No lloro la derrota ante Francia, merecida, aunque generosa con nosotros: era para cuatro a cero. No lo lamento porque la falsa hombría y el abyecto machismo no justifican conquistas. Las conquistas precisan de garra y de hombría bien entendida, claro, pero apenas como un condimento más, para acompañar las virtudes que no poseemos. Requieren del talento que, en nuestro caso, quedó demorado en la aduana de la historia. Claman por una organización que nunca nos distinguió pero amagamos conseguir décadas atrás.
No lloro la eliminación del Mundial de Rusia, justificadísima, porque paradojalmente se trabajó mucho para que eso aconteciese, sumamos demasiados méritos para convertirnos en la peor Selección del Mundial (de un flojísimo Mundial): de hecho clasificamos a Octavos de Final con la peor campaña entre todos los que superaron la Fase de Grupos, llegamos heridos, viviendo situaciones penosas que quisimos disfrazar de heroicas, cambiando juego por exacerbada voluntad, apostando a que el más allá nos ayude, no nos deje más acá.
No lloro nuestra suerte, no, contrariamente la agradezco en doble sentido. Primeramente porque tuvimos más fortuna que la debida, fuimos más lejos de lo esperado ya que siquiera debimos participar de este Mundial: nuestras Eliminatorias fueron tragicómicas. Y en segundo lugar agradezco la ventura de que nos pase esto (hacer las valijas) para –aunque sé que es una mera ilusión–, despertar de nuestras pesadillas que olvidamos apenas abrimos los ojos pero las relatamos como sueños épicos. Somos mejores narradores que jugadores, no en vano acabamos de salir del ‘relato K’.
No lloro nuestro destino porque no es casual. ¿Por qué un país desmoronado podría erguir una Selección digna? Nada lo justifica. César Luis Menotti, quien humanamente no es pimpollo de mi jardín, pero sí –nobleza obliga– fue un estupendo entrenador, decía que “jugamos como vivimos”. Es tan cierta, tan elocuente y tan filosófica esa frase que no deja dudas. Estremece porque preanuncia el triste final que siempre abrazamos. Así, en la cancha no podemos ser más que en la vida, un día, ocasionalmente sí, claro, nos sale bien, pero sin chances de mejoras permanentes.
No lloro por un seleccionado que hasta el final insistió en no reconocer su mediocridad, se repitió con nombres improbables, erró en los electos del plantel, en las alineaciones de cada jornada, en el posicionamiento de Messi (por el medio ante Francia con Pavón sobre la derecha, cuando sabemos que rinde más por la izquierda, donde estuvo Di María que es más productivo cuando se recuesta por derecha). En fin, ¿por qué gimotear? ¿Para fingir un dolor que no existe? ¿Para que los demás vean un sufrimiento que no es tal? No, si eso es ser argento, no lo soy.
No lloro este presente porque no tenemos jugadores de calidad suficiente en todas las líneas y tampoco nos unimos para hacer de los defectos una fuerza anímica extra, no, por el contrario, generamos guetos, pandillas por momentos, dejamos afuera a los Icardi (tampoco solucionaría nada) para incluir a los amigotes de siempre que ya no están para experiencias de alto voltaje. Sí, sólo nos une la desunión de los otros: el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Y por ahí vamos. Así escribimos nuestra historia. Páginas en blanco o verdades a medias. Inciertos inicios, polémicos intermedios y pésimos finales.
No lloro la ‘ausencia’ de Messi cuando mucho se lo necesitaba –como siempre– porque es muy importante que dejemos de depender de los salvadores de la patria que in eternum, por obra y gracia de algún misterio que mal desentrañamos, tuvimos en otras ocasiones: los Passarella, los Kempes, los Maradona, los Messi… Uno sólo no puede salvar a todos todo el tiempo y menos aún en la exigencia mancomunada de un deporte colectivo. Que Maradona nos haya dado un título ecuménico no significa que Messi nos debería dar otro. Pudo haber sido inverso. No lo fue.
No lloro el fin de Enzo Pérez, Marcos Rojo, los arqueros Caballero y Guzmán, Lucas Biglia y algunos otros como el inventado Meza que, se supone, no volverán a vestir la camiseta nacional, pues, nunca debieron vestirla. Guardo ese mejor sentimiento, sí, para el fin de Mascherano, de Di María o de Messi que se retiran con las manos vacías. Parece injusto y supongo que lo es, que Pasculli o Garré sean recordados en la historia grande como campeones mundiales, y ese trío de oro no haya ganado nada, sólo una Olimpíada que no cuenta en las estadísticas mayores.
No lloro como Judas mis pronósticos de estos días, en columnas anteriores, anticipando que teníamos una sobrevida inesperada, tal vez la última, augurando este final, anticipando el adiós. No. Las lágrimas merecen motivos más profundos que el dislate futbolístico, no podemos lamentar la muerte de lo que era para no haber nacido. No importa que seamos argentinos, antes que cualquier bandera geográfica debemos levantar otras, como la de la honestidad y la coherencia, la de la rectitud y el trabajo, la de la justicia y la solidaridad. Y en la cancha la del juego limpio por sobre las demás.
No lloro los 23 años sin ganar nada porque no son un acaso, ese ciclo nos dice mucho, independientemente de que cada vez, como comenté cuando terminó la Copa de Brasil 2014, será más difícil conquistar algo sólo por la historia o el peso de la camiseta. Ahora, que ya mal se juega al fútbol, que se corre y corre, las chances son más parejas, por tanto ya no hay elite y así nuestras posibilidades quedan reducidas a la mínima expresión (¿nuestro actual tamaño?).
No lloro la frustración de los hinchas que gastaron sus últimos ahorros para viajar a Rusia, porque no entiendo qué esperaban, qué fueron a ver ni el motivo de ese aliento desmedido buscando en las tribunas el protagonismo que el equipo no tuvo ni podría tener en cancha. Nadie puede reprocharle nada a la Selección, aunque haya sido nada, hizo más de lo estimado, rindió por arriba de su paupérrimo potencial. Entonces tampoco hay frustración, cero desilusiones.
No lloro por Sampaoli porque se equivocó mucho, aunque nadie se equivoca solo y tan repetidas veces. No lo lloro porque entiendo que precisa dar respuestas, revelar trastiendas que no sabemos: claramente fue traicionado por propios y extraños y hasta ahora guarda silencio expuesto a un ridículo que a nadie beneficia. Pienso escribirle una carta abierta para cuestionarle lo que otros como yo también quieren saber, desean preguntarle. Ahora, tal vez, sin compromisos, responda.
No lloro dolores ajenos. Esta Selección no me representa. Si usted se identifica con ella puede llorarla pero sepa que un día podrán faltarle sollozos para quien se los haya ganado. Quien le duela este equipo precisa reflexionar. Preguntarse por qué Uruguay llega más lejos que nosotros partiendo de la humildad, colocando el conjunto por sobre las individualidades y sin necesidad de copar estadios zaristas, sin shows para las redes sociales. Ejemplos para espejarnos no faltan, sólo nos falta mirarnos en ellos y filtrar conclusiones, imitar procesos, copiar estímulos, buscar inspiraciones. Dejar nuestro falso orgullo para atrás.
No lloro por ti Argentina porque el sentimiento patrio tiene una grandeza, si lo adoptamos, que no puede estar representado por ‘eso’ que mostramos en Rusia, por lo que construimos en las últimas dos décadas, permitiendo que el caos se instale con protagonismo excluyente, destruyendo nuestras posibilidades, encumbrando personajes siniestros, dejando a la virtud de lado en pro de ventajas que, tarde o temprano, se pagan. Siempre se pagan.
No lloro por una propuesta sin rumbo, sin ideas, sin personajes para llorar. ¿’Chiqui’ Tapia? ¿Sampaoli? O los que no fueron: ¿Martino, Bauza? Todos borrando con sus mangas lo que los otros escribían para, al final de cuentas, narrar el mismo texto. Somos eso que vimos. Poco y nada. Curiosa y contradictoriamente, esta Selección nos representa como nadie. Posiblemente sea la peor de la historia, pues tal vez vivamos la peor Argentina de la historia. No nos mintamos más. Estamos desnudos, al descubierto.
No lloro la colección de tarjetas amarillas que dejamos incompleta en Kazán, al volvernos antes del fin. No lloro que no se le dio continuidad al proceso de Sabella porque lo de Sabella, cuatro años atrás, fue un milagro que engañó a los que no quisieron verlo, es decir a casi todos los argentinos que dan por la Selección lo que no entregan por su país, el verdadero, no el de los botines. Por eso somos una patada en el traste y no mucho más.
No lloro por ti Argentina. Ni una sola lágrima. Ojalá un día pueda llorarte, rezo para que merezcas ser llorada, imploro para que riegues y sostengas ese sentimiento con las virtudes que desestimamos, pido para que dejemos de mirar por sobre los hombros… Pero sé que es difícil que eso suceda porque la Selección y el fútbol no son un atolón perdido en el mar social, aunque hasta hace poco hayan sido una casualidad casi milagrosa. Es el fin de esa quimera. Ahora y antes que nada y por detrás de cualquier expectativa futbolera debe existir un país que hoy no tenemos.
¿Por qué llorarte Argentina?
(*) Autor de ‘Archivo sin Final’ (Selección Argentina), en español; ‘Gloria Roubada’ (los fraudes en los Mundiales) y ‘Penta’ (Brasil 2002) en portugués, entre otros.