jueves 28 de marzo del 2024

Memoria del juego

El fútbol es un ámbito que siempre regala historias. Durante 50 años el uruguayo Eduardo Galeano escribió relatos, retrató personajes y narró momentos épicos. Imperdible.

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En uno de sus cuentos, Soriano imaginó un partido de fútbol en algún pueblito perdido en la Patagonia. Al equipo local, nunca nadie le había metido un gol en su cancha. Semejante agravio estaba prohibido, bajo pena de horca o tremenda paliza. En el cuento, el equipo visitante evitaba la tentación durante todo el partido; pero al final el delantero centro quedaba solo frente al arquero y no tenía más remedio que pasarle la pelota entre las piernas.

Diez años después, cuando Soriano llegó al aeropuerto de Neuquén, un desconocido lo estrujó en un abrazo y lo alzó con valija y todo:

—¡Gol, no! ¡Golazo! –gritó–. ¡Te estoy viendo! ¡A lo Pelé lo festejaste! –y cayó de rodillas, elevando los brazos al cielo.

Después, se cubrió la cabeza:

—¡Qué manera de llover piedras! ¡Qué biaba nos dieron!

Soriano, boquiabierto, escuchaba con la valija en la mano.

—¡Se te vinieron encima! ¡Eran un pueblo! –gritó el entusiasta. Y señalándolo con el pulgar, informó a los curiosos que se iban acercando:

—A éste, yo le salvé la vida.

Y les contó, con lujo de detalles, la tremenda gresca que se había armado al fin del partido: ese partido que el autor había jugado en soledad, una noche lejana, sentado ante una máquina de escribir, un cenicero lleno de puchos y un par de gatos dormilones.

El sombrerero.

Sonó el teléfono, escuché la voz cascada: un error así, no puedo creer, óigame bien, yo no hablo por hablar, que una equivocación vaya y pase, a cualquiera le sucede, pero un error así…

—Me quedé mudo. Me vi venir lo peor. Yo acababa de publicar un libro sobre fútbol en un país, mi país, donde todos son doctores en la materia. Cerré los ojos y acepté mi condenación:

—El Mundial del 30 –acusó la voz, gastada pero implacable.

—Sí –musité.

—Fue en julio.

—Sí.

—¿Y cómo es el tiempo en julio, en Montevideo?

—Frío.

—Muy frío –corrigió la voz, y atacó:

—¡Y usted escribió que en el estadio había un mar de sombreros de paja! ¿De paja? –se indignó–. ¡De fieltro! ¡De fieltro, eran!

La voz bajó de tono, evocó:

—Yo estaba allí, aquella tarde. 4 a 2 ganamos, lo estoy viendo. Pero no se lo digo por eso. Se lo digo porque yo soy sombrerero, siempre fui, y muchos de aquellos sombreros… los hice yo.

Los derechos civiles en el fútbol.

El pasto crecía en los estadios vacíos.

Pie de obra en pie de lucha: los jugadores uruguayos, esclavos de sus clubes, simplemente exigían que los dirigentes reconocieran que su sindicato existía y tenía el derecho de existir. La causa era tan escandalosamente justa que la gente apoyó a los huelguistas, aunque el tiempo pasaba y cada domingo sin fútbol era un insoportable bostezo.

Los dirigentes no daban el brazo a torcer, y sentados esperaban la rendición por hambre. Pero los jugadores no aflojaban. Mucho los ayudó el ejemplo de un hombre de frente alta y pocas palabras, que se crecía en el castigo y levantaba a los caídos y empujaba a los cansados: Obdulio Varela, negro, casi analfabeto, jugador de fútbol y peón de albañil.

Y así, al cabo de siete meses, los jugadores uruguayos ganaron la huelga de las piernas cruzadas.

Un año después, también ganaron el campeonato Mundial de Fútbol.

Brasil, el dueño de casa, era el favorito indiscutible. Venía de golear a España 6 a 1 y 7 a 1 a Suecia. Por veredicto del destino, Uruguay iba a ser la víctima sacrificada en sus altares en la ceremonia final. Y así estaba ocurriendo, y Uruguay iba perdiendo, y doscientas mil personas rugían en las tribunas, cuando Obdulio, que estaba jugando con un tobillo inflamado, apretó los dientes. Y el que había sido capitán de la huelga fue entonces capitán de una victoria imposible.

Obdulio.

Viene brava la mano, pero Obdulio saca pecho y pisa fuerte y mete pierna. El capitán del equipo uruguayo, negro mandón y bien plantado, no se achica. Obdulio más crece mientras más ruge la inmensa multitud, enemiga, desde las tribunas.

Sorpresa y duelo en el estadio de Maracaná: Brasil, goleador, demoledor, favorito de punta a punta, pierde el último partido en el último momento. El Uruguay, jugando a muerte, gana el campeonato Mundial de Fútbol.

Al anochecer, Obdulio Varela huye del hotel, asediado por periodistas, hinchas y curiosos. Obdulio prefiere celebrar en soledad. Se va a beber por ahí, en cualquier cafetín; pero por todas partes encuentra brasileños llorando.

—Todo fue por Obdulio –dicen, bañados en lágrimas, los que hace unas horas vociferaban en el estadio–. Obdulio nos ganó el partido.

Y Obdulio siente estupor por haberles tenido bronca, ahora que los ve de a uno. La victoria empieza a pesarle en el lomo. El arruinó la fiesta de esta buena gente, y le vienen ganas de pedirles perdón por haber cometido la tremenda maldad de ganar. De modo que sigue caminando por las calles de Río de Janeiro, de bar en bar. Y así amanece, bebiendo, abrazado a los vencidos.

Pelé.

Dos clubes británicos disputaban el último partido del campeonato. No faltaba mucho para el pitazo final, y seguían empatados, cuando un jugador  chocó con otro y cayó despatarrado al piso.

Una camilla lo retiró de la cancha y en un santiamén todo el equipo médico puso manos a la obra, pero el desmayado no reaccionaba.

Pasaban los minutos, los siglos, y el entrenador se estaba tragando el reloj con agujas y todo. Ya había hecho los cambios reglamentarios. Sus muchachos, diez contra 11, se defendían como podían, pero no era mucho lo que podían.

La derrota se veía venir, cuando de pronto el médico corrió hacia el entrenador y le anunció, eufórico:

—¡Lo logramos! ¡Está despertando! Y en voz baja, agregó:

—Pero no sabe quién es.

El entrenador se acercó al jugador, que balbuceaba incoherencias mientras intentaba levantarse, y al oído le informó:

—Tú eres Pelé.

Ganaron cinco a cero.

Hace años escuché, en Londres, esta mentira que decía la verdad.

Maradona.

Ningún futbolista consagrado había denunciado sin pelos en la lengua a los amos del negocio del fútbol. Fue el deportista más famoso y más popular de todos los tiempos quien rompió lanzas en defensa de los juga dores que no eran famosos ni populares.

Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del fútbol.

Sus devotos lo veneraban por los dos: no sólo era digno de admiración el gol del artista, bordado por las diabluras de sus piernas, sino también, y quizá más, el gol del ladrón, que su mano robó. Diego Armando Maradona fue adorado no solo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable.

Pero los dioses no se jubilan, por humanos que sean. El nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía.

La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero.

Todos somos tú.

En el año 2001, resultó sorprendente el partido de fútbol entre los equipos de Treviso y Génova.

Un jugador del Treviso, Akeem Omolade, africano de Nigeria, recibía frecuentes silbidos y rugidos burlones y cantitos racistas en los estadios italianos.

Pero en el día de hoy, hubo silencio. Los otros diez jugadores del Treviso jugaron el partido con las caras pintadas de negro.

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