jueves 18 de abril del 2024

Patriotas de Avellaneda

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“Soy un patriota del distrito 14 de Brooklyn donde me crié. El resto de los Estados Unidos no existe para mí, excepto como idea, o historia o literatura”. Henry Miller (1891-1980); de ‘Primavera negra’ (1936)

Si Henry Miller era un patriota de Brooklyn, yo me declaro un patriota de Avellaneda, donde nací  y me crié. Piñeyro, en los sesenta, era un barrio obrero dividido en dos divisas –una albiceleste, la otra roja– y dos trincheras irreconciliables que los más chicos sentíamos como una guerra muda, inmóvil: la mayoría peronista y la contra; gorilas progre que, lejos de la derecha, se reunían en lugares como la biblioteca socialista Veladas de Estudio, donde se conocieron mis padres.

Mientras nosotros tomábamos la leche con Piluso, El Lobo Vandor inventaba el peronismo sin Perón y los demás se cosían a balazos. En una fría noche de mayo de 1966, cuando el Equipo de José ya arrasaba, zumbaron los tiros entre las mesas de La Real, frente a plaza Alsina. Rosendo García, su adjunto en la UOM, cayó muerto. Para Rodolfo Walsh, disparó Vandor. Lo acribillarían en su oficina del sindicato en 1969, el mismo año en que editaron ¿Quién Mató a Rosendo?

La ciudad era poderosa y violenta; con sus cinco frigoríficos, setenta fábricas de autos y maquinaria, cincuenta metalúrgicas, cuarenta plantas químicas, treinta textileras, 3 mil talleres y 50 mil obreros. Independiente y Racing, sus equipos, fueron los primeros en ganar la Copa Libertadores. Ni Boca ni River; los nuestros. Aquella ciudad industrial fue arrasada. Primero por Martínez de Hoz, después por Menem. Hoy Avellaneda es una triste mueca de lo que supo ser. Como sus clubes.

En esos años, ser hincha de River o Boca era una traición. En la Escuela Próspero G. Alemandri se era de Racing o de Independiente. El centro quedaba lejos y el barrio era nuestro único universo. “Nada de lo que se llama ‘aventura’ se acerca nunca al sabor de la calle”, escribió Miller. Allí vivíamos. Jugábamos a la pelota –que parece fútbol, pero no es–, corríamos entre baches, cordones, baldosas y sólo parábamos para darle paso a algún coche que nos tocaba bocina; amasábamos la Pulpo de goma contra el asfalto para secarla si tocaba la zanja, apuntábamos hacia un arco invisible sostenido por dos pilas de piedras y hacíamos la pared, con la pared.

Un adulto –me gusta repetirlo– vuelve a tener 10 años cada vez que discute apasionadamente de fútbol. A esa edad, más o menos, pasé a ser enemigo íntimo de Independiente. No fue mi culpa, lo juro.

Mi madre, pese a mi resistencia inicial, me convenció de que debía apoyar al otro equipo de la ciudad en sus duelos por la Intercontinental con el Inter de Helenio Herrera, Facchetti y Mazzola. Eso hice. Hasta escribí “Dale Rojo” en mis cuadernos y en alguna pared, maldito sea. Lloré cuando perdieron. Pero un par de años más tarde, cuando era Racing el que jugaba por esa copa contra el Celtic, advertí con horror que mis amiguitos de Independiente querían que ganaran los escoceses. Enloquecí de ira. A partir de entonces, cuando Racing no era local, iba a Independiente, esperaba a que abrieran las puertas en el segundo tiempo y me sumaba a la tribuna rival. Allí grité goles de equipos que apenas conocía.

No me fue bien. Los tipos seguían ganando y, para colmo, en 1972 debutó Bochini, un Kaspar Hauser desgarbado pero genial que me arruinó la adolescencia. Hasta entonces la estadística favorecía a Racing. Cuando por fin se retiró, –¡veinte años después!–, ya nos sacaban 11 partidos de ventaja. Gracias a varias generaciones de dirigentes y gerenciadores infalibles en el error, esa diferencia creció hasta duplicarse.

Esta situación es inédita. Por primera vez es Independiente –que hace mucho perdió a su ejemplar dirigencia– quien pelea por no descender. Un calvario que Racing conoce bien y que, hace casi treinta años, se concretó de la manera más humillante. Fue el 22 de diciembre de 1983, cuando un Racing ya condenado jugó la fecha final en la cancha de Independiente que, justo, festejaba otro título. Estuve allí. Fui a sufrir, claro; está en nuestra naturaleza. Esa tarde les deseé lo peor.

¿Debería ser políticamente correcto y decir que no me gustaría verlos en la B? Tal vez. Sería prudente, sobre todo ahora, cuando los energúmenos –barras armados o señores con BlackBerry, lo mismo da– han desterrado la inocente gastada entre amigos para instalar la “incitación a la violencia”. La de verdad. ¡Por Dios! Sólo una bestia podría ser “incitado” por algo tan menor. Este juego, en tanto negocio, fue invadido por lunáticos, fanáticos que dejarían a Ernst Röhm a la altura de un amable demócrata.

Seré sincero: creo que se van a salvar. Pero me encantaría que desciendan. Se trata de una antipatía íntima, inofensiva; el viejo mandato de aquel chico de 10 años. Disfrutaría como, lo sé, lo hicieron mis amigos de Independiente en 1983. Nada grave. Es fútbol.

De todos modos, mi culpa judeocristiana hará que me identifique con aquél que sufre y seré incapaz de burlarme de nadie; único placer de los lobotómicos de internet –un día alguno se ahogará en su propia baba–, que creen alcanzar las cumbres de la creatividad escribiendo “Rasinclub”, “Indesingente”, esas cosas.

¿Este clásico? Mmm… Está para cualquiera; aunque intuyo un empate que les evite el desbarranco. La tensión con la que saldrá a jugar Independiente será clave. Podrá contagiarles una arrasadora furia ganadora o ser inhibitoria, fatal. Veremos. Racing es un equipo en formación; Independiente, el Roña Castro antes de la mano salvadora contra Jackson.

Sólo sé una cosa. Sufriré. Mucho. Si ganan ellos, apagaré la luz y escucharé el Réquiem de Mozart, hasta el lunes. Y si ganamos nosotros, en lugar de saltar de alegría, me desplomaré y resoplaré, exhausto; como si me hubiese salvado, una vez más, del peor de los naufragios.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil

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