jueves 28 de marzo del 2024

Bianchi, la derrota y Fuenteovejuna

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“Forzoso es creer que ese acto ritual es lo suficientemente horrible como para lograr vencer la indignación de un hombre recto y sencillo y

para que un castigo que él consideraba cien veces merecido no tuviera finalmente otro efecto que provocarle náuseas.” Albert Camus (1919-1960); de su ensayo “Reflexiones  sobre la guillotina” (1957)

“A mí me interesan mucho las palabras, como muy bien puede haberse dado cuenta”, solía decir Borges. También a mí, después de tantos años trabajando con ellas. Será por eso que, más que la enésima derrota de Boca, su asombrosa impericia colectiva luego de un año y medio de trabajo con su técnico más exitoso, los infinitos retoques del plantel o la omnipresencia de Riquelme, lo que me llamó la atención fue… una frase. Algo que Bianchi deslizó como al pasar, luego del partido con Central.

Una metáfora aparentemente inofensiva que, sin embargo, dicha en público y en la delicada coyuntura que vive esta sociedad intolerante –que acepta con naturalidad que es imposible organizar un partido con dos hinchadas sin que se maten entre sí– bien podría competir con el célebre “¡Pisalo; vos pi-sa-lo!” con el que Bilardo, técnico del Sevilla en 1993, fulminó a su masajista, que había atendido de una hemorragia nasal a un jugador del Deportivo La Coruña luego de un choque con Maradona.

¿Qué dijo? Esto: “No es normal que nosotros le demos al adversario la chance de que siga vivo. Cuando uno lo tiene herido y no le da el golpe final, el rival sigue respirando. Y eso lo terminamos pagando”. Muy explícito, todo.

Algo así deben haber pensado –si pueden pensar– las bestias que lincharon ladronzuelos en diferentes puntos del país. ¿Sueno literal? ¿Muy susceptible? Es posible. Razones, sobran.

Describir un partido de fútbol como si se tratara de una guerra o un tema de vida o muerte puede ser metáfora en Munich o París. No aquí. Mucho menos cuando la tensión social convierte a pacíficos vecinos, hartos de ser robados, en impiadosos barrabravas. La palabra; el lenguaje, no es inocuo. Es síntoma y estímulo. Por algo, como cruel espejo del estrago cultural de la exclusión, el fútbol impuso como máxima descalificación hacia el rival la frase “Vos no existís”.

Poco antes de la guerra del 1914 –cuenta Albert Camus en Reflexiones sobre la guillotina, su ensayo contra la pena de muerte– un sangriento crimen estremeció a Argel, la capital de Argelia. Un peón había robado y acuchillado a toda una familia de agricultores y sus habitantes pensaban que degollarlo era lo menos que se merecía ese monstruo. Entre ellos, su padre; que indignado por la crueldad del asesino con los hijos pequeños del matrimonio, quiso ver su ejecución. Se levantó muy temprano y allí estuvo, al otro lado de la ciudad, junto a una multitud sedienta de justicia y venganza.

Nunca habló de lo que vivió aquella mañana. La madre de Camus lo vio entrar de golpe a la casa; pálido, desencajado. Se tiró en la cama y al rato vomitó. “Mi padre acababa de descubrir la realidad que se ocultaba bajo las fórmulas grandilocuentes con las que se la enmascaraba –escribe Camus–, y en lugar de recordar a los niños asesinados, no podía pensar en otra cosa que en ese cuerpo palpitante al que acababan de arrojar sobre una plancha para cortarle el cuello”.

Recordé ese texto de Camus mientras, perplejo, veía cómo unos vecinos del barrio Azcuénaga, en Rosario, linchaban a David Moreyra, un arrebatador que terminó en el hospital y murió después de dos días de agonía. El hecho desató una increíble sucesión de nuevas golpizas –una, en Palermo, convirtió en héroe por un día a Gerardo Romano–; y el fenómeno instaló, ay, el debate en la televisión.

Ver a ciertos políticos haciendo equilibrio para opinar sin perder votos, habla más de nosotros que el título de una columnista del diario ABC, de España: “Argentina replica a Fuenteovejuna”. Y, no. Nada tienen que ver estas turbas brutales y ciegas de rabia con lo que cuenta Lope de Vega en su inmortal obra: un pueblo que, en el siglo XV, se rebela en masa contra el abuso de poder y la injusticia. “¿Quién mató al comendador?/ Fuenteovejuna, señor”, responde cada uno frente al juez. Fuimos todos, no fue nadie.

Bastantes problemas tiene el pobre Bianchi con lo mal que juega su equipo como para que yo, encima, le endilgue intencionalidad a su frase. Sé que lo dijo como una figura. Pero insisto: las palabras nunca son inocentes, sobre todo en un tiempo en el que todos “somos hablados” por los medios. Hay que cuidar, y cuidarse. Y que el Estado se haga cargo; que esté presente junto a los cien veces robados, los que viven con miedo, los que perdieron todo y aún esperan, como los inundados de La Plata. Esta aberración de justicia por mano propia –algo que ninguna víctima directa o indirecta del Proceso intentó en un país que nació y creció entre sangre derramada– es peligrosa, irracional; intolerable.

Y me preocupa mucho más que la parálisis de Boca, el agrande de Ramón después de ganar en la Bombonera, la decadencia de Racing e Independiente, la licencia de Tinelli y el síndrome abandónico de San Lorenzo; el título que está ahí, para que se lo lleve cualquiera; el linchamiento mediático de los árbitros que se equivocan por diez centímetros –con Dios y la tecnología de nuestro lado–, los técnicos con la soga al cuello y los dirigentes que bailan en la cornisa aunque no le esquiven “el culo a la jeringa”, como afirma, ya sin pudores, Javier Cantero.

Mil disculpas muchachos; pero esta semana, en lugar de hablar del juego; de internas, rumores, off the records, corruptelas, los que se van o los que se quedan, elegí parar la pelota. Bajar al sótano. Echarle un vistazo a nuestro retrato de Dorian Gray y escribir sobre esta vieja historia de furias; el odio, la irreconciliable guerra entre los que quedaron de un lado y del otro.

(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.