sábado 20 de abril del 2024

Intachables en la calle Viamonte y en Balcarce 50

El autor, referente de la sociología de los fenómenos populares, hace una historia del vínculo de las autoridades del fútbol con el poder y la política.

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La sorpresa del escándalo FIFA es la falta de sorpresa. Después de todo, la única novedad es que se haya encontrado un resquicio jurídico para comenzar a sancionar, si todo llega a buen puerto, lo que ya se sabía desde hace décadas: la corrupción monumental de los organismos deportivos nacionales e internacionales.

1. Antigüedad: Pongamos apenas dos datos con cierto anacronismo: el primero, la organización del Mundial de 1978 en la Argentina, con la complicidad activa de João Havelange por la FIFA y el contraalmirante Lacoste por las huestes nacionales, para una corruptela descomunal –que hasta puede haber incluido los resultados deportivos–. El segundo, la elección de Salt Lake City como sede de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2002, que finalmente condujo a la salida de Juan Samaranch de la presidencia del COI –el Comité Olímpico Internacional–. Esos antecedentes tenían, además, bastante investigación periodística y académica. De 1992 y 1996 son los dos famosos libros del periodista escocés Andrew Jennings, Los Señores de los anillos y Los nuevos señores de los anillos, donde demostraba con largueza la corrupción liderada por Samaranch y sus adláteres en el COI –además de señalar las vinculaciones del catalán con la dictadura franquista–. De 1998 es el libro de dos sociólogos ingleses, John Sugden y Alan Tomlinson, FIFA and the Contest for World Football, donde analizaban los mecanismos de la FIFA de Havelange para instalar el fútbol como la mercancía más redituable de la industria cultural global: mecanismos que incluían, junto a la expansión global del fútbol y la alianza definitiva con los grandes capitales televisivos, la compra de todo lo que significara un obstáculo a ese crecimiento: por ejemplo, algunos votos o algunas conciencias.

Ya en 1997 se reunió en Dinamarca la primera conferencia Play the Game, luego organizada en 2004 como institución autónoma aunque financiada por el gobierno danés, que reúne bianualmente una convención dedicada sistemáticamente a denunciar la corrupción de las entidades deportivas (en 2005, el invitado de honor fue el argentino Mario Goijman, perseguido hasta la bancarrota personal por develar los manejos del mexicano Rubén Acosta en la Federación Internacional de Voleibol). Entre nosotros, el periodista Ezequiel Fernández Moores, asiduo participante de las conferencias Play the Game, tiene treinta años de trayectoria señalando la relación intrínseca entre instituciones deportivas y corrupción.

Esta relación comienza desde el momento mismo en que el deporte profesional se volvió mercancía mediática y los flujos de dinero comenzaron a multiplicarse geométricamente –por derechos, pero también por sponsoreo–: en el inicio no está el Génesis, sino la relación de Havelange con los herederos de Adi Dassler y sus productos deportivos. Cuando, a partir de 1990, el matrimonio entre deporte y televisión se volvió la empresa de mayor facturación de la industria cultural, el foco más notorio de corruptelas pasó a ser la adjudicación de sedes para los grandes megaeventos (las Copas del Mundo y los Juegos Olímpicos), aunque en otros campos florecieran también delicias como el doping, amo y señor del ciclismo. No hay, desde EE.UU. 1994 para acá, ninguna adjudicación de sede futbolística u olímpica en la que no haya enormes sospechas de compra de votos.

2. Jurisdicciones: lo que ha erizado las sospechas sobre el caso FIFA es, empero, la intervención de la Justicia norteamericana. Como la paranoia es hoy la explicación más sencilla y universal, están floreciendo teorías conspirativas de toda laya, que incluyen una suerte de neoimperialismo norteamericano a la captura del fútbol. Por supuesto que no podemos descartar nada: pero la explicación puede ser más sencilla y más compleja a la vez. La primera: los organismos deportivos fueron –son– estructurados por la impunidad más absoluta, lo que los transforma en más ambiciosos y a la vez más ineptos. La cúpula de la FIFA cayó porque, luego de los sucesivos escándalos de la adjudicación de las Copas de Corea-Japón, Alemania y Sudáfrica, Blatter creyó que nada podía suceder y dio el paso hacia Qatar 2022 que terminó siendo excesivo, demasiado revulsivo incluso para un fútbol corrupto de la cabeza a los pies. Del mismo modo, para la Conmebol, organizar una Copa América del Centenario, en 2016, en un país que la jugó en contadísimas oportunidades –es decir, los mismos EE.UU.– parece ser fatal, por angurrienta.

La segunda explicación es más rebuscada, pero muestra una de las razones del poder de los organismos deportivos internacionales. Y es una cuestión de jurisdicción. Sabido es que la FIFA condena tanto la intervención de los Estados nacionales sobre los organismos locales como el recurrir a la Justicia ordinaria local para asuntos de incumbencia futbolística. De allí procede la consabida amenaza –reiterada hace apenas dos semanas por la AFA frente a la patotera invocación de Sergio Berni a una intervención por parte del gobierno nacional– de la desafiliación y la expulsión de las competencias internacionales, amenaza frente a la que todos los gobiernos locales de la galaxia reculan en sus pretensiones moralistas. La Conmebol perfeccionó esto hasta un límite maravilloso: consiguió que el Parlamento paraguayo declarara extraterritorial su sede en la ciudad de Asunción. El edificio de la Confederación Sudamericana hasta ahora se regía solamente por la legislación de la FIFA. Podemos sumar como otra marca en esta dirección las disputas entre la jurisdicción FIFA y el poder del Estado brasileño en la Copa de 2014: la ley local debió ceder paso a las exigencias de la FIFA, instituida como ley global –del mercado global–.

En esta dirección, que la Justicia norteamericana intervenga ante la corrupción FIFA –que, para colmo, habría implicado a bancos norteamericanos gracias a la invención de esa Copa América imprescindible sólo para los bolsillos de los imputados– termina siendo, apenas, un gesto de coherencia: la extraterritorialidad es una vieja argucia norteamericana.

3. Locales intachables: la causa FIFA seguirá su dirección hasta el límite que encuentre la fiscalía norteamericana, que cuenta con buena información, arrepentidos dispuestos a entregar a sus madres y abuelas y, para colmo, buena prensa ante el escándalo. Podemos dedicarnos ahora a las conexiones locales: después de todo, es la primera vez que se le pone un número –quince millones de dólares– a la presunta corrupción de Julio Grondona, sospechado durante sus treinta y cinco años de reinado de facturar algo más que el mítico corralón de Sarandí. El hombre intachable, según afirmó iracundo su hijo Humberto.

Pero más suculento –aunque, nuevamente, para nada sorpresivo– es que el eslabón sea Alejandro Burzaco, ahora detenido en Italia. No es sorpresivo porque, como dije, un punto clave son los capitales televisivos, los que transformaron el deporte en, antes que nada, mercancía mediática. Es suculento porque es una figura fascinante: hijo de un funcionario de Menem, hermano de un funcionario de Macri, socio simultáneo del Grupo Clarín y del gobierno kirchnerista. Burzaco es el Aleph, el punto donde todo se cruza, todo se sabe y todo se ve: el único arrepentido, si se arrepintiera de algo, que podría contarnos cosas más divertidas que el resto. Pero TyC ya lo echó, Clarín lo negó tres veces, los medios oficialistas ocultan su relación con las transmisiones de Fútbol para Todos. Sólo le falta firmar para Coppola; Francis Ford, claro, no el otro.

(*) Sociólogo

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil