jueves 28 de marzo del 2024

Barreda al arco, una copa huérfana y el país mágico

Tratar a Orion como si fuera un villano por lesionar a Bueno fue excesivo. Por otro lado, River ganó un extraño título internacional y Argentina, un amistoso de poco valor.

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“El que es condenado a una pena no es ya el que cometió la acción. Es siempre el chivo expiatorio.” Friedrich Nietzsche (1844-1900); de “Aurora” (1881), aforismo 252.

Tan apasionante es el guión de este torneo argentino con multitud de extras y actores de reparto que, después del aluvión de partidos, el tema excluyente de la semana fue el choque en el que resultó fracturado Carlos Bueno, delantero de San Martín de San Juan, y sobre todo si Orion, como diría un abogado del programa de Mauro Viale, “fue consciente o no de la criminalidad del hecho”.

No exageremos, muchachos.

Puede que el arquero de Boca no sea el personaje más simpático, pero de allí a tratarlo como si fuese Barreda hay un trecho largo. Fue violento, imprudente y merece ser sancionado. Suficiente. La polémica sobre si hubo o no intención de causar daño es estéril, innecesaria, cruel para los dos.

El tema de la culpa, tan nuestro, tan judeocristiano, tapó otro episodio no menos grave, también protagonizado por Orion: la piedra que cayó a escasos centímetros de su rotunda anatomía. Por animaladas como ésa ya es habitual que se juegue con cámaras y tribunas vacías. Sin la gente. Un exotismo que resulta, a la vez, desagradable y revelador, sobre todo en estos tiempos políticos.

El silencio los desnuda. Oímos sus zancadas mientras corren de izquierda a derecha y viceversa, gritan sin que nadie escuche a nadie, pegan de atrás, meten la mano y niegan, acusan al rival de lo que nunca hizo, se muestran para que alguien les compre el pase, traban, amagan, van y vuelven, fingen, se matan por sumar un punto más. Impresionan.

Hay cierto hastío, demasiados partidos. Uno ya no sabe quién es quién o qué es qué cosa. Por ejemplo, esa curiosa Copa Euroamericana –huerfanita aún no reconocida por la FIFA– que River, campeón de la Sudamericana, le ganó al Sevilla, dueño y señor de la Europa League. Bonito trofeo, disputado a las apuradas, sin el menor entusiasmo y con equipos de emergencia. En fin; para la vitrina sirve.

¿De qué hablar, entonces? ¿De Argentina-El Salvador? Difícil emocionarse con un nuevo show para facturar, mostrar a Messi en Washington, dejar que Tevez se haga amigo y que Martino experimente para hacer suyo lo que antes fue de Sabella.

El rival no es medida. Pero tiene historia y su propio fuoriclasse, un Maradona salvadoreño: Jorge “el Mágico” González, delantero hábil, veloz y amante de la juerga que fue ídolo en el Cádiz de los años 80. En 1990, su última temporada europea, lo dirigió el Bambino Veira, ex colega de malos hábitos, que trató de ordenarle algo la vida, con escasísimo éxito.

El técnico del equipo, 87º en el ranking FIFA, es Albert Roca, un catalán que durante diez años, de 2003 hasta 2013, fue ayudante de Rijkaard en el Barça, Galatasaray y la selección de Arabia Saudita. Esta es su primera experiencia en solitario. Su objetivo es Rusia 2018. Si llega, será hazaña.

El Salvador jugó dos Mundiales. El primero, en México 1970, luego de una tensa eliminatoria contra Honduras y un conflicto bélico entre ambos países que estalló a los pocos días, el 14 de julio de 1969. Cien horas de feroces enfrentamientos, más de 2 mil muertos y 12 mil heridos, que aún se recuerda como “la guerra del fútbol”. Falso. Honduras había decidido expulsar de su territorio a miles de jornaleros y campesinos salvadoreños, cuyas parcelas habían sido expropiadas, y eso disparó la crisis. Aunque esos partidos mucho no ayudaron, claro. ¿Cómo les fue en México? Mal. Perdieron con los locales, Bélgica y la URSS, sin convertir ni un gol.

El otro fue España 1982. Clasificaron de la mano del Mágico, en medio de una despiadada guerra civil entre el ejército y la guerrilla del FMLN. Indignado por la represión salvaje, la miseria y el hambre de su gente, monseñor Oscar Romero, arzobispo de San Salvador, un conservador que en su momento se opuso a las reformas del Concilio Vaticano II, decidió enfrentar al régimen sin eufemismos, con dureza. Lo asesinaron el 24 de marzo de 1980 mientras daba misa, de un balazo en el corazón.

Días después de su muerte, justo antes de la Semana Santa, llegué a San Salvador bastante más preocupado por los francotiradores que, se sabía, tenían orden de tirar contra los fieles de “la iglesia comunista” que por saber cómo jugaba el tal Mágico.

Por seguridad, la procesión del Viernes Santo se hizo dentro de la catedral, girando alrededor de la nave, cargando el Cristo crucificado durante horas. Recuerdo a un curita tan joven como yo, que todavía no tenía 25, que le hablaba a la gente con pasión. No podía creer lo que les decía. “Teología de la Liberación, ¿no?”, le pregunté, comparándolo con el tenebroso discurso de monseñor Plaza y otros iguales o peores que él. “Doctrina social de la Iglesia, pura y dura”, contestó, sonrisa mansa. El contraste era brutal, y aun así se trataba de la misma Iglesia. “¡Qué increíbles estos tipos!”, casi que le grité, admirado y perplejo, a Mario Fiordelisi, amigo y fotógrafo.

Más de diez años de sangre y luto se ensañaron con aquel pueblo, hasta que llegó la paz, si tal cosa es posible. Pero eso fue mucho después. En 1982, el Mágico y los suyos debutaban en Elche y contra Hungría, un rival del que nada sabían. Se notó. Tuvieron una buena –gol de Zapata, el único mundialista– y diez malas. El 10-1 en contra fue la peor goleada de la historia. Después, mejoraron. Ajustado 0-1 frente a Bélgica y digno 0-2 con la Argentina campeona de Menotti. El Mágico no volvió. Se quedó en Cádiz y fue leyenda andaluza, noche y día.

A ese pequeño país acostumbrado a sufrir, el del mártir Romero, las guerras civiles y el incorregible Mágico, enfrentamos ayer, con nuestro equipo de superestrellas.

¿Qué más podría decir? Nada. Magia tendría que haber hecho yo como para entusiasmarme con ese amable match en casa de Obama, en lugar de usarlo como excusa y recordar aquellas viejas, entrañables historias.

(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.