jueves 18 de abril del 2024

Ricardo Centurión, el chico que jugaba callado

Lejos de su conflictiva salida de Boca, los días del jugador en las inferiores de Racing fueron tranquilos. Cómo lo marco la muerte de su padre.

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El padre de Ricardo Centurión falleció muchos años antes de que Daniel Angelici y Guillermo Barros Schelotto desistieran de volver a contratar a su hijo. Centurión lo perdió a los 5 años. Todavía no le decían Ricky, ni Caco, ni Centu. Era un chico más en Villa Luján, un asentamiento precario ubicado en Sarandí. Luis Centurión, el hombre de la familia, trabajaba en una fábrica ilegal de pirotecnia en Lanús. En 1998, la casilla donde hacían rompeportones caseros se incendió: quedaron cenizas y cinco cuerpos calcinados que la policía tardó en identificar. Uno de ellos era de Luis Centurión.

“La muerte del papá fue un golpe terrible”, dice un amigo suyo de la infancia que lo conoce muy bien, que pasaba horas en la casa de Ricardo. Allí, repartidos en dos ambientes diminutos, vivían cinco personas: Beatriz, la madre; Yaya, la abuela; sus hermanas, Evelyn y Mayra, y Ricardo. Beatriz trabajaba todo el día. Durante un tiempo limpió en el hotel Sheraton; y después entró como costurera en una fábrica textil. La plata, sin embargo, no les alcanzaba. Los chicos comían en el comedor del barrio. “Pasaron hambre en serio”, dice su compadre.

La transformación de Ricardo a Centurión comenzó en Racing en 2001. Yaya, su abuela, lo llevó a la Academia porque era el club que quedaba más cerca de la casa. Desde entonces, afrontó el dilema de los talentosos: las genialidades que hacía con la pelota se contraponían con su desgano para entrenar, con su constancia para no ir a las prácticas. El barrio lo absorbía como un agujero negro del que no podía salir.

Ricardo transitó el camino de los rezagados. Jugaba en Liga, el torneo de los juveniles con menor potencial. Esa falta de horizonte lo deprimía. Quería dejar el fútbol. Sus hermanas lo rescataron del limbo: “Es tu sueño, es tu carrera”, le insistían. El panorama empezó a mejorar en Séptima División, cuando lo inscribieron en la lista de buena fe para competir en AFA. Antonio Mur coordinaba las inferiores de Racing en ese momento, y lo recuerda como “un chico callado, sin problemas de conducta”. Adrián Fernández, presidente del fútbol amateur, coincide: “Tenía una muy buena relación con los entrenadores y con sus compañeros”, aporta.

Pero seguía sin jugar. Una mañana, Beatriz, la madre, apareció en un entrenamiento de su hijo, que ya estaba en Sexta. Venía con un aviso: se iba a llevar a Ricardo a Boca porque allí le iban a dar más oportunidades. Mur la escuchó y la convenció con un argumento inobjetable: “El año que viene lo voy a dirigir yo. Y conmigo va a jugar siempre. Es el jugador por el que voy a apostar”, le dijo. Beatriz sonrió. Fue la única vez que Mur la vio en el predio.

Racing se ocupó de proteger al chico, cuya velocidad desentonaba con los demás jugadores de su edad: le consiguieron botines, lo obligaron a almorzar en el complejo Tita Mattiussi y si faltaba a entrenar le mandaban un remís a la casa. “Ese año enderezó el barco. Se comprometió”, cuenta Mur. “Empezó a tener buena predisposición para trabajar”, agrega Fernández. Mur creó un ecosistema para que Ricardo hiciera erupción. En una charla, le regaló El Alquimista, el libro de Paulo Coelho: “Quería que leyera, que se preparara”, dice Mur, quien le encontró el paraíso adentro de la cancha: fue el primero que lo puso como volante externo para que hiciera diferencia por los costados.

Ese ecosistema que le armó el club, esa incubadora donde Ricardo crecía, se esfumaba en el barrio. Ahí, entre sus calles, desaparecía su versión mansa y obediente, como si Villa Luján destapara la faceta más bravía: “Era rejodón, un canchero que hacía jodas siempre”, recuerda su amigo. Ricardo se juntaba con Los Pinos, un grupo de chicos que vivían cerca de su casa: “Son todos pibes buenos, compañeros entre ellos. Son de mucha joda, de mucho escabio, pero no se drogaban. Algunos siguen siendo sus amigos”, dice.

En Quinta División, con continuidad y la confianza de Mur, Ricardo se destapó. Era un terremoto, un futbolista indescifrable, la joya de una categoría en la que también jugaban José Luis Gómez, Luciano Vietto y Bruno Zuculini, que ya había saltado a Primera División. Miguel Colombatti lo seguía con cuidado especial. El era el encargado de la interrelación entre el fútbol amateur y el profesional: hablaba con Mur, le acercaba nombres al mánager Roberto Ayala y le marcaba los juveniles más interesantes a Luis Zubeldía, entrenador en el año 2012. “Nunca llamó la atención por su comportamiento. Tenía un perfil bajísimo. Mi experiencia fue excelente”, afirma.

Una tarde armó una práctica con un selectivo de chicos para que Zubeldía pudiera ver los mejores proyectos de las inferiores. Ricardo se destacó. El técnico de Primera le dijo a Colombatti que lo llevara a entrenar con el plantel profesional. Ricardo se convirtió en el jugador más explosivo del equipo en un santiamén. Ricardo se convirtió en Centurión en lo que tarda una burbuja en estallar. Centurión se fue de Villa Luján y se compró un departamento en Puerto Madero. El resto de la historia salió en todos los canales de noticias.

(*) Esta nota fue publicada en el Diario PERFIL.