Era una mañana soleada de invierno y hacía frío. Por los pasillos semi-abiertos del Hospital Ramos Mejía corría un viento helado que se hacía más intenso al estar de pie. Al lado del Bar, había un teléfono público color celeste y verde. Para ese entonces, el celular era un bien inaccesible para un joven de veinte. Había quedado que a las diez de la mañana llamaba por teléfono para ver si estaba todo resuelto: la desvinculación de Vélez y el acuerdo con Nueva Chicago. Eran las nueve y media de un día de semana (que no recuerdo) y estaba cursando dermatología: quinto año de medicina en la Universidad de Buenos Aires.
Comenzaba el mes de agosto. Acababa de suicidarse el Dr René Favaloro. El país ya había comenzado su espiral descendente. Un año y medio después llegarían los muertos en la Plaza, De la Rúa huyendo en helicóptero y la cesación de pagos. Siempre cortaban la clase a las nueve y media para dar un breve recreo. Estaba ansioso. Así comenzaba una historia que en apenas diez meses, cambiaría radicalmente mi vida. Así comenzaba, mi historia del ascenso.
No elegí irme de Vélez, tuve que hacerlo. A comienzo de año, después de once de formar parte del club y con quince partidos en Primera, el entrenador (Julio Falcioni) me dijo que había llegado a un nivel en el cual tenía que elegir: “Era el fútbol o la medicina”. En ese momento, se vencía el contrato pero seguía vigente la cláusula de “2 años más por el 20% más de sueldo”. El técnico no me quería, el club buscaba darme a préstamo y yo estaba empecinado en que no iba si no me daban el pase. Cada tanto me pregunto qué hubiese sido de mi carrera deportiva sí retardaba un poco el estudio, por lo menos hasta que se fuese Falcioni, y seguía en Primera en lugar de tener que bajar al Ascenso.
George Weah ha sido uno de los mejores jugadores de su tiempo y una persona comprometida con el futuro político de su país. Como futbolista fue un animal del área: el mejor del mundo en el año 1995 y el único africano que logró un Balón de Oro. Como liberiano fue embajador de Unicef y ocupó un rol importante en la pacificación de su país tras la guerra civil. Ahora, sigue a la distancia vinculado con el fútbol y acaba de presentarse por segunda vez como candidato a presidente de la nación. Una vez dijo: “El fútbol ha sido muy bueno conmigo. Cada uno tiene su propio destino, pero hay que hacer uso de las oportunidades. He pasado quince años en la cima de mi juego, lo cual me hace feliz pero siempre me lo he tomado en serio: no es lo que el juego te da, es lo que tú le des al juego” y resumió de manera precisa, la esencia del fútbol.
A mediados del 2000, Nueva Chicago entrenaba en el predio del Suterh, en La Reja (entre Moreno y General Rodríguez). Allí me presenté el lunes 14 de agosto para incorporarme al equipo, apenas dos semanas antes del comienzo del torneo del Nacional B 00/01. Como decía Weah, tomé la oportunidad de quedarme con el pase (me la dieron forzados sobre el cierre del libro de pases) y salté al vacío: era todo o nada. El plantel ya estaba armado y entrenando desde hacía más de un mes. La situación deportiva del equipo era difícil. Arrancaba último en la tabla del descenso y descendían siete.
Alberto Pascutti, el entrenador que me había convocado, sólo duró dos meses. El clima nunca fue bueno, a pesar de tener un buen debut: 1 a 0 a Platense. En el tercer encuentro (derrota en Mataderos ante Central Córdoba 2 a 0) tuve que salir del estadio en patrullero. Los resultados no se daban y los hinchas me consideraban uno de los máximos responsables. En la séptima fecha, seguíamos en el último lugar y el descenso cada vez se veía más cerca. La derrota con Tigre (2 a 0), de local, fue la gota que derramó el vaso. Al Beto lo dimitieron.
Forzados por la situación, los dirigentes no sabían cómo reaccionar, no sabían que hacer. Completamente perdidos, se presentaron en el Suterh para conocer las opiniones del plantel. En un acto demagógico, con la única finalidad de ganar tiempo y evitar los insultos, el presidente Tito Guerra convocó a la dupla Vega-Traverso, dos glorias históricas del club que dirigían la Reserva, para que agarraran el primer equipo. Lo que nació como un manotazo de ahogado terminaría siendo la mejor decisión de la dirigencia en todo el proceso.
El equipo crecía en su juego, de forma progresiva y sostenida, hasta que llegó el descanso de verano. La pretemporada en Necochea, cuando todavía ascender era un objetivo lejano y entre todos nos comprometimos teñirnos el pelo de verde (sí llegábamos a la final), fue un trabajo de orfebre del Profe Prícolo. Hospedados en un hotel familiar, a la vera del parque Lillo, entrenábamos diariamente en triple turno. Si habré soñado con los kilómetros y kilómetros que recorrimos corriendo por los caminos de arena y tierra, rodeados de árboles y con el ruido del mar a lo lejos.
El arranque de año fue estupendo: el 4 a 0 a Defensa y Justicia, de visitante y en el partido televisado del sábado, presagiaba cosas buenas. La gente se ilusionaba. Ni hablar cuando semanas después, le ganamos 3 a 0 a Ferro asegurando la permanencia y clasificando automáticamente al reducido, el estadio abarrotado de gente entonó a viva voz el hit de la temporada: “Nueva Chicago es una pasión que nace desde la cuna……gritemos todos que vamos a volver y Vélez ya tiene miedo”.
Cuando llegamos a disputar las instancias finales ya no teníamos nada que perder. A partir de ahí, el equipo se soltó. San Martín de San Juan, en los octavos de final, fue el primer escollo (2 a 2 en San Juan y 1 a 0 en Mataderos). Con Gimnasia y Esgrima de Concepción del Uruguay perdimos de local (1 a 0) y debíamos ganar por dos de diferencia en Entre Ríos. Nadie lo había logrado en todo el torneo. La confianza flaqueó, especialmente la de los dirigentes que para hacerse unos mangos extras y ya dándonos por eliminados, después de que nos fuimos a concentrar a Entre Ríos, le alquilaron el estadio a Emelec (que dirigido por Rodolfo Motta, venía a jugar Copa Libertadores) para que entrene dos días bajo un aguacero.
La revancha se jugó un jueves por la noche. Al ser el partido televisado y como el resultado previo no permitía entusiasmarse, concurrieron muy pocos hinchas verdinegros. Los privilegiados que estuvieron presente, en aquel día, compartieron (a mi entender) el momento culmine de ese equipo que hizo historia; que no fue en la final jugando con diez hombres, ni tampoco bajo el temporal que azotó el Centenario en la segunda semifinal con Quilmes. La alquimia se dio ese 17 de mayo de 2001 cuando con el resultado adverso, las estadísticas en contra, sin la confianza del entorno, ante la responsabilidad de un resultado definitivo, aún sin haber acordado un premio por ascender y a contramano de lo que esperaba incluso los propios dirigentes, ese equipo se sintió acorralado, salió a jugarse la vida y ganó. Ganó como tenía que ganar. Ganó dos a cero y se dio cuenta de su destino.
A partir de ahí, nació la leyenda y llegaron las instancias finales que probablemente todos los hinchas recuerden. La complicada semifinal con Quilmes, por el rival y por el campo de juego: la victoria 1 a 0 en el arenal de Mataderos y el 0 a 0 en un campo anegado por el diluvio. Esa misma noche, en la concentración, después de la clasificación se cumplió con la promesa: las habitaciones se llenaron de pelos y de tintura verde. A los tres días se jugó la primera final, de local, ante Instituto (1 a 0) y siete días después vino la apoteótica corrida del Topo Gómez para sentenciar el 3 a 2 final en el histórico Chateau Carreras.
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En un carrusel sin fin de apenas unas horas se sucedieron: el festejo con los 10.000 hinchas que viajaron a Córdoba, la vuelta en avión y el recibimiento multitudinario en Aeroparque, el paseo con el autobomba recorriendo el barrio, el estadio repleto de hinchas esperando por la vuelta olímpica y la invasión posterior con fotos al por mayor y firma de camisetas. Momentos cargados de emoción y gloria, que quedaron en el recuerdo.
Se cumplen quince años del segundo ascenso de Nueva Chicago a Primera División. Solos nuevamente, como en aquellos días, los futbolistas nos juntaremos. En el transcurso de esos diez meses, casi sin darnos cuenta, llegamos al punto de dejar de ser un conjunto de individuos para transformarnos en un grupo. Amalgamar orígenes disímiles, con valores distintos y criterios diferentes fue nuestra mayor riqueza. El tiempo siguió manteniendo vigente nuestras diferencias, esas que siempre tuvimos y que nos llevaron incluso a las piñas en la recta final del torneo, pero entendimos que no existe forma de trascender en el fútbol que no sea colectiva.
Abrazados, como en la noche fría de Entre Ríos cuando nos juramentamos darlo todo, como si la vida se nos fuese con ello, nos sacaremos una foto y brindaremos. Seremos los mismos quince años más viejos que, acompañados por el clamor del hincha y en contra de toda lógica, alcanzamos el éxito. Para mí eso es la épica. Épica verdinegra.