jueves 28 de marzo del 2024

Los indicios que dejó Ginóbili en su último partido

Por Carlos De Simone | El pasado 25 de abril Manu disputó su último juego con San Antonio Spurs y sus gestos ya anticipaban lo que nadie quería.

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Quiso que el final fuera con la pelota en su mano. Como si lo hubiese elegido para un último acto: en cancha, no en el banco. Jugando, y con la Spalding entregada al ir y venir de su zurda. ¿Por qué iba a pedir esa pelota con el 99-91 en contra instalado, con apenas 9 segundos por jugar de un partido terminado y la eliminación decretada? ¿Por qué iba a querer tener esa pelota que nadie quiere, qué sólo sirve para que se consuman instantes de nada?

Cruzó mitad de cancha sobre la izquierda, escuchó la sentencia de la chicharra y no dejó que esa última pelota fuera el pase intrascendente a las manos de uno de los árbitros, como en cualquier final de partido. No. La tomó con las dos manos, juntó fuerzas, levantó la vista y la lanzó bien alto, hacia el techo de ese estadio que festejaba el triunfo de Golden State. Y se quedó mirándola por un momento, cómo si contemplara irse a una paloma a la que acababa de concederle como premio la libertad.

Ese momento de ausencia, esa soledad rodeada de miles, se pareció a una celebración íntima de Emanuel Ginóbili, la forma improvisada de rubricar una decisión tomada en secreto.

Uno quería estar equivocado, pero esos 9 segundos finales parecieron los de alguien que los sabe como despedida y que se propuso naturalizarlo, hacer como si nada, disfrazarlo de un juego que terminó y nada más. Casi una sobreactuación de antihéroe que exagera el papel de duro porque no sabe en qué lugar de la cancha pararse cuando propios y rivales lo obligan a jugar de prócer. Así que nada de escenas sensibles ni de sumar estadísticas de lágrimas a los muchos récords que lo tienen en lo más exclusivo de la historia de la NBA.

Ginóbili aseguró que lo pensaría en familia y luego decidiría si está dispuesto a colgar esa camiseta 20 de los Spurs, a dejar de estremecerse con ese sonido musical de la red con cada triple que entra sin tocar el aro, de sentir ese vientito en la piel en cada salto entre gigantes, de disfrutar de cada viaje a la felicidad en bandeja.

Y uno hace que le cree, a pesar de lo que ve y vuelve a ver en esos 9 segundos. Trata de convencerse de que  no está viendo un momento último, no se resigna al capítulo final de una serie favorita con la que se apasiona y emociona desde hace 16 temporadas. Insoportable imaginar ese vacío, convertirse en uno de los miles de viudos que se codearán como en un rebote para ser quien más lo admire. No hace falta tener que extrañarlo. Ya se sabe que Manu cada día juega mejor.