viernes 06 de diciembre del 2024
El retiro de "Pintita"

El crudo relato de Gago sobre sus lesiones: “El alma duele más que el tendón”

Dudas, incertidumbre, culpa, el fantasma del retiro prematuro y, por fin, la inmensa felicidad por la recuperación. En este relato que salió publicado en el libro “Pelota de papel 2”, Gago describe la pesadilla que significó la rotura del tendón de Aquiles.

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El alma le duele más que el tendón.

Más que todo.

El número 5 hace memoria de sí mismo y no puede creerlo. Se mira, se ve y disfruta, como desde que pateó por primera vez una pelota, de jugar en el club del cual es hincha y en el que se formó desde pequeño.

Conoce cada metro cuadrado de las instalaciones, del estadio y del césped. Sabe de su importancia dentro del equipo y es consciente de que su ausencia durante siete meses por una grave lesión se notó. El hombre, que hace un puñado de días cumplió 30 años, hace lo que más le gusta. Lo que más adrenalina le genera. Y encima, el partido de esta tarde es contra el rival de siempre. El de toda la vida. Al que siempre se le quiere ganar.

El partido está 0 a 0. Es áspero como cualquier otro clásico, pero leal. Se va el primer tiempo. Pero cuatro minutos antes del pitazo del juez...

¡Tac!

Lo primero que hace el volante central es mirar de reojo al delantero rival. Cree que fue él quien lo pateó. O que lo pisó. O que algún contacto físico tuvo con él. En realidad quiere creer eso porque no quiere creer lo otro. «Lo otro» que no quiere creer es lo que acaba de pasar en realidad. Y es que se rompió de nuevo el tendón de Aquiles izquierdo. No es posible. No puede pasar. Otra vez la pesadilla, no. Si en la rehabilitación anterior hizo los deberes. Si los médicos le dieron el alta. Si en la puesta a punto física no sintió dolor alguno. Si....

Hace menos de una hora ingresó al campo de juego al trotecito. Ahora, se va de la cancha a bordo del carrito, recostado, tapándose el rostro con las manos y con el tobillo izquierdo inmovilizado. Minutos después dejará el estadio en muletas, sin que el pie izquierdo tome contacto con el suelo. Aún no lo sabe, pero pasarán varias semanas para que pueda volver a pisar con ese pie.

Los estudios confirman el peor diagnóstico. Y entonces se derrumba todo. El miedo y la impotencia vuelven a hacerse presentes. Y sentimientos de culpa. «¿En qué fallé?», se pregunta, hasta que comprende que las fatalidades existen, que le tocó otra vez, y que irremediablemente se vienen días de lucha, de tratar de salir rápido de una recuperación larga, de trabajos en triple turno y de que toda la energía esté focalizada en un solo sector de su cuerpo: el tendón de Aquiles izquierdo.

La segunda operación despeja dudas. Todo lo malo que puede pasar, sucede. La lesión es aún más grave que la que sufrió solo siete meses antes. Esa noticia es un golpe muy duro. El hombre tambalea, y no por su falta de equilibrio con las muletas. Tambalea internamente. Está shockeado. No resulta tan sencillo imaginarse otra vez de pie y sin dolores, y mucho menos con una pelota bajo la suela. Más sabiendo de primera mano lo que le espera: una larga y dura recuperación. Otra vez. No quedan muchas opciones, es esperar un proceso de inmovilización donde la duda pasa por ver cómo reacciona el cuerpo. Le duele todo.

Pero lo sabe, y bien que lo sabe: el alma le duele mucho más que el tendón.

¿Puede el peor momento de una persona convertirse en la mejor experiencia de su vida? ¿Puede un ser humano descubrir ante la adversidad que, aunque por momentos dude, está completamente capacitado para superar y dejar atrás ese obstáculo? ¿Acaso eso puede servirle para reconfirmar también que los seres queridos que lo rodean, lo aman y lo acompañan realmente en las buenas y en las malas?

Todas estas preguntas tienen una misma respuesta.

Sí. Puede.

Durante esos primeros días tras la operación, pasan millones de cosas por la cabeza del volante central. El panorama es desolador. La decisión del retiro está tomada. No hay nada que lo motive para volver a recuperarse. Volver a atravesar el largo proceso de rehabilitación. ¿Para qué? ¿Quién le garantiza que no se volverá a romper? ¿Y si, más allá del fútbol, no puede volver a caminar con normalidad nunca más? Al fin y al cabo, aún es joven. Con toda la vida por delante.

Como en tantas otras ocasiones, el hombre se aferra a sus seres queridos. Un pequeño viaje con su esposa, también deportista, le sirve para ver la luz al final del túnel. Gracias al apoyo de ella y al amor que sus hijos le inyectan con cada mirada, con cada sonrisa y con cada mimo, entiende que realmente no puede dejarse vencer sin intentar superarlo. El poder de la sonrisa de ellos le cambia el humor y le hace olvidar todo el sufrimiento. Siente que tiene que darles un ejemplo a ellos. No puede derrotarlo una lesión. No puede retirarlo una lesión. No puede...

Son unas vacaciones con algo de magia. Muy oportunas. En el momento indicado. Se va seguro de que al volver anunciaría su retiro de la actividad, pero regresa de ellas con la convicción de iniciar, otra vez, el camino de la recuperación. Aun cuando ya sabe todo lo que le espera, con momentos en los que tendrá que esforzarse mucho para no derrumbarse frente a alguna nueva adversidad en el proceso de rehabilitación.

Los primeros meses son difíciles. Sin mucho por hacer. Cada ejercicio de gimnasio y de pileta resulta escaso. Y lo peor: no nota mejoras. Todo es muy lento. Pero mientras el tiempo avanza, la evolución, aunque a cuentagotas, también. Y de eso se aferra.

Hasta que empieza a salir el sol. La parte donde se lesionó de a poco vuelve a moverse de un modo más natural, sin tanto dolor y comienza a sentirse sano. Y aunque está feliz, internamente espera el ansiado día de volver a correr. Queda mucho tiempo para eso, pero todo sirve para aferrarse y sostenerse, sobre todo en los momentos en los que el ánimo baja al subsuelo.

Los trabajos se van intensificando, siempre bajo las indicaciones de los médicos del club, siempre dispuestos a acompañar, a alentar, en doble o triple turno. Lo que fuere por volver a ser. En ese contexto, cada día sirve para evaluar cómo reacciona la zona lesionada luego del trabajo del día anterior.

Después de cinco meses, arranca la mejor parte: el volver a creer y a superar miedos. El desafío se pone en marcha desde el lugar correspondiente: la cabeza. Y, sin dudas, es lo más importante de todo este proceso, porque superar una adversidad así requiere estar bien consigo mismo. Sin dudas. Sin temores. Fuerte. Muy fuerte. Física y mentalmente.

El volante central necesita a su esposa y su familia, siempre presentes. Alentando y sosteniendo. Pero también sus amigos, entre los que se destaca el que lo desafía, lo pincha, le toca el orgullo y le dice que, para él, su amigo futbolista no volverá a jugar más. No para humillarlo, sino para darle otra dosis de motivación.

Mientras las hojas del calendario se acumulan sobre la mesa de la cocina, todo parece encaminarse. Los trabajos en el gimnasio y la pileta se intensifican, y el sueño de volver está más cerca.

Pero de pronto, otro sopapo del destino vuelve a generar un cimbronazo y pone a prueba la fortaleza física y mental. En unas de las resonancias de control aparece una imagen que no es buena. El mensaje de los profesionales es duro de asimilar: no solo hay que frenar la recuperación, sino que también es necesario retroceder algunos casilleros en el tablero. El último mes de trabajo ha sido en vano. Lo que había logrado en toda esa etapa, se desvanece de golpe. Justo cuando ya estaban desapareciendo, las dudas, los fantasmas y los miedos vuelven todos juntos.

Es un mes muy difícil porque no se puede avanzar en casi nada mientras no desaparezca esa manchita en la resonancia del tendón. Sin dudas, es la parte más crítica de la lesión. Ni el dolor inicial, ni la operación, ni las muletas. Ahí es cuando entiende lo que realmente quiere y necesita. Pero la vida es la vida, y así como hay dolores que tardan en irse, hay amores que nunca se van. Entonces estaban de nuevo, una y mil veces. De nuevo su esposa. De nuevo sus hijos. Y también su amigo y psicólogo Iván.

En ese momento fue cuando el No 5 conoce el significado de la palabra «resiliencia»: capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas. Y entonces recuerda el caso Ronaldo, el Fenómeno, su ex compañero de Real Madrid en 2006, que después de romperse dos veces el tendón rotuliano de la rodilla derecha en 2000, volvió más fuerte que antes y fue el goleador y la gran figura del seleccionado brasileño, campeón mundial en Japón/Corea del Sur 2002, para luego seguir rompiendo redes por casi diez años más. O el del francés Franck Ribery, que a los 2 años coqueteó con la muerte en un accidente automovilístico, sufrió de bullying en la escuela debido a las profundas cicatrices que le dejó en su rostro aquel episodio en el que atravesó el parabrisas, y que pese a todo eso se convirtió en un referente de la selección francesa y del Bayern Munich. Y también conoce la historia de Bethany Hamilton, una joven surfista hawaiana, a quien un tiburón le arrancó el brazo izquierdo a los 13 años y solo cuatro años después llegó a la categoría profesional y logró el segundo lugar en el Campeonato Mundial Junior.

A partir de entonces todo le resulta más fácil. De allí en más, nada lo desvía del objetivo trazado. No hay ninguna duda: tiene decidido volver a jugar al fútbol. No lo va a retirar una lesión de ninguna manera. Sigue con la recuperación con mucha más energía que antes. Se siente un superhéroe y saca fuerzas de donde creía no tener. Nada puede detenerlo. Ni el crudo invierno, ni lluvias torrenciales eran excusas válidas para no entrenarse.

Entonces, los entrenamientos son mucho más duros que antes. El tendón responde bien y el progreso es notable. El volante central empieza con los entrenamientos más específicos, en los cuales le va sumando acciones de juego. Los primeros días son raros, con la dificultad de volver al nivel y al ritmo de competencia, y con roce, después de seis meses entrenándose solo. Todo parece nuevo.

Cuando llega el alta médica, después de todo lo atravesado, la satisfacción es inmensa. Pero falta algo: volver a jugar. Resulta indescriptible llevar a palabras la sensación de aquellos primeros movimientos con el plantel. Volver a sentirse jugador de fútbol. Retomar su romance con la pelota. Durante casi un mes y medio de trabajo con el primer equipo, alcanza el ritmo de sus compañeros.

Todo está listo para jugar en un partido de reserva. Pero un día antes pronostican lluvia. Justo lluvia, esa que junto al fútbol conforma un romance hermoso. Esa que lo hizo embarrarse hasta los párpados en un fútbol de infancia con lluvia, o que le impregnó para siempre en su memoria el olor a pasto mojado durante algún partido suyo y feliz con lluvia en las inferiores del querido club, esta vez es inoportuna. Esta vez, lluvia no. No para él. No para su tendón.

Y aunque el volante central hace fuerza para que los del servicio meteorológico fallen en su pronóstico, finalmente llueve y el partido se suspende. Pero no deja de ser un lindo aprendizaje para calmar la ansiedad y para aprovechar una semana más de puesta a punto. La lluvia no le saca nada, sino que le regala unos días más de entrenamiento antes del esperado regreso.

Entonces, llega. Después de 186 largos días, el No 5 está otra vez en su hábitat natural, dominando el mediocampo, dando indicaciones y besando a la pelota con su botín derecho. Como nunca y como siempre. Su fortaleza mental le permite terminar de vencer los miedos y temores. Incluso, se permite un viaje en el tiempo a épocas anteriores. A sus primeros pasos en las inferiores y en la misma reserva, cuando lo llevaban su papá y su mamá.

Aquel jueves de octubre de 2016 todo vuelve a ser como en esa época inicial, con tanta inocencia y con tantos sueños. Con su mamá en la tribuna, como siempre, y con su papá también presente y acompañándolo, pero desde otro lugar: desde el cielo, como viene haciéndolo desde 2005.

Los amigos de siempre tampoco se lo quieren perder, y lo sorprenden desde las gradas. Todo es mejor que lo soñado. Incluso la energía positiva también le llega desde su hogar, donde su esposa y sus hijos miran el regreso al fútbol de su padre en vivo, a través de la computadora.

El futbolista sabe que jugó unos 60 minutos. No recuerda si lo hizo bien o mal, porque lo único que lo hace feliz, esa tarde, es, justamente, estar jugando. Otra vez. De pie. Y todavía falta preparar el regreso a la Primera División.

«El domingo jugás», le dice el DT. Y la frase lo conmueve de pies a cabeza. Las sensaciones son similares a las que había sentido hace más de una década, cuando le avisaron que debutaría como profesional. Se viene otro clásico y los días previos son lindos, emotivos, nostálgicos. Vuelve a pensar en todo lo que dejó atrás, tanto sufrimiento e incertidumbres que ya son parte del pasado. Empieza un camino nuevo. De mucha ilusión. Y, sobre todo, de más disfrute.

Llega el día del partido y no hay nada en su cabeza que le pueda sacar esa felicidad de poder haber logrado el objetivo que se había propuesto: recuperarse. Tiene la sonrisa tatuada en su rostro. Y como si todo eso fuera poco, juega un partidazo. Es una de las figuras de su equipo, que gana, y todos hablan de su gran regreso. Todo es perfecto. La felicidad, enseñanza para resilientes y para todo el mundo, ni siquiera reside en el partidazo o en los elogios. La felicidad está, más radiante que nunca, en los ojos de los que lo quieren, de aquellos que están siempre. En las buenas, sí. Pero en las malas mucho más.

Meses más tarde, su equipo se consagra campeón, una vez más. Con él como capitán. De pronto, en plena vuelta olímpica, se abstrae. Poseído por una emoción que lo desborda por completo, de la mano de sus hijos atraviesa la cancha, esa que conoce de memoria. Se sienta en el círculo central y llora como un niño. El círculo se cierra. La película tiene un final feliz.

El No 5 jamás pensó que ese mal momento se convertiría en una de las mejores experiencias que le tocó vivir. Gracias a aquello, aprendió que siempre se puede salir adelante de cualquier situación extrema que aparezca en el camino, y lo preparó como nunca para lograr, una y otra vez, y todas las veces que sean necesarias, recuperarse. Para volver a ponerse de pie y enfrentar cualquier batalla, aun cuando casi nadie lo crea posible. Excepto él, claro, y los seres queridos que lo rodean a diario. Así en la tierra como en el cielo.

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