viernes 19 de abril del 2024

La violencia y el triste destino del fútbol argentino

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Llegará el día en que se encuentren solos. Sin nadie presente, observando, levantarán los brazos a manera de saludo imaginario y escucharán el sonido del silencio como respuesta espontánea. Las cámaras de televisión filmarán en plano corto para que el televidente, sentado en el sofá de su casa, aplauda. El camino por el que llevan a lo que supimos conocer como “Fútbol argentino” conduce a una muerte lenta pero inexorable.

En el futuro, nada será como aquello que nuestros abuelos le hicieron conocer a nuestros padres. Los partidos se jugarán sin banderas porque complican el cacheo policial, sin cánticos por el temor a la palabra irreflexiva y xenofóbica de algún desaforado y, también, sin público visitante porque simplifica el control de los violentos por parte del Estado. A este ritmo vaya uno a saber a dónde iremos a parar.

De a poco, paulatinamente y casi sin darnos cuenta, nos hemos ido acostumbrando a que los que toman decisiones nos quiten nuestros derechos y nuestra historia. En un país serio, se encarcelaría al violento identificado (por algo hay tantas cámaras en los estadios) y a los barrabravas (pese a sus contactos políticos) se le soltaría la mano. Por el contrario, en la Argentina, cada vez se brindan menos comodidades, cada vez hay más violencia y menos gente en los estadios.

La medida de restringir el acceso al público visitante ya lleva más de cinco años y ha demostrado ser un completo fracaso. Las estadísticas actuales indican que la mitad de los episodios de violencia se producen entre distintas facciones de la misma barra. Curiosamente los hinchas de los equipos de ascenso por la medida mencionada no pueden concurrir en el torneo local pero sí pueden recorrer mil kilómetros para observar el partido de la Copa Argentina y cruzarse con otra hinchada, a cientos de kilómetros de su casa.

La violencia en el fútbol no es nueva. Al principio, los hinchas se peleaban por el honor y por defender los colores, eran peleas de hombres. La modernidad (con el ingreso del dinero y la mediatización) fue cambiando el escenario. Ahora ya no importan tanto los colores, el objetivo son las prebendas y la plata. Pertenecer al grupo de choque tiene privilegios: poder, dinero y fama. Un botín nada despreciable.

El hincha de antaño sentía amor por los colores, vivía por y para el club, jamás hubiese aceptado sacar unos pesitos de tesorería, ni siquiera para bancarse un viaje. A lo sumo y en caso de necesidad, les pedían una ayuda a los jugadores, esos que sí “vivían a costilla del club” y podían colaborar con la hinchada. El mangazo era una forma de compartir el esfuerzo por el viaje y al equipo supuestamente le convenía para sentirse acompañado. Esta fue una práctica institucionalizada entre planteles e hinchadas (a la que muchos accedimos) hasta que los negocios paralelos la tornaron irritante e innecesaria: de los jugadores se podían obtener migajas comparado con los altos márgenes de ganancia en otros emprendimientos asociados (léase estacionamientos, puestos de comida, reventa de entradas, etc)

Si los rumores de exclusión total para el público visitante son ciertos, el fútbol que conocíamos habrá dado un nuevo paso hacia su desaparición. La desidia de algunos y la violencia de otros, lo conducen directamente al abismo.

Y el día llegará en que el experimentado futbolista, de esos que primero disfrutaron de un partido a cancha llena (con dos hinchadas rivalizando) y después sobrevivieron la desazón de un estadio semivacío (donde era único destinatario de cantos de insulto o de aliento, dependiendo del escenario), levantará los brazos en el estadio vacío, a manera de saludo imaginario, y escuchará el sonido del silencio como respuesta espontánea. Las cámaras de televisión lo enfocarán en plano corto para que el espectador sentado en su casa aplauda y él, con todo el dolor del mundo encima, se largará a llorar por el triste destino de aquello que más amaba.