viernes 19 de abril del 2024

Decencia y ladrillos

No existe un deporte que se pueda desarrollar sin un lugar donde practicarlo como corresponde. Se necesita una fuerte inyección en infraestructura.

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Hace medio siglo, Dante Panzeri sentenció que al fútbol argentino le hacían falta “dirigentes, decencia y wines”. Aquella verdad de un pasado con reflejo de presente fue una de las miles que instaló aquel hombre tan necesario para el periodismo como para el deporte. Es probable que detrás de sus innumerables historias repletas de enemigos canallescos se esconda una de las tantas razones por las cuales, pese a sus elocuentes e incuestionables denuncias, hoy estemos sustancialmente peor que entonces.

Le pasa al fútbol, al cual siguen faltándole hombres dignos y punteros hábiles, veloces y conocedores del juego y encima le adosamos a los barras, esos dueños reales del asunto. Y le pasa al deporte argentino en general, al cual, con perdón del parafraseo, le hace falta dirigentes, decencia y ladrillos.

Existen dirigentes capaces; siempre los hubo; siempre en franca minoría. Hay nichos de decencia; sólo nichos, como desde siempre. Y hay ladrillos; algunos; entrañables; insuficientes.

Hace menos de dos meses que terminaron los Juegos Olímpicos de Río. Juegos castigados de prejuicio, infectado por augurios de cosas que jamás sucedieron. Hasta desde la Argentina llegaron advertencias sobre obras que no se harían a tiempo, quejas sobre problemas de logística que no hubo y hasta denuncias sobre la presunta inhabitabilidad de una villa olímpica en la que, finalmente, vivieron todos. Siempre, bueno es aclararlo, fueron reclamos de los de afuera. De periodistas, del entorno, de algún oficial. Jamás de un deportista.

El recuerdo fresco de aquellos juegos y la multitudinaria presencia argentina en los distintos escenarios universaliza la discusión: díganme cuál de todos los estadios cubiertos utilizados en Río tiene su correlato en nuestro país. Cuéntenme si saben de dos o tres estadios que estén en mejores condiciones que, por ejemplo, la Arena do Futuro, la sede del handball olímpico destinada a ser desmontada inmediatamente después de las competencias.

Para cualquier país que aspire a tener un deporte competitivo o con pretensiones de desarrollo, los estadios cubiertos son tanto un termómetro de ambiciones como una necesidad imperiosa.

En términos de infraestructura, lo único que le sobra a la Argentina son estadios de fútbol: dudo que exista en el mundo una ciudad en la que haya siete canchas con tribunas de distintas dimensiones como en el área que abarcan Boca, Huracán, Racing, Independiente, San Telmo, Arsenal y Dock Sud. Pocos días atrás, de regreso de la Copa Davis en Glasgow, tomé conciencia de que, sólo entre el Tomás A. Duco y el Libertadores de América no hay mucho más de sesenta cuadras.

Por lo demás, ningún deporte tiene lo que realmente se necesita para aspirar a un crecimiento sostenido. Y a disponer de un soporte fundamental para cualquier política deportiva que se quiera poner en práctica (seguimos a la espera).

No le pasa ni a la natación ni, muchísimo menos, al atletismo. No sucede con el básquet, ni con el vóleibol, ni con el handball. Ni siquiera le pasa al tenis, un deporte con más de cuarenta años de suceso, jugado en distintos niveles por millones de argentinos, con un desarrollo constante a nivel de alto rendimiento y que tiene apenas un puñado de canchas rigurosamente privadas donde jugar bajo techo. A esta altura de la vida, es indecoroso que un entrenamiento dependa de que no llueva.

Existe cierto olor a desidia al respecto. A veces pareciera que la falta de infraestructura no es una torpeza, una imprevisión o una omisión imperdonable, sino un imponderable ante el cual no hacemos mucho más que encogernos de hombros. “Al fin y al cabo, no nos ha ido mal de esta manera”.

Es sintomático que ni siquiera haya tenido despliegue mediático las condiciones en las que la última administración entregó las instalaciones del Cenard siendo que 2015 no sólo fue la antesala del año olímpico, sino que venía de ser un año panamericano.

Que la pista de atletismo del único centro de presunto desarrollo de alto rendimiento del país haya sido refaccionada poco antes de Río habla claramente al respecto. O que un mes y medio antes de las competencias se haya podido cambiar la carpeta de la cancha de hockey.

Y que por esos mismos días se haya inaugurado el gimnasio donde se entrenaban Ginóbili y sus amigos. Más aún: ése fue el único espacio en el que se podía jugar reglamentariamente al vóleibol: los demás espacios jamás tuvieron la altura de techo reglamentaria.

Las historias se multiplican casi por tantos deportes están representados en nuestro Comité Olímpico.

El handball llegó a tener turnos de entrenamiento casi de madrugada: después debían dejar las instalaciones para otros equipos. Y no había más gimnasios a disposición.

El waterpolo, que no por no haber tenido representación olímpica deja de merecer el respeto de tener un seleccionado que juega panamericanos o mundiales, debe hacer malabares para conseguir durante un par de horas la mitad de la pileta del complejo Jeanette  Campbell.

No quiero que la profundidad del problema se diluya con el tedio de la infinidad de ejemplos que se podrían agregar.

Eso sí. Es necesario que, en algún momento, tomemos conciencia de que no existe un deporte que se pueda desarrollar si no tenés dónde practicarlo como corresponde. A propósito, en las últimas semanas se difundió un video en el cual, gracias a la iniciativa de un sector de nuestros remeros y con la sabia excusa de invitar a limpiar el Río Reconquista, se nos explica en qué condiciones se rema. Y en qué condiciones se vive. Lo que es infinitamente más grave.

No consigo decodificar la lógica de los dirigentes que, conocedores de esta realidad muchísimo más que quien escribe, no ponen, al menos, el conflicto en la superficie. ¿Es posible que no se les mueva ni un pelo viendo que un atleta olímpico se entrena en una plaza pública, lanzando sin protección y transportando los elementos que necesita en un changuito de supermercado? Por si llegasen a necesitarlo, el video al respecto ya salió al aire semanas antes de Río.

No sólo la Argentina (Buenos Aires, en realidad) será en dos años sede de los Juegos Olímpicos de la Juventud, sino que, en los últimos días, se confirmó la intención de organizar los mundiales de rugby y de básquet de 2023. El sólo hecho de conocer las ideas y los antecedentes de Agustín Pichot y de las autoridades que han adecentado el bochorno de la Confederación Argentina de Básquetbol basta, no sólo para ser prudente, sino para confiar en que tendrán la sensatez y viabilidad del emprendimiento bajo control.

Sin embargo, no puedo dejar de pensar que debemos imperiosamente salir de la lógica de esperar a que nos garanticen la organización de grandes acontecimientos para, entonces, ponernos a tiro, sino invertir la ecuación y tener la casa en orden para, luego, merecer aquello que tanto deseamos hacer.

Da toda la impresión de que, a través de la ley del Enard, que los deportistas argentinos puedan desarrollar sus planes de preparación de acuerdo con lo que merecen su jerarquía o sus antecedentes, es un asunto que ya no tiene retorno. Seguramente con cosas importantes por reformular, como el sistema de otorgamiento de becas. Pero buena parte de ese mérito y de ese esfuerzo perderá efecto de continuidad si no se lo acompaña con una inyección poderosa en lo que a infraestructura se refiere.

Entre otras cosas, para que los argentinos no tengamos un solo Cenard, deficiente y en Buenos Aires.

Mientras éste siga siendo el panorama, no sólo nos faltarán ladrillos. También una imprescindible dosis de federalismo.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil.