viernes 29 de marzo del 2024

El olimpismo venía avisando

Nos venía avisando que nadie debería asombrarse tanto porque gran parte de la sociedad norteamericana haya elegido como presidente a Trump.

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En enero de 1913, a partir de una denuncia realizada por la Unión Atlética Amateur de los Estados Unidos, el Comité Olímpico Internacional (COI) descalificó y quitó las medallas doradas que había ganado Jim Thorpe en las pruebas del pentatlón y decatlón de los Juegos de Estocolmo, realizados el año anterior.

A Thorpe se le acusó de haber violado las normas de amateurismo: un pequeño periódico regional publicó un artículo en el que aseguraba que, antes de viajar a Suecia, el atleta más importante del mundo –así dicen que dijo el Rey Gustavo de Suecia cuando lo coronó– había jugado en ligas profesionales de béisbol.

En efecto, Thorpe admitió haberlo hecho. Jamás hubiera considerado haber violado las normas ya que había jugado unos meses de verano para juntar fondos para financiar sus estudios universitarios, algo bastante común en jóvenes de esos tiempos con algún talento para el deporte. Lo que ningún periódico aclaró fue que, por aquellas tareas, Thorpe cobró un mínimo de dos dólares por partido y un máximo de 35 dólares a la semana. Un auténtico chiste, aun para la economía de los años previos a la Primera Guerra Mundial.

Lo que tampoco publicó ningún periódico de la época fue que la denuncia estuvo totalmente fuera de tiempo y forma como para ser considerada vinculante. Según las normas del olimpismo de aquel tiempo, toda denuncia que podía derivar en la sanción de un atleta debía ser realizada dentro de los 30 días posteriores a la ceremonia de clausura de las competencias. El sumario administrativo del caso se abrió recién seis meses después del plazo estipulado.

Lo que sí se publicó, parcialmente y mucho tiempo después, fue que a Thorpe se lo sancionó exagerada, extemporánea e ilícitamente sobre todo por su condición de indio: en los Estados Unidos, sólo a partir de 1924 se les concedió la doble ciudadanía a aborígenes del estilo de este enorme deportista.

Racismo en estado puro.

El 9 de agosto de 1936, en el Estadio Olímpico, el mundo del deporte asistió a la última proeza de Jesse Owens. Con la posta 4 x 100 metros logró su cuarta medalla dorada, récord mundial incluido. Todo lo hizo frente a un Adolf Hitler en llamas: nada peor que un negro multicampeón para despedazar aquella mierda de la superioridad de la raza aria.

Las series y las finales de esa prueba se realizaron el mismo día. En parte con el argumento de reservar energías para una eventual prueba decisiva y, sobre todo, para incluir en la supuesta victoria a los dos suplentes del equipo –todos los que compitan efectivamente reciben la medalla, aun cuando lo hagan en la final–, Owens ofreció dejar su lugar a Marty Glickman. Algo similar insinuó Ralph Metcalfe, en beneficio de Sam Stoller. En realidad, otra versión de la historia indica que Glickman y Stoller eran los designados originalmente; finalmente, desplazados.

Lo concreto es que el titular de la Unión Atlética Amateur norteamericana, Avery Brundage, se negó rotundamente a ello. El argumento: bastante molestamos a Hitler con el suceso de un negro como para, ahora, incluir a dos judíos en una posta ganadora.

En 1938, la revista norteamericana Life nombró a Hitler como el Hombre del Año.

Y en 1972, el propio Brundage, ahora presidente del COI –siempre es bueno revisar los caminos que recorren los hombres para ocupar ciertos tronos–, fue quien anunció que los Juegos Olímpicos de Múnich seguirían normalmente, pese a que aún ni siquiera habían sido lavadas las manchas de sangre que dejó en la Villa Olímpica la matanza de atletas y entrenadores israelíes a mano de terroristas palestinos.

Otra saga racista que nadie condenó en aquel entonces. Menos en los Estados Unidos.

En 1960, de regreso de los Juegos Olímpicos de Roma, Muhammad Ali tiró su medalla dorada al río después de agarrarse a piñas en un bar reservado para blancos del cual lo forzaron a retirarse. Ali creía que, habiendo llevado al lugar más alto del podio la bandera de su país, lograría ser respetado como ciudadano pleno de la nación.

El COI le restituyó aquella medalla recién durante el entretiempo de un partido de básquet en Atlanta 1996, en cuya ceremonia inaugural se lo “prestigió” cediéndole el último relevo de la antorcha para encender un pebetero que corrió riesgo por culpa de un ya avanzado Mal de Parkinson.

Tardaron 36 años. Lo suficiente como para diluir el recuerdo del encarcelamiento, quita del título y suspensión que sufrió Ali, que acababa de dejar de ser Cassius Clay y se negó a ir a la Guerra de Vietnam.

Negro, musulmán, desertor. Talentoso, bocón, hermoso y ganador. Demasiado para ser el favorito del sistema.

En 1984, cuando los Juegos Olímpicos de Los Angeles, se dio la particular paradoja de que el atleta más valioso de esa competencia no lograba cerrar ningún acuerdo comercial. Ser un héroe olímpico norteamericano, lograrlo en propia casa, y no verte beneficiado con las mieles del megaprofesionalismo amateur –desde que el deporte es deporte hay cientos de casos de deportistas a los que se les pago para ser aficionados– es algo que no cierra en los libros de historia.

Salvo que, como Carl Lewis, ganador de cuatro medallas doradas ese año, estés más cerca de parecerte a Michael Jackson que a John Wayne. Entonces, el ideal del macho vigoroso y campeón termina sin ser debidamente honrado.

Todas las sociedades tienen su lado oscuro. Conozco pocas, pero supongo que así debe ser. Pasa en la Argentina, en Nigeria, en Inglaterra y en los Estados Unidos.

Después, está en cada uno de nosotros idealizar o estigmatizar. En mi caso aprendí a equilibrar mi balanza respecto de los Estados Unidos. De tal modo, admiro y rechazo casi tantas cosas como en cada país en el que me ha tocado pasar cierto tiempo. Incluido el mío propio.

Por eso, jamás diría que “los norteamericanos son tal o cual cosa”. Ninguna sociedad es sólo algo. En algún lugar del camino somos individuos y, como tales, tenemos facetas, tendencias, gustos y debilidades diferentes.

Sin embargo, la denominada Tierra de la Libertad, según su propio himno, ha tenido muchos exponentes de lo opuesto. Y sospecho que, a lo largo de la historia, no han operado como lobos solitarios, sino como señores con cierto respaldo público.

Por estos días, el mundo encuentra cientos de justificativos para explicar el resultado de la elección menos imaginada de la historia. Lo mismo hubiera hecho, aunque con menos esfuerzo, de haber sido inverso el resultado.

Nada que asombre en un país en el que llevamos un siglo despotricando contra la economía mientras un señor como Domingo Cavallo sigue dando cátedras universales sobre cómo despedazar un país. O donde otro señor como Martín Redrado se convierte en un diagnosticador serial, como si no hubiese pasado décadas de su vida de economista ocupando cargos públicos (sólo sus seis años frente al Banco Central de la administración kirchnerista ameritarían un par de explicaciones; no sólo su salida presuntamente heroica).

Como no quiero dejar de aportar mi granito de arena, enriquezco eso de hablar con el “diario del lunes” con esas delicias con las que el olimpismo ya nos venía avisando que, al final del camino, nadie debería asombrarse tanto porque una gran parte de la sociedad norteamericana haya elegido como presidente a Donald Trump.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil.