viernes 29 de marzo del 2024

El deporte no se debate

En el Macri-Scioli de hoy hay temas que no se tocan. Ya pasaron 32 años de democracia ininterrumpida sin que se insinúe la instalación de una política deportiva.

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El país se para cuando el seleccionado juega un partido en el Mundial de Fútbol, una medalla dorada en un juego olímpico da muchísimo más prestigio que ocupar un ministerio, una intendencia o una gobernación y los dos dirigentes que quedaron mano a mano en la disputa por la presidencia eligieron a Los Pumas como referentes para explicar la Argentina que queremos; lo hicieron el día de la primera vuelta y en la primera declaración pública que se les escuchó inmediatamente después de votar.

La mayoría de los deportistas argentinos que reciben algún tipo de apoyo a través del dinero público –nunca se olviden, el Enard es un organismo que administra el aporte que todos hacemos a través del uso de telefonía celular; no es plata de éste o aquél, sino de todos– saben que el manual de procedimientos establece que es de buen samaritano incluir como prioridad de su agenda la visita al funcionario que así lo requiera.

Saben, también, que deben llevar a los despachos la mejor de sus sonrisas. Una selfie para Facebook no se le niega a nadie. Alguno de esos deportistas sabe también –lo sufrió en carne propia– que sacarse una foto o tener una entrevista de cualquier índole con un referente de la oposición no es una variable. Cuando los políticos se sienten dueños de algo, el libre albedrío desaparece como opción.

Por lo general, la amenaza de quitarles alguna beca o restringirles los viajes al exterior para prepararse o competir logran fácilmente el efecto persuasivo.

Esta es la lógica de aquella vieja y entrañable novela de Agustín Cuzzani, 'El centroforward murió al amanecer'. En ella, un señor con mucho dinero compraba a los mejores exponentes de los rubros que se le ocurriese. La mejor bailarina clásica, el mejor pianista, el pintor de cuadros más destacado… y el número nueve de su equipo favorito.

Más temprano que tarde, todos descubren que su destino es bailar, tocar, pintar o hacer goles sólo para su patrón. Ya no en escenarios o estadios, sino dentro de la mansión del magnate. Es decir, se adueñan no sólo del talento y de la voluntad, sino que, a partir de haberlos adquirido, todos ellos dejan de ser genios de consumo popular para ser sólo suyos.

Por exagerada que sea la figura, no deja de tener cierta similitud con lo que a muchos atletas les sucede con representantes de todos los niveles de la política.

Alguno de ustedes recordará cuando, en la despedida formal de la delegación argentina para los Juegos Olímpicos de Londres, la Presidenta preguntó a viva voz dónde estaba Braian, por Toledo, el formidable lanzador de jabalina de Marcos Paz. Era el favorito del momento. Y su ausencia provocó hasta la indignación de un adjunto de segunda línea que no comprendía cómo era que Braian estaba disputando el campeonato mundial juvenil de atletismo en lugar de posar al lado de la jefa de Estado.

Sin embargo, esta escena, con matices, se esparce por distintos ámbitos de esta relación demasiado ingrata entre poderosos y deportistas.

En todo caso, a diferencia de aquel magnate egoísta, los que les piden todo a nuestros muchachos y muchachas son señoras y señores cuyo único mérito es el de repartir algo del dinero del pueblo entre a-tletas. Descreo que por el sólo hecho de pagar por algo uno deba considerarse dueño eterno. Mucho menos si hablamos de seres humanos. Pero, al menos, el malo de la novela no usaba el dinero de todos para darse los gustos.

Hay infinidad de episodios que grafican el nivel de atracción que genera en los políticos –y en gran parte de aquellos irresponsables de la triste alternancia entre democracia y golpes de Estado– la figura de los deportistas.

Creo que son varias las aristas que les fascinan. Por un lado, que se hagan conocidos a través de lo que hacen y no a través de lo que dicen o lo que pagan para que la prensa los haga ver mejor de lo que son. Por el otro, porque el dinero que obtienen –mucho o poco, no importa– está directamente relacionado con su capacidad y sus logros.

Hace muchos años, el querido Carlos Bonelli fue artífice de un encuentro entre Diego Maradona y Fito Páez. En aquella memorable entrevista realizada, si mal no recuerdo, para la revista La Maga, Diego dejó otra de sus sentencias célebres cuando dijo algo así como que “Fito y yo no tenemos el problema de ciertos políticos. Nosotros no necesitamos explicarle a la gente de dónde sacamos la guita. El la hace cantando y vendiendo discos y yo jugando a la pelota. La gente llena estadios y paga para vernos hacer lo nuestro”.

Para muchos de ustedes, atados a la sensibilidad de la coyuntura –el debate, la segunda vuelta y demás yerbas–, el ejemplo no tendrá a los intérpretes más afortunados. En lo personal, antes que enojarme con los vaivenes, las contradicciones y hasta las opiniones que me fastidian de genios como Diego y Fito, prefiero gastar energía en que quienes piden mi voto lo honren con capacidad y honradez. Admito no haber sido afortunado al respecto.

Una de las más añejas muestras que registro de lo que el deporte –especialmente el fútbol– implica para los políticos data de principios del siglo XIX.

En 1912, argentinos y brasileños jugaron un partido amistoso en honor del aniversario –90º– de la Independencia del Brasil. La versión que recogió Daniel Balmaceda en 'Historias inesperadas de la Historia Argentina', asegura que Julio Roca, ministro plenipotenciario del presidente Sáenz Peña y hombre de buena relación con el gobierno brasileño, ingresó en el vestuario argentino luego de un primer tiempo avasallante, ganado por 3 a 0 por nuestro seleccionado.

Que luego de felicitar a los muchachos –varios de ellos, miembros del mítico Alumni– se acercó a Jorge Brown, el capitán, y les pidió paternalmente y en nombre de la patria que, por favor, perdieran el partido.

Los argentinos ganaron finalmente 5 a 0 y si bien no cumplieron con el pedido de Roca, testigos del partido aseguran que les hicieron precio a los brasileños para evitar una goleada aun más deshonrosa.

Sirva la anécdota para graficar por qué esto de embelesarse con los deportistas, usarlos para movidas políticas y adueñarse de sus voluntades y de su tiempo es algo viejo como el tiempo. No eran sino los antiguos juegos olímpicos –es decir, deporte– los que se utilizaban para, durante al menos dos semanas, detener las guerras y las invasiones.

Entonces, sobran motivos para darle al deporte una influencia mucho mayor que la que se le minimiza desde cierta intelectualidad haragana. Puedo dar fe de cuánto mejor se piensa con más oxígeno en el cerebro. El sólo hecho de salir del estado sedentario activa la creatividad.

Sin embargo, seguimos pensando en el deporte como ese esparcimiento que nos llena el tiempo por la tele. En lugar de respetarlo y dimensionarlo en todos sus niveles como un recurso para mejorar a una sociedad, lo consideramos una excusa para juntarnos tres gordos a tomar cerveza y comer una picada.

En tiempos en los que vivimos recontra sobreinformados, en los que no dudamos en googlear el peor de los males si sentimos un dolor extraño en el cuerpo, no logro entender cómo es que no comprendemos que el deporte es de los mejores antídotos contra la degradación física y mental. Y si no fuese cierto que el deporte puede mejorar una sociedad, en el peor de los casos, sería como la homeopatía: probar nunca te haría daño.

Sin embargo, nos negamos a hacerlo. Nos llenamos hablando la boca del talento de nuestros cracks y creemos que los honramos porque armamos un fondo público para mejorarle un poco la vida y la carrera. Pero llevamos 32 años de democracia ininterrumpida sin que se haya escrito ni una sola línea que insinúe la instalación de una política deportiva.

No me vengan con subsidios, becas o esporádicos planes de desarrollo. Me refiero a política de verdad. De esas que necesitamos a rolete en la economía, la educación, la salud, la vivienda, los trenes, la ruta y la madre que nos parió.

El deporte necesita un ancla que impida que venga cualquier gil a hacer su negocio o imponer su criterio absoluto. Y ese ancla sólo se puede crear a través de políticas que, consistentes, consensuadas y sabias, perduren en el tiempo. Y sean indelebles a la vanidad, la impericia o el empeño del funcionario de turno.

Mientras tanto, el deporte no figura en la agenda del debate de esta noche. Pese a que, muy graciosamente y sin explicar demasiado en profundidad –no ayudaría demasiado– más de un analista político dice que los dos candidatos “vienen del deporte”.

No figura el deporte, como tantos otros temas, claro. No vayamos a creer que sea algo prioritario.

Simplemente, a la hora de la foto, quienes nos gobiernan nos hacen sentir que sí lo es y se pegan como chicle a esta gente musculosa a la que, cuando baja la espuma, se la ignora.

Y se la manda lejos con sus musculosas y sus sudores.

(*) Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil.