sábado 20 de abril del 2024

El éxito, ese asesino

¿Un éxito lo justifica todo: mentiras, frases huecas, traición? ¿Para qué sirve el éxito? El éxito devoró a Holan, al personaje y a la persona.

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“No, el éxito no se lo deseo a nadie. Le sucede a uno lo que a los alpinistas, que se matan por llegar a la cumbre y cuando llegan, ¿qué hacen? Bajar, o tratar de bajar discretamente, con la mayor dignidad posible”

Gabriel García Márquez (1927) de “El olor de la guayaba” (1982): “El oficio”.

¿Para qué sirve el éxito? ¿Se puede vivir de un éxito, o el éxito puede ser un dulce asesino? ¿Nos cambia un éxito, o lo que cambia es la mirada del otro? ¿Qué se perdona menos en Argentina, el éxito o el fracaso? ¿Un éxito lo justifica todo: mentiras, frases huecas, traición?

Me hice muy amigo de Sergio Palma en los años setenta, cuando éramos dos chicos, él campeón argentino de los supergallos, yo redactor de Gente. Un día, en plena etapa de enamoramiento con La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, pedí hacerle un reportaje de tres páginas y lo escribí con una sola frase y nexos: comas, puntos y comas, comas. Gelblung, más loco que yo, la publicó tal cual.

Palma ganó el título mundial en Spokane, noroeste de los Estados Unidos, cerca de Seattle, donde nació Jimi Hendrix. Fue paliza y nocaut en la casa del campeón, Leo Randolph, un ex medalla de oro olímpico que no había perdido nunca. Lo levantaron en andas, brazos en alto, llantos de emoción, el brillante cinturón en su cintura.

‒¿Qué se siente, Sergio? Contame.

Con la excusa de otra nota, fui su segundo cuarto y con el balde, para ser honesto‒en su defensa contra el tailandés Vichit Muangroi-et, durísimos 15 rounds en un Luna Park lleno. Ovación, mano en alto, ¡Palma, Palma…! Subí, le saqué los guantes y pensé que semejante ritual podía ser, para cualquiera, tan embriagador como destructivo.

‒“Fue perfecto, dijo Palma, pensando en Spokane‒lo tiré varias veces, tomé aire dos rounds, lo puse nocaut en el quinto. Si era una película, había que terminarla ahí. Chau. Mi vida era una flecha que había dado rápido en el blanco. El problema es que la flecha no quedaba ahí, seguía. Había más vida. Y te das cuenta de que lo único que queda es conservar lo que lograste. No hay más. Algo en mí se apagó, aunque tuve peleas muy buenas. La cima era un lugar demasiado chico para vivir”.

Nunca olvidé esa charla. Porque además, me dijo: “Ojo, yo no soy un ex boxeador, soy un boxeador que está viejo para pelear”. Después hablamos de la diferencia que hay entre un entrenador de boxeo y un director técnico de fútbol. Recordé todo esto cuando supe que Holan se había ido de Independiente después de ser campeón.

Para un boxeador, su entrenador es lo más parecido a un padre. Le enseña a pararse, a caminar, a cubrirse para no sufrir, a plantarse firme, a avanzar; es el que entre round y round se agacha para mirarlo a los ojos y explicarle cuál es el mejor camino a seguir.

Amílcar Brusa fue eso para Monzón, brutal e inmanejable en su vida; disciplinado, obediente y frío en el ring. Santos Zacarías le enseñó todo a Palma pero era sobreprotector y muy difícil en la convivencia. Sergio sintió el odio al padre, por segunda vez.

El director técnico de fútbol debe ser un pastor de su rebaño. El que tiene la palabra justa que convence a los suyos para luchar por algo. Con la pelota lo han sido Maradona, Alonso o Bochini; pero ser genial en el juego es una cosa y pararse frente a un grupo, hablarle, sacar lo mejor de cada uno y guiarlos en busca de un estilo es otra, muy distinta. Se necesita otra clase de virtud que todos ellos, cracks, no tienen.

Si uno repasa el WhatsApp de Holan a un allegado al presidente Moyano que se viralizó cuando se ofreció para dirigir Independiente, notará que su análisis es tan acertado como simple: tiene el nivel de conocimiento técnico de cualquier periodista especializado. Habla de un equipo que recupere la vieja mística copera, que presione bien arriba, que se haga ancho en ataque y, ante la imposibilidad de tener ni medio Bochini, también sepa defenderse al más puro estilo Simeone. ¿Entonces, cuál es el secreto? ¿La suerte? ¿Los drones? ¿La teoría? ¿Su trabajo? ¿El 9 que la metió?

Es cierto que Holan, un desconocido hasta no hace mucho, sobreactuó su imagen de hincha para crear identificación. No está mal. Peores cosas ha hecho Duran Barba.

Se dicen que Holan tuvo protección mediática. No coincido. La prensa deportiva tiene distintas líneas, pero en general es bipartidista. Adhiere a la línea neobilardista, amantes de la entrega y la sabia defensa en busca del resultado; o defiende la línea posbielsista, profesionales dogmáticos, lectores, capaces de filosofar sobre el sentido de la vida y la ley del offside. Los límites son difusos, pero se odian.

Hablando de la ley del offside, recuerdo la feroz dicotomía setentista entre el menottismo y la escuela del Estudiantes de Zubeldía. Era muy gracioso, en una época donde todo se ideologizaba, cómo definían de manera opuesta un mismo movimiento. Adelantar a los defensores para dejar en offside al rival era el “antifútbol” si lo hacía Zubeldía, pero un “achique ofensivo” si lo ordenaba Menotti. Así continuó, durante la dictadura, esa discusión sobre un fútbol reaccionario y uno progre, en un país donde opinar de otras cuestiones podía ser lo último que uno hiciera.

Creo que el éxito devoró a Holan, al personaje y a la persona. Ir a todas partes con su familia y una custodia por temor a una represalia de la barra ya no era vida. Saber que el vice del club, Noray Nakis, terminó preso por hacer negocios con sus perseguidores, y pelearse sin retorno con Alejandro Kohan, su preparador físico y mano derecha, lo obligaban a una salida rápida. Saber perder es para pocos; pero vivir un éxito rápido e inesperado tampoco es fácil de asimilar.

Ganar no es todo. Ni todo es para siempre. Pese a lo que repitió en la sesión del Congreso, como rezo pagano o aviso de prefabricada, el ensimismado diputado Iglesias Fernando, un señor con ojos de asombro perpetuo.

* Nota publicada en el Diario Perfil.