jueves 28 de marzo del 2024

La huella más importante que deja el básquet

Por Gonzalo Bonadeo | Con la clasificación a los Juegos de Río, esta generación de deportistas va a cumplir 15 años de gloria. La celeste y blanca es inegociable.

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Estamos en el medio de un fin de semana atravesado por la pasión de los clásicos futboleros. Una pasión de la cual, como sucede con todas las pasiones, ningún futbolero de ley reniega. Así es en la Argentina y en el resto del planeta. Sin embargo, pareciera ser que sólo en la Argentina esa pasión  es incompatible con la reflexión.

Deportivamente hablando, es irreflexivo que se haya sumado una fecha más al torneo de 29 original. Al argumento de que habiendo sumado esta instancia de revanchas se compensa la condición de local de cada equipo, yo le contrapongo el despropósito que significa que sólo River juegue dos veces en el torneo contra Boca. O viceversa. Lo mismo corre para Racing con Independiente, Estudiantes con Gimnasia o Central con Newell’s. Más aún, sólo un equipo –ese clásico rival– habrá enfrentado dos veces en el campeonato al finalmente ganador del título. Probablemente, ir a cancha ajena no sería tan grave si, en algún momento, se exterminara a los barras bravas, y a los buenos hinchas se les devolviese la condición de visitantes que les han secuestrado.

Entonces, al análisis le sigue la irreflexión organizativa. Y política. Se dice que éste es un fin de semana de prueba para esa movida proselitista que es elegir un partido en la provincia de Buenos Aires –antes de las elecciones de octubre, claro– al cual podrán asistir hinchas de ambos equipos. De por sí es una vergüenza que los dirigentes de nuestro fútbol se fumen en nombre de sus socios que sea un funcionario del nivel que fuere quien decida qué partido se juega de qué manera. Sólo falta que gobernadores e intendentes determinen el resultado del juego. Si es que eso no pasó ya alguna vez.

En todo caso, la realidad le responde brutalmente al relato: este fin de semana mismo se suspendió el partido de reserva como preliminar de Independiente y Racing “por motivos de seguridad”. Quien así lo decidió no es otro que el Aprevide, organismo dependiente de la gobernación de la provincia. La misma gente que dice querer probar con los visitantes, prohíbe que se juegue un preliminar… sólo con público local.

La irreflexión institucional no puede estar ausente: en la AFA, todo lo que se discute es cómo evitar que Tinelli se adueñe del trono de Grondona. O cómo lograr que Marcelo sí lo haga. En todo caso, no sólo estamos a pocas semanas de la eventual fecha de elecciones. Estamos a pocos meses de que comience la próxima temporada… ¡¡¡y nadie tiene la menor idea de cómo se va a jugar!!!

Continúa la irreflexión de quienes no quieren escuchar. Maxi Rodríguez dio una conferencia de prensa para decir una dolorosa obviedad: se superó todo límite en el momento en el que un par de delincuentes balearon la casa de su abuela, que ya había sido atacada en ocasión de otro clásico rosarino. El crack de Newell’s dijo algo así como que no se puede jugar en estas condiciones. Que nada tiene sentido. Y tiene razón. Dudo mucho de que alguno de sus colegas piense diferente. Sin embargo, en la Argentina pueden parar los bancos, los maestros, los trenes y los colectivos. Jamás el fútbol.

En este mismo espacio se escribió desde el dolor sobre el robo descarado que nos hacen a esa gran pasión mundial que es un River–Boca. Esta semana descubrimos que la previa del más universal de nuestros clásicos no puede girar alrededor de cómo ganarlo jugando mejor que el rival. Todo el debate giró alrededor de cuántas patadas hay que dar para ser más macho. Hace rato que el deporte –incluido el fútbol– dejó en claro que el más guapo es el que más intenta jugar. Y que el que cree que todo es pegar patadas y poner huevos necesita de la inestimable colaboración de la ley para sobrevivir. Como con los chorros de la política: con la Justicia de tu lado, cualquiera afana.

Por suerte, el calendario del Preolímpico de Básquet que acaba de terminar en México estableció que el partido más importante –la semifinal, clasificatoria para Río 2016– se jugaba el viernes. Es decir, anteanoche. Es decir, justo antes de que todos los medios se dediquen a impregnar el ambiente con imágenes y frases de un espectáculo curioso: nos morimos de ganas por ver partidos que, más que ganar, nos importa no perder. Algún día todos los clásicos terminarán cero a cero y nos preguntaremos qué carajo estamos haciendo con nuestro tiempo libre.

Afortunadamente, aunque la tentación de, por lo menos, escribir pestes de lo que se viene es irrefrenable, haber tenido la noche del viernes libre para la magia del deporte en estado real fue una auténtica bendición.

Con nuestra inevitable dinámica exitista –buena parte del público sólo le presta su atención al seleccionado de básquet a cambio de que ganen siempre–, no nos estamos dando debida cuenta de que esta fenomenal generación de deportistas va a cumplir quince años de gloria. Quince años regalándole al deporte argentino la más maravillosa historia de la que tenga registro.

Es difícil hacer base en los nombres. Y voy a evitarlo adrede. Es una buena forma de homenajear al todo y no a cada una de las partes. Además, sería ingrato con la enorme mayoría de los que comenzaron la historia a fines del siglo pasado, que ni siquiera siguen jugando profesionalmente a este deporte. No han sido todos iguales, pero todos han hecho un aporte insustituible. No todos figurarían en los registros informales de la Generación Dorada, pero sin cualquiera de ellos, esta historia hubiese sido distinta.

Cada uno de ellos sabe de gloria, de medallas, de títulos, de emociones, de gritos, de lágrimas, de orgullo. Cuando todo eso llega a la piel de un espectador al cual el término pick and roll le suena más a fast food que a deporte, algo único ha sucedido.

Sin embargo, por encima de todo, esta gente es sinónimo de compromiso.

Podemos hablar de compromiso con el seleccionado. Cuando vemos a gran parte del corazón de esta generación emocionarse por llegar a Río casi tanto como en aquellas noches inolvidables de ganarle a la NBA en 2002 y 2004, queda claro que para estos tipos la celeste y blanca es asunto no negociable. Eso corre para los que estuvieron dentro de la cancha como para quien miró desde la primera fila detrás del banco.

Podemos hablar de compromiso con el grupo: es frecuente escucharlos hablar de que, para ellos, jugar un torneo como el que acaba de concluir representa, casi por encima del juego mismo, la emoción por volver a juntarse. Estos muchachos construyeron un recorrido mágico: en poco tiempo, el básquetbol argentino pasó de sacarse fotos con los magos del Dream Team a ser admirados y temidos por todos los rivales del planeta. Incluido los Negros Bastante Altos, de la NBA versión Fontanarrosa.

Podemos hablar de compromiso con el futuro. Acaban de ser elocuentes las conclusiones de los próceres vivientes, que aseguran que la clasificación, el futuro y el Río 2016 son de los chicos. Aunque haberse asegurado la clasificación signifique quizá tener una vez más con la celeste y blanca al que considero el más grande deportista de nuestra historia. Desde antes de Londres 2012 se viene insistiendo con que la Generación Dorada es parte de un pasado maravilloso e irrepetible. Pero que nada de lo hecho por esa legión de fenómenos hubiera tenido sentido si el porvenir llegase vacío.

Pero por encima de todas las cosas, quiero hablar del compromiso con su deporte. Lejos de fijar líneas divisorias entre basquetbolistas y futbolistas, ellos suelen ser los primeros defensores de lo que representan nuestros cracks de las pelotas. Empezando por feroces defensas a Lionel Messi.

Sin embargo, en los hechos, ellos han dado un paso adelante en defensa del deporte que tanto les ha dado. Para ellos, la gloria deportiva es algo que forma parte de su historia. Ya nadie se la podrá quitar. Se trata, en algunos casos, de personas millonarias. Gloria y dinero. Con menos que eso, la mayoría se apoltrona y se escuda en que “de política no habla”. Cuestión cultural, diría Capitanich.

La huella más poderosa que estos monstruos han dejado es la de poner límite a la desintegración de su juego. Se plantaron firmes para exigir que se termine con la corrupción.

El pregón es claro: nada hubiera tenido sentido si ser parte del básquet argentino terminase siendo sinónimo de deshonra.

Imagínense ustedes el país que podríamos tener si los principales referentes actuasen en consecuencia.

Probablemente, estaríamos ante un inverosímil escenario de mea culpa. O de autoincriminación.

(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.