martes 23 de abril del 2024

Pronto se eliminará a los jugadores

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Hace rato que la palabra, como herramienta para expresar la verdad, ha dejado de estar de moda. No sé cómo será el asunto en Burundi, Pakistán o Luxemburgo. En la Argentina, al menos, la misma persona que te miente delante de un micrófono te cuenta, en secreto, esa verdad que no conviene confesar.

No vayan a creer que se trata de la inversión de la norma jurídica que manifiesta que nadie está obligado a hablar en su contra. Se miente públicamente por muchísimo menos que la confesión de un crimen. Para mentir ante las cámaras alcanza con la urgencia por esquivar el tan mentado costo político.

De tal modo, todo aquello que uno escucha lejos de los micrófonos queda expuesto a virulentas e indignadas desmentidas, aun cuando se trate de la verdad revelada.

Es muy fácil por estos tiempos cruzarse con dirigentes de fútbol –dirigentes de clubes son algo muy distinto; casi en desuso– que te explican con papel y lápiz por qué prefieren tribunas sin público visitante aunque, antes y después, “en on”, levanten el dedo índice asegurando que irán hasta las últimas consecuencias para que se levante la veda “que desvirtúa el espectáculo que vivieron nuestros padres, con tribunas repletas de hinchas de ambas divisas”. Hablan con la autoridad de los serios y la convicción de los justos. Por lo general, nos olvidamos de recordarles que ellos, como representantes de los clubes, no son víctimas de la AFA: SON LA AFA. Es decir, son parte del problema y, en simultáneo, son parte de la solución.

Lo peculiar del asunto, en tanto nos den las tripas para poner a un lado las náuseas que provoca el cinismo, es la explicación de por qué les conviene esta lamentable escenografía monocromática en la que, cuando hay un gol del visitante, se escucha hasta el tic tac del reloj del técnico visitante. Estos buenos muchachos, tan comprometidos con las finanzas de las entidades que administran como la muchachada de la provincia con la educación pública, te dicen que, con la restricción, se achica el costo de los operativos policiales y, además, en ciertos casos, se dispone de más localidades para venderle al hincha propio. De tal modo, no sólo se recauda más, sino que se beneficia al público propio.

No creo ni que valga la pena discutir este argumento tan primitivo. Este presunto cuidado de las finanzas del club que dicen amar se cae a pedazos cuando, con el mismo lápiz y sobre el mismo papel, hacemos la cuenta de cuánta plata más se ganaría con el mero intento de echar a los barras bravas de las tribunas y de los clubes.

Sin barras bravas, los operativos policiales no serían más costosos que los que se disponen para ver a Divididos en Mandarin Park. Sin barras bravas, no existirían más los famosos pulmones que, lejos de darle aire al espectáculo, asfixian de tristeza. Sin barras bravas, no sólo habría lugar para el público visitante, sino que se recaudaría muchísimo más en las tribunas propias. ¿O acaso las populares locales no se ven raleadas, aun en los grandes partidos, porque ahí andan ellos? ¿O acaso no son los mismos dirigentes los que admiten –a veces públicamente– que les dan cientos o miles de entradas cuyo producido duerme en bolsillos lejanos a la tesorería del club?

No entraré en menudencias, pero hay infinidad de asuntos más por los que los clubes se nutrirían de modo invalorable sin barras. Léase manejo de merchandising, estacionamientos, puestos de bebidas y comidas y hasta pases de jugadores. Y, aun si nada de esto redundara en lo económico, la desaparición de estos mercenarios sin camiseta significaría tener clubes dignos y en paz. Es decir, implicaría algo invalorable, infinitamente más enriquecedor que la más jugosa transferencia.

Lejos de darle entidad a este argumento, las dirigencias –y cierto sector de la clase política, las fuerzas de seguridad y los organismos inútilmente creados al respecto– eligen enterrarse más y más en el fango. Entonces, de tanto que nos acostumbramos a que no vayan los visitantes, ahora tampoco pueden ir los locales. ¿Ustedes imaginan a los Red Hot Chilli Peppers tocando sin público en un clausurado hipódromo de San Isidro y que nadie devuelva el valor de las entradas vendidas? Imposible. Sin embargo, la buena gente de Quilmes –aun los abonados– no podrá ver a su equipo ante Boca. Y los buenos de Gimnasia tampoco podrán asistir al choque con San Lorenzo. Habría que detenerse un instante en la patología –propia de la rama del masoquismo– que afecta a quienes pagamos un abono que no podemos utilizar a pleno y, cuando nos dejan, lo primero que hacemos es subir a YouTube un video que grabamos en tributo a los idiotas que perjudican nuestra pasión.

Entonces, en la Argentina nos acostumbramos tanto a jugar sin hinchas visitantes que ya ni nos duele que se juegue directamente sin público. Pronto estará prohibida la entrada al equipo visitante; luego se eliminará a los jugadores locales. O a la pelota. Ah, no, cierto. Eso de jugar sin la pelota ya es algo habitual para varios equipos de nuestro medio.

(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.

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