Una, dos, tres. Así hay que llegar a 21. El número de medallas de oro que acumula el mejor atleta que haya pisado este planeta jamás. El nadador estadounidense dominó de principio a fin en los 200 mariposas y subió a lo más alto del podio por vigésima vez en su vida y 24º en su carrera, más que 175 países en toda su historia. Y por si fuese poco para terminar un día perfecto cerró la posta 4x200 libre para un Estados Unidos que ganó la prueba por cuarta vez consecutiva. Todo lo que toca es oro. Es el Rey Midas.
El Parque Acuatico se transforma cuando el Tiburón de Baltimore está a punto de salir. La sola imagen de sus gigantes parlantes y su cara perdida en la pantalla del estadio hace que esto se vuelva una olla a presión. Todos los que están ahí quieren que gane el norteamericano. Y Phelps responde siempre.
En la primera de las dos pruebas del día tenía rivales temibles. El que más lo iba a complicar era el sudafricano Le Closs. Pero eso quedó en la previa. Desde que su cuerpo tocó el agua, Michael fue el amo y señor de la carrera. Impuso su ritmo y se llevó todos los parciales para marcar un tiempo de 1.53.36, dejando en el camino al japonés a Masato Sakai (1.53.40) y al húngaro Kenderesi Tamas (1.53.62). La foto en la que Le Closs lo mira pasar, mientras nadan, es el reflejo de lo que es el fenómeno Phelps. Todos quieren ver la historia en vivo.
Después llegó el 4x200 libre y el mito siguió creciendo. Fue el encargado del último revelo. El que cerró la historia. Y como casi siempre su mano fue la que tocó primero la pared. En su pecera, el Tiburón nada libremente. No importa que sea Atenas, Beijing, Londres o Río. El agua es su hábitat natural. Nunca entenderemos bien lo que significa Michael Phelps para la historia del deporte. O quizás si, cuando nuestros hijos nos pregunten quien fue el mejor de los mejores.
(*) Enviado especial desde Río.