martes 16 de abril del 2024

Que haya fútbol debajo de la cáscara

Como viene pasando últimamente, los Superclásicos se recuerdan por situaciones particulares o cargadas y no precisamente por haber sido grandes partidos.

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Cada River-Boca desnuda al fútbol argentino en su más elocuente muestra de desmesura. A la previa me refiero. El partido en sí, a veces –pocas– se la rebusca para tener vida propia y el post suele quedar atado inevitablemente a noventa minutos que, demasiado frecuentemente, no dejan mucho más que una chicana, un gaste o el reclamo por un córner que no fue.

Hasta las pocas cosas buenas que pasaron durante el juego se exponen al ostracismo de la nebulosa. El caño de Riquelme a Yepes es uno de los sellos del clásico. Pocos recordamos en qué partido fue que a Román se le ocurrió convertir al fútbol en arte. ¿Fue por la Libertadores o por el campeonato local? ¿Cómo terminó el partido? ¿Fue el partido del Topo Gigio? Peor aún. ¿Cómo fue el resto del partido? ¿Valió la pena o la inmortalidad se la ganaron esos tres segundos en los que un futbolista resumió con la pelota la genialidad de Hendrix y Da Vinci? Tal vez sea más fácil ponerle entorno e información al clásico de la Vaselina de Rojas. Y hasta por ahí nomás.

En general, al clásico se lo sintetiza por episodios aislados. Casi siempre influyentes. Pero evidencian que el resto de lo que vimos nos obliga a reducir el concepto a un momento específico. Hay muchos clásicos con subtítulo del estilo del “penal de Delem”, “la pelota naranja del Beto Alonso”, “el nucazo de Guerra”, “la gallinita de Tevez” o “el taco del Pipita”. Todos los que terminan con un ganador –y hasta algún que otro empate– que dejan en nosotros la huella del goce del hincha. Nadie se olvida del primer clásico que vio ganar a su equipo. Ni de los que lo vio perder. Pero muy pocos se recuerdan por haber sido grandes partidos. Tengo dos en mi radar. Pero debo viajar más de cuarenta años en la memoria. El famoso 5 a 4 del gol sobre la hora del Puma Morete. Imagínense un 2 a 0 de entrada para River, un 4 a 2 para Boca a los diez del segundo tiempo y el 5 a 4 final que se dio sin dejar tiempo para sacar del medio. Si algo así sucediera esta tarde, se entregaría por decreto al ganador el Trofeo Banco Central Recuperado y al día siguiente empezaría otro torneo de cero.

Otro, parcial por cierto, fue uno de los más increíbles debuts que registra la historia de este deporte. Boca 5-River 2 de febrero de 1974, con cuatro goles de García Cambón que estrenaba la azul y oro cinco años después de haber sido campeón del Metropolitano con Chacarita.

No tuve la fortuna de estar en la cancha ninguna de esas veces. Es más, mi debut clásico fue en noviembre de ese mismo año. Empataron 1 a 1 con goles de Mastrángelo y Potente. En el Monumental y fue el clásico oficial número 100, según crónicas de la época que hoy serían desmentidos por historiadores de diversas –y dudosa– especie.

Lo que quiero decir es que, al menos desde mi registro, lo que se vive en ciertos clásicos ocupa un espacio indeleble en el recuerdo. Me sucede con mi primer clásico rosarino –mi viejo puede dar fe de que fue el de la Palomita de Poy, en el Monumental– o mi primer clásico de Avellaneda, también de 1974, en días en los que Bochini solo le traía a Racing más pesadillas que Blanquiceleste SA.

Entonces, no es ni fragilidad de memoria ni exigencia extrema que no encontremos demasiado más que anécdotas a la hora de repasar aquellos partidos.

Del 1 a 0 del 85 quedan tanto el golazo de Montenegro como la patada de Passucci a Ruggeri. Alguna vez, un bobo con carnet de socio dijo en una encuesta televisiva “empatamos 2 a 2. Perdimos 2 a 0 pero les matamos dos hinchas”, en alusión a un clásico magistralmente ganado en La Boca por el Burrito y sus socios, y que terminó con José Barrita y su pandilla presos, en algún caso, hasta la muerte.

Ojalá los muchachos de Gallardo y de Arruabarrena sean capaces de regalarnos algo más que eso.

Si pensamos ambos equipos por separado, no habría motivo para ser tan escéptico. River está intentando honrar de modo singular la estirpe de los mejores equipos de su historia, y Boca está intentando salir de la noche tormentosa en que lo sumió la salida de siesta de Bianchi con un fútbol que, lejos de ser excelso, tiene la aspiración de dar un trato decente al balón, presionar al rival en terreno propio y, sobre todo, que el camino al resultado favorable cuente como aliado el encomiable esfuerzo de que los de la misma camiseta se pasen la pelota.

Dentro de este escenario, no digo nada nuevo aclarando que a River le está yendo mucho mejor que a Boca. Tanto como la historia de los clásicos impide registrar un solo caso en el que las previsiones se hayan aproximado siquiera un poquito a la realidad.

Entonces, volvemos al principio. La real desmesura de este acontecimiento único es el de las previas. Antecedentes, paternidades, declaraciones imprudentes de indeseables de nuestra vida diaria y tapas de diario que creen marcar agenda y que, afortunadamente, no encienden ni el fuego del primer bollito para el asado dominguero. De una manera u otra, casi todos los que trabajamos hablando o escribiendo de fútbol en los medios caemos en la trampa de esas previas. Desconozco las razones por las cuales, en la semana del clásico, la sola presencia de un móvil cerca de la Bombonera o en la esquina de Figueroa Alcorta y Udaondo nos idiotiza como si la mismísima Jennifer Lawrence, harta de los hits de Coldplay, nos trajera el desayuno a la cama vestida sólo con dos gotas de Chanel 5. Es más, ni siquiera creo que sea motivo de objeción semejante tara. Está demostrado que, a la hora de ver y escuchar, tenemos muchos peores. Diales y grillas pueden dar fe de nuestra fidelidad a la hora de darle nuestro rating y nuestro tiempo a cualquier cosa. No por eso deja de ser extraño el encantamiento que produce el aperitivo de este tipo de confrontación.

Afortunadamente, la enorme mayoría de los protagonistas dejaron vacío de contenido el frasquito del escándalo o la provocación. ¿La tapa de Teo Gutiérrez? Una menudencia para un fútbol infectado de violentos extorsionadores llamados barras bravas. ¿La insinuación de que River no llena la cancha? Qué decirles. El fútbol argentino jamás llena una cancha y no justamente porque no haya hinchas con ganas de ir, sino porque los mismos dirigentes que se divierten con giladas no mueven un dedo para que los clubes echen de su órbita a los que cuestan millones y, por presuntas cuestiones de seguridad, reducen las capacidades de los estadios con los patéticos pulmones.

Por lo demás, dirigentes, jugadores y técnicos han reducido a la nada cualquier posibilidad de dramatizar en exceso. Por ahí algún ex futbolista. Los menos. Tal vez necesitados de aire y sólo convocados por una participación clásica más cercana al infortunio o a la torpeza que al talento.

Sólo falta el partido. Apenas. La buena voluntad que la mayoría de los protagonistas tuvo hasta aquí merece que, además, se los recuerde por haber sido responsables de un buen espectáculo.

Quedará para otro tiempo preguntarnos si nos hemos resignado a los clásicos sin visitantes. Si realmente creemos necesario que un club pague más de un millón de pesos para –¿quién sabe?– garantizar la seguridad de la enorme mayoría de su público. Si el sometimiento a la mierda es algo que nos empieza a definir como sociedad.

Si, finalmente, los sensatos y de buena voluntad merecen ser considerados tan sensatos y tan de buena voluntad en tanto sigan aceptando entre resignados y sonrientes la vulgaridad, la insolencia y la impunidad de los que desentonan. Siempre.

(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.

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