Banderas celestes y blancas son agitadas en el estadio. El himno argentino suena en una cancha de NBA. El público aplaude, grita y se emociona hasta que el nudo en la garganta por fin sale y es todo un mar de lágrimas. A miles de kilómetros, los no tan privilegiados lo vemos por televisión. Y también sentimos esa sensación de piel de pollo, con un poco de orgullo y alegría por haber sido contemporáneos a un deportista de semejante talla. A su vez, es inevitable no sentir la tristeza del adiós.
Manu Ginóbili fue el mejor basquetbolista argentino y uno de los mejores deportistas de nuestro país. No se aceptan discusiones.
Del sueño a hacer historia. “Esto no me puede estar pasando a mí”, dijo Manu en esa noche tan especial. Mientras retiraban su camiseta, él estaba ahí, con la mirada llena de sentimientos, rodeado de su familia, y de sus compañeros de equipo y de la Selección. Sin poder creer lo que ocurría, con esa humildad que lo acompañó todo el camino hacia la cima. Era emocionante desde la alegría. El mismo reconoció que sus lágrimas eran de felicidad y no de melancolía. Su mujer y sus hijos, ese pilar fundamental que lo acobijó en sus momentos claves, esa contención que todo deportista (y toda persona) necesita para poder dar más, ese refugio al que uno vuelve siempre.
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El jueves, mientras veía el retiro de su camiseta, se me vinieron a la cabeza esos mil momentos que me contagió la Generación Dorada y toda la admiración que me traspasaban con su juego, su carisma y el sentido de pertenencia que provocaron en un deporte que tenía muchos adeptos pero no se terminaba de asentar. El compañerismo fue la base. Todos nos reíamos, sufríamos y festejábamos con ellos. Era con ellos. Pasaron ya 15 años y todavía recuerdo los nervios y la locura que me corrió por el cuerpo en esa semifinal contra Estados Unidos. ¡Y ni hablar de esa épica palomita de Ginóbili contra Serbia! Considero que ahí se empezó a ganar la medalla de oro. Recuerdo esos momentos y el corazón me late fuerte como ese mismo día. Recuerdo a los jugadores con sus coronas de laurel, agarrando con fuerza esa presea brillante. Las sonrisas se les caía de la cara y en Argentina nos desbordaba el orgullo. Esos tipos levantaron la bandera de nuestro país contra todo pronóstico. Y Manu fue la pieza fundamental, rodeado de monstruos, no aportó un granito de arena, más bien diría que fue un médano.
Este equipazo se potenció el doble. Y así fue que gran parte de ellos estuvo convocada a esta noche tan especial para Ginóbili. La impronta tan albiceleste que tuvo la jornada deslizó que no era descabellado pensar que el homenaje también corrió para los presentes Nocioni, Scola, Oberto, Montecchia, Gabriel Fernández, Pepe Sánchez y Prigioni, como representantes del Seleccionado. La Generación Dorada conquistó el corazón estadounidense. El estilo de juego basado en el conjunto golpeó duro al país fundador de este deporte.
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Ganador de cuatro anillos, único basquetbolista en ganar medalla de oro, Euroliga y campeonato de NBA, tercer jugador con más partidos en fase regular en San Antonio, más triples, mayor cantidad de robos, todas sus asistencias, toda la magia, la habilidad. ¡La cantidad de récords y números apabullantes! Logros individuales y grupales, todo con esfuerzo y trabajo como condición única. El liderazgo como faceta extra para aportar. Un carácter definido que marcó a fuego su carrera.
De la mano de Gregg Popovich, con quien conformó la dupla jugador-técnico más ganadora en la historia de los Playoffs, sus mejores versiones salieron a relucir. “Lo que aprendí de vos como persona fue muy importante”, confesó delante de todo el AT&T Center.
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De Bahía Blanca a la NBA. De soñar con formar parte a establecerse como ídolo, tocar el éxito y ganarse el respeto de todo el mundo del deporte. Un tipo que cerró la grieta.
Cuando decidió no jugar con la Selección, esa decisión se entendió y no se condenó. El público actuó de forma racional y le dio ese “changüí”. El consiguió esa consideración y devoción a fuerza de ser todo lo transparente que puede ser un deportista, siempre mostró su cara más humana y el mejor ejemplo en lo deportivo. La constancia y su talento natural le valieron toda esa aprobación de periodistas, colegas y entrenadores. No cualquiera puede sostenerse en el altísimo rendimiento hasta los 41 años.
El sueño se hizo realidad y la realidad se convirtió en historia. Manu llevó todo un escalón más arriba y pasó a ser una leyenda.
Nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil