sábado 20 de abril del 2024

El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Cappa

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“Sin embargo, cuando vi esa imagen espeluznante en el espejo, experimenté un sentido de alegría, de alivio, no de repugnancia. También aquél era yo”. De ‘El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde’ (1886); Robert Louis Stevenson (1850-1894).

A Borges se lo solía definir como un “anarquista stevensoniano” por aquel apasionado escritor escocés de frágil salud que bebía a lo bestia mientras creaba obras maestras como ese célebre texto sobre Henry Jekill, el diabólico Hyde y la dualidad del alma humana. Parece que en esos días, la frondosa imaginación de Robert Louis voló aún más alto gracias a un tratamiento médico para su fiebre a base de hongo cornezuelo, el mismo que años más tarde utilizara un tal doctor Hofmann para crear el LSD, un alucinógeno que fue icono de los años sesenta. ¡Wow!

En pocos días, ensimismado, escribió y reescribió la historia un millón de veces. “Estaba como poseído”, contaba Lloyd Osbourne, su hijastro. Ocho años más tarde Stevenson volvió a sufrir en carne propia la angustia de sentirse otro. Destapaba una botella de vino en la cocina de su casa cuando, de pronto, se desplomó. Apenas alcanzó a gritar: “¡mi cara: mi cara está cambiando!”. Fue un ataque cerebral fulminante. Seis horas después, estaba muerto.

Es así: suelo asociar con los libros a Ángel Cappa, un hombre sereno, buen lector, de tono afable y un tempo de épocas pasadas. Siempre me cayó simpático. Por su manía de adherir a las causas perdidas, su prédica en el desierto, la convicción, su tozudez frente a lo imposible. Más de una vez intenté defenderlo frente a mi buen amigo Omar Santirrosi, contador de profesión y fanático académico con programa propio, que cree que es sólo un vendehúmo, un chanta que fue capaz de trabajar sin problema ni contradicción para Blanquiceleste, la odiada empresa que vació y fundió a Racing. Ni olvido ni perdón.

Hasta la irrupción de su sorprendente y fugaz Huracán era más conocido por su papel de ayudante y panegírico de pesos pesados como Menotti o Valdano, que por su dilatada y algo gris carrera como entrenador. El campeonato perdido, Brazenas y su contrato con River lo cambiaron todo. También a él.

Cappa se avergüenza de sí mismo y lo bien que hace. Verlo en la cancha ensimismado en su interminable solo de furiosos insultos ante el menor inconveniente resulta, además de patético, incómodo para quienes vimos en él una esperanza de racionalidad en un ámbito viscoso, ruin, lleno de trampas, pícaros y descerebrados. “Odio perder”, confesó sin anestesia, y uno entiende menos, todavía. Ay.

¿Cómo reivindicar, entonces, la estética del juego, el compromiso con la historia, las buenas artes y el respeto por el otro, si ante el primer fallo dudoso la violenta ley del energúmeno aniquila cualquier teoría? ¿Cómo atacar la tecnocracia resultadista con un umbral de frustración tan insignificante? ¿Qué es sino impotencia su irónica descalificación del buen trabajo de Falcioni? ¿Qué hay en esa autopista que va del dicho al hecho, colegas?

No es tan fácil despertar simpatía cuando se defiende la bandera del poderoso. Y River lo es, claro, pese a su promedio. ¿Será esa particular circunstancia, quizá, la que provoca en Cappa semejante excitación psicomotriz? ¿Justo ahora le sucede, cuando puede reivindicar su idea y convertirla en victoriosa? ¡Oh, trampa cruel del inconsciente... Como bien dice Miralles, protagonista de Soldados de Salamina, el film de Trueba: “Lo malo de las guerras es que casi nadie sabe ganarlas con dignidad”. Nada más cierto, muchachos.

Borghi, el boicoteador de Borghi, es otro caso. Genial como pocos, su carrera como futbolista quedó anclada en una aceptable medianía por culpa de cierta indolencia, la falta de deseo o un cansancio prematuro que lo distrajo hasta perder su brillo. Nada mejor para un melancólico que vivir como extranjero. Allí, en Chile, alcanzó su punto más alto. Repitió en La Paternal, su casa, después de un frustrante paso por Independiente. Nada mejor para un incomprendido que volver a las fuentes luego de la derrota. Sana.

El paso por Boca, las infinitas dudas y el repugnante tono perdonavidas que utiliza un ambiente que ni idea tiene de cómo tratar a un tipo transparente y sano, es una historia diferente. De diván. Tiene que ver con los prejuicios. Ningún país históricamente caudillista –y este es uno de ellos– tolera a un conductor “blando”. Si como decía Aldo el cruel, la duda es la jactancia de los intelectuales, entonces Borghi “no es técnico para Boca”. Porque se angustia, habla de más, confía, explica, consulta. Chau. Es, eso sí, un candidato ideal para ejercer el viejo deporte nacional, compatriotas: destrozar primero e indultar después, cuando la posibilidad de cambio ha quedado prudentemente aniquilada.

Amo a Claudio Borghi y aún adhiero a la idea primitiva de Cappa. Es exactamente así y quiero decirlo ahora, cuando uno y otro permanecen. Lo escribo y lo firmo, entonces, antes de que sean arrojados por la ventana y reemplazados por algún adaptado feliz. Un confiable. Uno de esos cuerdos que nunca moverán un dedo para tirarle más margaritas a esos chanchos.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil

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