sábado 20 de abril del 2024

Los gordos y el fútbol

Las polémicas palabras que Carlos Bianchi le habría dedicado a Wanchope Ábila, menospreciándolo por gordo. La historia de Víctor Alfajor Valmarrosa y el debate de los jugadores rellenos.

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La vida nos ofrece distintos placeres, y algunos tenemos predilección por los más básicos, como dormir y comer. Justamente, la comida es la debilidad de muchos; incluso de quienes deberían cuidarse de ella en exceso, como los deportistas profesionales. Sin embargo, por ejemplo en el fútbol, existen sobrados casos de jugadores que hicieron lo suyo y en gran nivel a pesar de estar excedidos de peso: Iván René Valenciano, Jeroen Verhoeven, Jan Molby, Cristian Fabbiani, John Hartson, Leider Preciado, Neil Jason Shipperley, Adriano, Fernando Cavenaghi, Adebayo Akinfenwa, Martín Gianfelice y, uno de los mejores delanteros de la historia, el querido Ronaldo.

Es una lástima que, al hablar de este tema, no suela mencionarse el caso de Víctor Valmarrosa, más conocido por su sobrenombre, “Alfajor”. Tal vez, la historia de este volante por la derecha no se incluya entre las referencias de futbolistas con sobrepeso porque siempre se desempeñó en equipos del Ascenso, tanto en su Argentina natal como en su Uruguay adoptivo; sin embargo, su vasta trayectoria y anecdotario alrededor de él sobran para no dejarlo en el olvido cruel.

Cuando nació, en San Clemente del Tuyú, allá en 1954, el bebé Víctor pesó cuatro kilos setecientos gramos; apenas aprendió a caminar, comenzó a pasarse todos los veranos recorriendo las sombrillas de los turistas poniendo ojos de perro mojado o haciendo una sonrisa tierna, para conseguir un churro (si era bañado en chocolate y relleno de dulce de leche, mucho mejor), una galletita, un choclo con mayonesa, un pirulín o un palito bombón helado.

De adolescente, tuvo una charla con su padre que nunca olvidaría: entre rabas y cornalitos, le dijo que quería ser futbolista. Y su papá, que ya sabía que ese era el sueño de su hijo y a pesar de que hubiese deseado otra cosa para él, le respondió que contaba con todo su apoyo: “Eso sí, si bien vos jugás muy bien a la pelota, vas a tener que adelgazar… No vas a llegar al Real Madrid midiendo uno ochenta y pesando casi cien kilos”, le advirtió. Y, entonces, Víctor Alfajor Valmarrosa prometió lo que viviría prometiendo de ahí en más: “El lunes empiezo la dieta”.

Era realmente hábil, bastante para un centrocampista por la banda; digamos que era parecido a Lucho González pero con el doble de tamaño y un cuarto de su despliegue. No obstante, para la competencia en el campeonato de la Costa Atlántica se podía permitir esa falta de estado físico. Alfajor no solo era bueno para conseguir los mejores precios en golosinas; en la cancha, era de lo más elegante, pisaba la pelota y la llevaba atada como quería; nunca erraba un pase a un compañero y sus centros siempre iban bien dirigidos; incluso, tenía una buena regularidad metiendo goles, siempre en los primeros tiempos, cuando todavía tenía aire para llegar al área a definir.

La vida lo puso entre la espada y la pared a los diecinueve años, cuando consiguió el dinero y un contacto para irse a probar a Platense: la condición era que perdiera quince kilos, y tenía dos meses para hacerlo. Y lo consiguió; bueno, casi, porque bajó doce. De todas formas, para Víctor Alfajor Valmarrosa era demasiado: era la primera vez, en toda su vida, que tenía apenas dos o tres kilos de más; se sentía ágil como nunca, capaz de todo, y se prometió nunca más engordar. Su papá, al despedirlo en la terminal de San Clemente, junto a los perros que siempre andan por ahí, lloró y le dijo: “Lo hiciste, te pusiste en forma, ahora sí vas a llegar al Real Madrid. Te quiero mucho, estoy muy orgulloso de vos”.

Pero el destino, que nunca derrama una lágrima, tenía un revés para nuestro héroe: la pelota, en la prueba, le llegó pocas veces y cuando le tocó intervenir las cosas no le salieron bien. Por la noche no consiguió dormir y demoró el llamado a su padre lo más que pudo; al menos, había conseguido otra oportunidad, aunque en este caso en Villa Dálmine.

De algo sirvió aquella prueba fallida en Platense: ahí conoció a Luciano Perro Machado, su histórico representante, que vio en él lo que el director técnico calamar no advirtió y lo llevó al club más querido por el inolvidable Juan Carlos Calabró. Alfajor llegó a la institución en el 73´ y, dos años después, llegó a ser suplente en el equipo que consiguió el ascenso a Primera B, el famoso Dálmine al que se llamó “el Holanda de la C”.

Tanto se encariñó Víctor Alfajor Valmarrosa con el club que su pasión por “el Violeta” le terminó jugando la peor pasada de su vida: en 1981, cuando ya llevaba varios años consolidado como el ocho de Villa Dálmine, no soportó el partido maldito contra El Porvenir, en la cancha de Atlanta, por la definición del segundo descenso a Primera C. Ese encuentro en el que su equipo empató cero a cero y, después, perdió por penales. Ese día, el peor que recordaría hasta hoy y el día del final, en el que falló el penal decisivo.

Alfajor tuvo la peor recaída y nunca más se recuperó; comió como antes, como siempre; ya no iba de sombrilla y sombrilla, sino de kiosco en kiosco, de panadería en panadería. Otra vez, llegó a acariciar los cien kilos y, por primera vez, el mundo del fútbol entendió por qué Víctor Valmarrosa llegó de San Clemente con tal apodo.

Con dolor, el presidente de Dálmine lo despidió. Y, de ahí en más, paseó su cara rechoncha, sus problemas para respirar y sus patas de chancho por Yupanqui, Claypole, Cañuelas, Atlas, Liniers y Victoriano Arenas. Una vez, un amigo que fue a Montevideo le regaló un tarro de dulce de leche Conaprole; de inmediato, supo que tenía que ir a vivir a Uruguay. Ya tenía treinta y tres años pero, a pesar de su físico impresentable, el talento estaba intacto para continuar jugando. Así, consiguió su sueño y en el país de Enzo Francescoli puso a prueba la resistencia de las camisetas de Boston River, Torque, Villa Teresa, Huracán y Canadian.

Para el anecdotario, quedarán por siempre la vez en la que metió un gol en Claypole y lo celebró comiéndose cuatro turrones juntos, lo que le valió no solo la amarilla sino el cambio inmediato del entrenador; la ocasión en la que el parte médico de Torque informó que no podía jugar por “un empacho severo, ocasionado por tortas fritas y dulce de leche”; la oportunidad en que, en Cañuelas, lo echaron por encontrarle veinticinco bombones en un cajón de su habitación donde concentraba el equipo; la vez que, en Canadian, se tiró a trabar y no solo rompió su pantaloncito por completo sino que además no pudo levantarse y tuvieron que ayudarlo dos rivales y un juez de línea; la noche que festejó un gol en Atlas mostrando una remera abajo con una imagen de medio kilo de masas secas. Y, sobre todas las anécdotas, la tarde de su retiro, en la que cumplió su promesa de comerse un lemon pie en el medio del partido, acompañándolo de un café con leche; había que ver la cara del utilero, alcanzándole con orgullo el plato y la taza, y había que ver la resignación y reprobación del resto de los presentes pero que se terminaron convirtiendo en aplausos, considerando que era su despedida.

Actualmente, Víctor Alfajor Valmarrosa vive la tercera edad en plena actividad con el fútbol: por un lado, es el director técnico del equipo de San Clemente y, además, trabaja como panelista en un programa deportivo de una radio de la Costa. Los jugadores de su equipo lo respetan y lo aprecian, tanto por su idea del juego, de siempre ir a buscar la victoria, como por las tortas que hace y con las que premia al plantel los lunes por las victorias de los fines de semana. Aún hoy, en época veraniega y a la hora del mate, recorre las sombrillas y se para a saludar a cada uno que lo reconoce; por supuesto, no tanto por su gusto por las relaciones sociales sino por su histórica expectativa de recibir un churro (si es bañado en chocolate y relleno de dulce de leche, mucho mejor), una galletita, un choclo con mayonesa, un pirulín o un palito bombón helado.