viernes 19 de abril del 2024

Verso a verso

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“O el pozo era de verdad profundo o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo como para mirar a su alrededor y preguntarse qué iba a suceder después”

De “Alicia en el País de las Maravillas” (1865); Lewis Carroll (1832-1898).

Ya sin Aguilar, el Schoklender de River que mutó de progre a villano y al que aún le reconocen su talento para “encantar serpientes”, en River sólo queda la escena del crimen, los destrozos, el inmenso dolor… y el serpentario. Allí están ellos, ofidios con cargo y aspirantes, con los colmillos afilados, retorciéndose, listos para morder algo, lo que puedan o les dejen.

El equipo bajó de categoría recién este año. No es el caso de su dirigencia e hinchada profesional, habituadas desde hace rato a la vida subterránea y al intercambio de especias por debajo de la mesa. Consumada la catástrofe futbolera, asomaron la cabeza en los medios para dar cátedra de cómo se juega a varios de nuestros deportes nacionales: 1) Patear al caído. 2) Echarle la culpa a otro. 3) Desarrollar una visión conspirativa de la vida que todo lo justifica. 4) Embarrar la cancha. 5) Hacer leña del árbol caído. 6) Intentar un golpe. 7) Romper todo.

Passarella no habló nada durante su mandato y ése fue un problema. Nunca comunicó bien y ahora, que aparece en todos lados, se hace evidente que lo suyo, obvio, no es la palabra. La pifió en lo que más se nota y, para colmo, los suyos tampoco se la hacen fácil. O le dicen que sí mientras fragotean a sus espaldas, o se anotan en todas como el secretario Bravo, acusado en 2005 por inventarle una cuenta suiza a Enrique Olivera y ahora por darle el OK a los apretadores que le exigieron a Pezzota otro invento: un penal. Wow. Un creativo, el tipo.

De todas maneras, frente al patético desfile de sus opositores, Passarella es Eisenhower.

Antes del Apocalipsis, cuenta la Biblia riverplatense, fue José María Aguilar. Aruba, Israel, Locarno, los triángulos suizos, divisa fuerte y buena prensa, siempre. Y en los años noventa Enzo, el Burrito, la lluvia de títulos, Davicce y Pintado, Ramón y las camionetas importadas que apostaban con Macri. Felicidad y uno a uno. Y Santilli en los ochenta; el equipo del Bambino que arrasó con todo, literalmente. Alonso, Ruggeri, Funes, Caniggia. El paraíso. Los unos y los otros, juntos, separados, quizá revueltos pero siempre allí, listos para mojar el pancito y huir. Ninguno se salva, muchachos.

“Passarella es soberbio y no se deja ayudar”, repite la oposición como un coro griego. Los Santilli, por ejemplo. Hugo, el presidente más ganador que en 1989 partió con su amigo Menem a buscar otros brillos, y Darío, su hijo, vocal titular y hermano de Diego, el cuadro político del PRO. Algo así repite Matías Patanian, empresario y también vocal, que en el programa de Fantino fantaseaba con la unidad mientras la producción, atenta, calculaba cuántas renuncias hacían falta para voltear al presidente. Patanian estuvo en la lista que, por cuatro miserables votos, dejó con las ganas a Rodolfo D’Onofrio, el hijo de Raúl, inteventor de la AFA en tiempos de Lanusse. Tienen la vena… así, todavía.

Allí mismo, balbuceante y al borde del llanto, fue exhibida la triste figura del Beto Alonso. Se nota que no se lo banca a Passarella, pobre. Quiso ser dirigente y nunca pudo. Ahora se deja usar. Deberían cuidarlo mejor. Como jugador, fue una gloria.

Antonio Caselli, un muchacho de tono educado, porte de buda y cara de curita bueno, es otro indignado. No llegó a presidente pero al menos logró cumplir una utopía personal: es embajador de la Soberana Orden Militar y Hospitalaria de San Juan de Jerusalem de Rodas y Malta, que existe desde 1098 pero no como un país real. Opa. No cualquiera.

Algo más real fue el escándalo que Esteban, su papá, también conocido como Cacho o “el obispo”, ex secretario de Culto, embajador de Menem en el Vaticano y actual senador de Berlusconi, protagonizó antes de las elecciones con Carlos Ávila, otro que quería el sillón. Las palabras “infiel”, “borracho”, “degenerado” y “coimero” salieron de la piadosa boca de don Caselli y el ex dueño de TyC no se quedó atrás. Lo llamó “valijero de políticos” entre otras indignidades. Eran reamigos y los separó, como a tantos, la política de River. Qué picardía.

Ay, Passarella… ¿Por qué no te dejás ayudar por toda esta gente tan importante? Parece que el indio de Chacabuco, duro como un cascote, desconfía. Desconfía de tanta ingeniería económica, de esas inyecciones de dinero fresco y de la súbita generosidad de representantes, intermediarios, ex jugadores y técnicos, desesperados por resignar dinero y subirse al barco, justo ahora. Todo esto le huele, snif, a cogobierno.

Passarella, que alguna vez dirigió a Uruguay, habrá oído por allí el término “bordaberrización”; un neologismo que remite a José María Bordaberry, el presidente títere del poder militar en los años setenta.

Mmm… Parece que el Gran Capitán, humillado por el descenso, con una épica por cumplir y sus errores a cuestas, prefiere morir con la suya a entregar el rosquete.

Yo no lo culparía por eso, compatriotas.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil

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