avanzar con pelota dominada. Después, será la resignación, la pelota en la red. Esas genialidades que, con la naturalidad con la que un chico muerde una manzana, hizo la semana pasada para la Selección son la obra de un futbolista sobrenatural a quien sólo el paso del tiempo, ese ladrón, podrá poner límite.

Messi es fascinante dentro de la cancha y se evanesce en cuanto la abandona. Sonríe, saluda y se retira del mundo. Se lo ve bien. Más seguro a sus 25 años, a punto de ser padre y feliz junto a Antonella, la chica que conoció a los 6 en su barrio de Rosario. Messi, criado como una joya en un campus donde fabrican cracks, se está haciendo hombre. Esa madurez lo hace mejor jugador, si esto aún fuese posible.

Los periodistas, que amamos los paralelismos, insistimos en creer que el milagro de su evolución obedece a la cinta de capitán que le entregó Sabella. El mismo rito que Bilardo impuso en 1983 con Maradona –más por seguridad personal, intuyo, que por afianzar su ya desbordante personalidad–: “Vos sos el capitán, vos mandás; el equipo es tuyo”.

Messi, que sin la pelota en los pies desconoce la voracidad, aceptó su nuevo rol con el orgullo de un colegial al que nombran abanderado. El desmesurado Maradona, si podía, hubiese hecho un haka maorí antes de intercambiar banderines con su rival de turno. Sentía que esa cinta lo convertía en “la Patria” y por eso sobreactuó ese amor incondicional y eterno por la camiseta, sentimiento que al menos en público, salvo con sus dos hijas, sus padres y a veces con su ex mujer, no demostró con nadie más.

La selección uruguaya no pasa un buen momento, es obvio, y vieron a Messi como a un asesino serial. Los mató. En Santiago la cosa fue diferente: si los chilenos hubiesen tenido mejor puntería y más suerte, en media hora nos hacían tres. Pero apareció Messi y definió con la serenidad que la mayoría tiene sólo en los entrenamientos, no en el área de un estadio repleto y hostil. Pisadita de potrero, defensor desairado, gol. El segundo de Higuaín fue sin sutilezas, a lo Hulk. Un partido complicado que Argentina pudo perder pero ganó, cómodo. Por él.

Insisto: no quería hablar de Messi. ¿Para qué? El miércoles a la noche, mientras la prensa internacional elogiaba “al mejor del mundo”, les juro que pensaba en Maradona. Me alegraba por el alivio que este fenómeno podía provocar en su vida personal.

Lo admito: no pude equivocarme más, ni peor.

Pensé que esta locura universal por Messi por fin podría liberarlo de su agobiante papel de deidad en vida. Que su nuevo hijo iba a permitirle vivir como el hombre normal que nunca pudo ser. Tranquilo, feliz. Y no. No hay caso, pobre Maradona. Ni le sale ni dejan que le salga.

Messi juega y se refugia en su burbuja. Ignoro –todos lo ignoran– cómo es su vida personal. En ocho años no se le conoció ningún conflicto. Ni con el club, ni con sus compañeros, ni con los fans, ni con la prensa, que lo sigue allí donde vaya. Lo imagino pleno, con los suyos, y no me importa si se la pasa jugando a la PlayStation o leyendo a Nietzsche. No todos viven su vida a través de los medios.

Maradona siempre lo hizo. Por eso uno, aun con pudor, se sorprende hablando sobre cuestiones privadas –nada en su vida parece serlo– en las que no tendría por qué meterse. Pero allí está su vida, obscenamente expuesta en los medios. La manera en la que el doctor Cahe relató cómo Maradona y Verónica Ojeda se enteraron del embarazo fue patética. “Ella tenía un DIU, así que fue un embarazo no deseado; Verónica lo tomó con alegría, Diego, je, con sorpresa”, relató sonriente, vaya a saber si por propia torpeza o para dejar las cosas bien claras. Vergüenza ajena.

Maradona huyó a Dubai, su nueva Cuba, y le ordenó a Verónica Ojeda, refugiada en la quinta de Ezeiza, que cerrara la boca. Por ella ya había hablado el abogado Alberto Domínguez, que desmintió la separación y no se hizo ningún problema por si había “presiones” para que el chico no llevara su apellido. “Se llamará Ojeda e igual seguirá siendo el hijo de Diego Maradona”, dijo.

Sutil como un mamut en una cristalería, Claudia Villafañe escribió un mensaje de texto que hizo público Luis Ventura: “Si quiere el apellido, que se haga un ADN”. Domínguez, ya cebado, recogió el guante y contragolpeó: “Podemos hacerlo en cadena nacional y transmitida por Cristina”. Finalmente, madre e hijas dieron a conocer un comunicado oficial de 18 líneas, en donde intentan despegarse del conflicto demostrando una extraordinaria capacidad para la gambeta: ninguna de sus 198 palabras es “embarazo”.

Todos hablan. ¡Hasta el hijo italiano! La guerra está desatada. Para colmo, en medio del sainete, don Diego –de quien Maradona estaría distanciado por haber tenido contacto con el nieto prohibido– fue internado por una infección. Ionesco o Alfred Jarry no podrían haberlo hecho mejor.

En fin: por acción u omisión, Maradona continúa con su interminable proceso autodestructivo. Es una pena.

Mientras tanto, Thiago Messi debe estar por nacer. Quizá ya esté en los brazos de sus padres cuando esta edición de PERFIL esté en la calle.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil

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