Tiempo
Quince segundos es lo que tarda el segundero en completar un cuarto de su órbita en el reloj de pared. Quince segundos son nada para el pibe cuando son los que faltan para que termine el recreo. Quince segundos es una era geológica para el que transita la experiencia de un dolor de muela. En quince segundos puede no entrar un pestañeo o pueden caber eternidades. El tiempo es un animal arisco que resiste su confinación en relojes y que suscitó la perplejidad desolada de San Agustín frente a la pregunta por él. Acaso este relato no sea más que un avatar de ese enigma que es la relación entre el hombre y el tiempo.
Metáfora
No es posible expresarse sin metáforas. A cada frase se nos desliza una. Quien sólo pudiera atender a la literalidad de las palabras, quedaría incomunicado con el resto de sus semejantes. Toda palabra es una metáfora muerta, restos exhumados de poesía. Dejar la vida en la cancha, por ejemplo. O tal vez no. Acaso este relato no sea más que la expresión literal de una metáfora.
Cruzando el río
Juan Eduardo Hohberg nació el 8 de octubre de 1927 en Alejo Ledesma de la provincia argentina de Córdoba. Era un gringo corpulento que por alguna razón, siendo adolescente, empezó a jugar al fútbol como arquero en Argentino de Rosario. Cuando pasó a Central Córdoba ocupó casi por accidente la posición de centrofoward en un partido irrelevante y se encontró entonces con su destino. De tener el arco a sus espaldas pasó a mirarlo de frente para hacer que otros fueran a buscar la pelota en la red. Los goles que hizo en Central Córdoba lo llevaron a participar de combinados rosarinos que solían jugar partidos amistosos contra uruguayos. Peñarol le puso el ojo y en 1948 mudó sus goles a Montevideo. En el equipo carbonero hizo más de 300 goles y se consagró seis veces campeón uruguayo. Llegó a ser un ídolo incuestionado al otro lado del Río de la Plata lo que es mucho decir, dada la particular relación de amor-odio que une a argentinos y uruguayos, en la que muy a menudo los argentinos los amamos y los uruguayos nos odian. Él sorteó con autoridad esa barrera al punto de que para el Mundial de 1954 le solicitaron que jugara para Uruguay. Decidirse le costó menos que el papeleo burocrático de nacionalización en el Registro civil. Así, fue a Suiza a defender el título que la celeste le había arrancado a la historia y a Brasil en 1950.
A paso redoblado
El tránsito de Uruguay hasta la semifinal fue arrollador. Le ganó con claridad a Checoslovaquia 2 a 0, destrozó a los despreocupados escoceses 7 a 0 y vapuleó a Inglaterra 4 a 2. Hohberg contribuyó a esas victorias apenas con gritos de aliento a sus ya entonces compatriotas, desde el banco de suplentes al que lo había confinado el técnico Juan López Fontana. Pero en esa instancia, ausente Obdulio Varela e impedido de contar con los delanteros Miguez y Abadie por sendas lesiones, decidió que Hohberg tendría su oportunidad contra el entonces mejor equipo del mundo, Hungría. Los magiares, liderados por Férenc Puskas se divirtieron con Corea el Sur (9 a 0), casi que humillaron a Alemania Federal (8 a 3) y dieron cuenta de Brasil (4 a 2) en lo que dio en llamar “la batalla de Berna” donde no faltaron patadas, expulsados y una batahola final con botellazos y heridos de ambos lados.
Ida y vuelta
La vida de un hombre se compone de innúmeras decisiones y elecciones que en cada caso lo hacen ser lo que es. Ninguna es definitiva y cada una puede ser borrada por la siguiente. A cada instante el hombre está ante la posibilidad de condenarse o redimirse. Nadie “es” algo sino que se constituye a cada paso con sus acciones. Pero hay ciertos momentos, en ciertas circunstancias que tienen lugar una o dos veces en la vida que reclaman una elección, una decisión y una conducta que quedan grabadas en forma indeleble. Y somos entonces inapelablemente valientes, cobardes, honestos, indignos, amigos, crueles, compasivos. Cabral descubriendo su retaguardia para salvar a San Martín; Judas aceptando los treinta dinero; el Che, antes de ser ejecutado por un tembloroso militar boliviano, diciendo “póngase sereno y apunte bien: va usted a matar a un hombre”; un tipo común que le dice “no” a la propuesta que quien la formula cree imposible de rechazar. A Juan Hohberg ese instante numinoso se le presentó el 30 de junio de 1954 en el partido por semifinales que disputaron su patria adoptiva, Uruguay, y Hungría.
Hay estereotipos que abrevan en los prejuicios para construir un otro al que elegimos odiar, despreciar o compadecer. La avaricia del judío, la indolencia del indio, la debilidad de la mujer, por ejemplo. Pero hay otros que se ganan a pulso, con esfuerzo y que son, a la postre, no otra cosa que justificados merecimientos. Es el caso de “La Celeste” que a lo largo de su historia cimentada en su coraje deportivo, su rebeldía ante la adversidad, su “obsesión casi asnal, para ser fuerte” de la que habla Almafuerte, se ganó el respeto que emana de la expresión “garra charrúa”. El partido con Hungría fue uno de esos episodios que la justifican. El equipo europeo era un compendio de virtudes futbolísticas: juego asociado, pases cortos, jugadores de un talento excepcional en que sobresalía el genio del ya mentado Púskas y el hambre de gol de Kócsis.
El partido transitó por senderos previsibles. Los húngaros parecían ignorar que no contaban con Púskas ausente por lesión y su dominio se tradujo rápidamente en el gol de Czibor a los 13’ del primer tiempo. Al minuto del segundo tiempo Hidegkuti puso el 2 a 0 que parecía ser el prolegómeno de más goles magiares. Pero el amor propio uruguayo empezó a taladrar el sólido andamiaje húngaro. En el minuto 75 de juego un pase a Hohberg sobre la última línea de la defensa fue definido por el cordobés con cara interna al palo izquierdo del arquero. En las imágenes se va a un defensor húngaro que se toma la cabeza seguramente previendo un vendaval celeste en los 15 minutos que restaban. En el minuto 87 fueron tres los húngaros que repitieron el gesto, después de que Hohberg se internara en el área, eludiera al arquero con alguna dificultad y, luego de recomponerse, clavara la pelota arriba ante el esfuerzo infructuoso de dos defensores en la línea de gol: 2 a 2. Hohberg cae, se levanta y festeja el gol.
Es una imagen imponente: parece un gladiador ofrendando su faena al pueblo en el coliseo romano y conminando al emperador a que exhiba su pulgar hacia arriba. Frente a la incredulidad desolada de los húngaros, los uruguayos hacen una montaña exhausta y feliz de camisetas celestes festejando el empate. En el video que muestra ese instante, el “broadcaster” uruguayo, Carlos Solé, quiere gritar el gol y no puede con su garganta arrasada por una emoción y unas lágrimas que antecedieron 32 años las que Víctor Hugo Morales vertió por Maradona. Cuando todas las camisetas celestes se desgajan, una queda. Tendido en el suelo, inerte, Hohberg. La multitud en el estadio se dio cuenta de que su corazón se había detenido. Cosas así suceden cuando corazones tan grandes dejan de latir. Hohberg había muerto.
Transcurrieron uno, dos, tres, quince segundos. Quince segundos muertos. O un millón de años. Estar muerto es estar fuera del tiempo, allí donde la eternidad y un instante son lo mismo. Cuando se cruza ese umbral las palabras dejan de servirnos. Pero no tenemos otra cosa que palabras. ¿Qué habrá sucedido en ese pasaje en que un hombre deja de serlo y empieza a ser una cosa? ¿Habrá caído en la cuenta de que “dejar la vida en la cancha” era una metáfora y que no hacía falta refrendarla con su efectiva defunción? ¿Le habrá dicho Alguien “deja de joder, Juan, no seas bruto, volvete que no es tu hora”? ¿Habrá pasado en rápidos fogonazos su vida ante sus ojos? ¿Habrá visto lo que a quienes estamos de esta lado sólo nos es dado imaginar o temer?
Precisamente de este lado, sacudían su cuerpo inmóvil, lo masajeaban, le gritaban y el kinesiólogo Carlos Abate con una desesperación que se parecía mucho a la serenidad le introdujo de alguna forma coramina. En el silencio reverencial del estadio, todos en Lausana escucharon el primer latido del enorme corazón del renacido. Los 90 minutos terminaron entonces con Hohberg fuera de la cancha.
Como era previsible, y dado que entonces no se permitían cambios, Uruguay disputó el alargue con diez jugadores. Nadie había previsto, sin embargo, que uno de esos diez fuera Hohberg y que el ausente, Rodríguez Andrade que no se había muerto pero sí desgarrado. Antes del inicio de la prórroga, cuando le insinuaron a Hohberg que se quedara en la enfermería, ni se dignó a contestar. Puesto que había dado su vida y se la habían devuelto, salió a jugar lo que restaba sabiendo o queriendo creer que, mientras se disputase ese partido, sería inmortal. Pero la justicia poética no acudió a la cita: con dos goles de Kócsis once húngaros derrotaron finalmente a nueve uruguayos y un cordobés resucitado. El 30 de junio de 1954 fue el día en que Hungría pasó a la final del mundial de Suiza. También el día en que un hombre fue valiente para siempre, supo que el tiempo es sólo una forma de estar en el mundo y vivió (y murió) una metáfora en la desnudez de su literalidad.
Ahora sí, Juan
Juan Eduardo Hohberg siguió su vida como jugador primero y técnico después. Dirigió a Uruguay en el Mundial de 1970. El 30 de abril de 1996 en Lima, Perú, donde vivía desde 1977, su corazón se detuvo por segunda vez. Dieciséis segundos después, sus deudos asumieron que esa vez era la definitiva.
Por Pedro Lespada (texto) y Hernán Pagani (ilustración)*
*Esta historia se publicó previamente en Augol. Se pueden conocer más instorias en @augolfobal