“¡Oh hi de puta bellaco, y cómo sóis desagradecido, que os véis levantado del polvo de la tierra a ser señor de título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo!”. Don Quijote de Miguel de Cervantes Saavedra.
En esta novela de la Copa de la Superliga, entre Boca y Vélez, hay muchos adjetivos le caben al menor de los Zárate. Adjetivos asumidos por posturas y actos. Todos deberíamos convenir, por valores de conducta y por empatía con el prójimo, que lo de Mauro Zárate ayer estuvo mal, muy mal, pero es curioso ver cómo eso no necesariamente está pasando. Hay compañeros, como Darío Benedetto, que se suman a plegarse en chicanas baratas. Hay hinchas que lo defienden porque él defiende sus colores, sin darse cuenta que si estuviera del otro lado se sentirían ultrajados. Hay comunicadores que, buscando la disputa que traiga un punto más de rating, avalan públicamente bravuconadas innecesarias.
A los cinco años, todos los sábados, Mauro Zárate pateaba su pelota contra el muro de la cancha auxiliar del Polideportivo de Vélez Sarsfield. De tanto en tanto aparecía algún chico de su edad para jugar pero generalmente estaba solo, sin otros niños cerca, entreteniéndose con la pelota. Dale que dale contra la pared, iba y venía, con derecha y con izquierda. Los que veíamos la imagen, siendo unos cuantos años mayores que él y compañeros de su hermano, nos dábamos cuenta que tenía talento. Los adultos, que además entendían las implicancias del contexto familiar, sabían que si no pasaba nada raro sería un jugador que daría que hablar: Mauro era el quinto hermano varón de un clan que, para ese entonces, ya tenía un futbolista profesional (Sergio) y donde había otros dos que iban camino a serlo (Ariel y Roly).
Como era de esperarse, cuando cumplió la edad, Mauro entró en las Infantiles de Vélez y recorrió el mismo sendero hasta llegar a Primera División. La institución fue el lugar que lo contuvo. Al igual que a sus hermanos y que a muchos más, nos dio la chance de convertirnos en futbolistas profesionales. En el mundo actual, la carrera de un jugador raramente empieza y termina en el mismo club. Podría llegar a darse en Europa pero, si el jugador es muy bueno, como lo es Mauro, es imposible en la Argentina.
Todo futbolista es un trabajador y quiere lo mejor para su corta carrera deportiva. El hincha es un apasionado y quiere lo mejor para su club. Muchas veces, lo mejor para el club puede no ser lo mejor para el jugador y los caminos se bifurcan. Es lógico que así sea. Cómo y hacia dónde se bifurcan, es lo que marca la futura relación. Al igual que Mauro, hubo una buena cantidad de futbolistas surgidos de Vélez que se fueron a clubes que no contaban con la simpatía del hincha. Sin ir muy lejos, uno de sus hermanos jugó en All Boys, otro en River y en Huracán.
En mi caso y como pasa muy frecuentemente, volver al club con una camiseta que el hincha considera rival puede herir suceptibilidades. Con la camiseta de Godoy Cruz o de Gimnasia de Jujuy no sufrí grandes sobresaltos, pero no voy a ocultar que recibí algunas agresiones e insultos cuando volví con Argentinos y con Nueva Chicago. Algunas de las cuales me dolieron mucho, porque parte de mi familia es de Vélez, al punto de que mi primo Pablo está cremado y sus cenizas descansan detrás del arco de la cabecera del estadio pero mi obligación, no importaba la historia familiar ni la gratitud por lo dado, era jugar a ganar: en una lo logré, en la otra perdí.
Más allá de los insultos y escupitajos o las desubicaciones, en líneas generales, el futbolista sabe diferenciar: el par de aficionados involucionados socialmente y lo que significa una institución que te ha dado la oportunidad de trabajar y progresar. El respeto va más allá de lo que los hinchas de cada club piensen entre ellos o de los jugadores que se van a “la contra”, la gratitud del futbolista debe trascender a los hinchas y a su sentimiento de afinidad o rivalidad. Eso hay que tenerlo claro.
Por eso es tan triste ver lo de Mauro. Escucharlo como con sorna afirmó que era esperable que pasara el equipo grande. Verlo haciendo cuernitos en la mitad de la cancha o festejar el penal como un loco desaforado que se golpea el pecho, como queriendo llegar al corazón, a un corazón vacío de empatía. Porque si tuviese empatía debería haberla demostrado con sus ex compañeros y colegas antes de cometer esas bajezas: son jugadores con los cuales tal vez dentro de un par de años le toque compartir nuevamente vestuario. También es doloroso ver su ira contra muchos hinchas de Vélez que lo vieron crecer y que nunca le hicieron nada, y por eso es tan triste lo de Mauro porque denota ingratitud: uno de los peores sentimientos humanos.
En la trama final de la novela, consumado ya el desenlace, Mauro Zárate muta tristemente de personaje y deja el rol del caballero interesado que sucumbió y se fue con otra (camiseta) que le prometía más títulos, como le sugería Sancho Panza, para convertirse lisa y llanamente en el mismísimo bellaco mentecato. Ni Miguel de Cervantes hubiese llegado a tanto.