Mira, piensa, analiza, devuelve sentencias como si fueran pases de gol. Martín Caparrós vive como Juan Román Riquelme, ese alter ego que juega como Caparrós se jacta de vivir. Hay un instante en la vida en que, sin embargo, el escritor deja de vivir así, como juega Riquelme. Y es justamente cuando va a la cancha a ver al diez de Boca y compañía: “Es la salvajería feliz”, resume.
—¿Qué es lo que más te conmueve del fútbol?
—Si lo pienso desde la frialdad, bastante poco. Pero eso es lo que me conmueve, el hecho de vivir una situación que en sí es una estupidez; a mí durante dos horas por semana nada me va a importar más que eso. Es hacer algo que no tiene relevancia, que en última instancia no interesa, y hacerlo con gran apasionamiento. El fútbol está totalmente encapsulado, sucede en ese momento. Y después no importa lo que pasó; eso es lo bueno y lo malo que tiene.
—¿En la cancha conservás tu pensamiento crítico?
—Puedo sacarme como muchos y putear como muchos. Igual yo me jacto de saber ver fútbol. Llevo más de 45 años viendo fútbol, entonces más o menos lo entiendo. Tengo mis pequeñas vanidades: siempre digo cuál va a ser el próximo cambio y en el 80, 90 por ciento de los casos, acierto. Y por eso me gusta mucho ir a la cancha, porque ver un partido por televisión es muy incompleto, no se ve lo posicional. El fútbol es mucho más que lo que pasa donde está la pelota.
—¿Ir a ver a Boca te atrae siempre o depende de quién sea el técnico o cómo juegue el equipo?
—Me gusta mucho más cuando tengo una expectativa de que pase algo atractivo. En la segunda parte del campeonato pasado, había días que pensaba para qué voy; sabía que iba a ver partidos malos. Eso te saca las ganas. El fútbol argentino es como la Argentina, un país que decidió volcarse a la exportación de materia prima; nosotros exportamos carne de futbolista como soja para los chanchos chinos. Como resultado de eso, los que juegan en el campeonato argentino son los pibes que todavía no compraron, los viejos que están de vuelta o los mediocres que nadie va a comprar.
—Hablás de la segunda parte del Apertura pasado, en la que no jugó Riquelme.
—Román es uno de los pocos jugadores de fútbol que hay en el país. En un universo de pataduras y picapiedras hay un tipo que cuando para la pelota, cuando mira y hace la jugada que nadie había imaginado antes que él, marca una diferencia extraordinaria. Detesto cuando dicen “no corre”. ¡Si no necesita! Con su inteligencia y su toque hace correr mucho más el juego que si corriera él. Marca una diferencia extrema, lo cual es una pena; tendría que haber más que hagan eso.
—¿Qué le cuestionás a Falcioni?
—Distintas cosas. Por un lado quiero ver belleza; y el Boca de Falcioni esquiva la belleza como si fuera la peste negra. Pero también quiero ver un equipo de Boca que se plante, que diga acá estoy yo. Boca tiene muchas ventajas en el fútbol argentino: es el equipo con más posiblidades económicas, con más historia, con más peso en este momento, muy claramente. Entonces, que reúna todo eso y que vaya a jugar todos atrás contra Banfield me parece muy pobre. Y encima con varios jugadores que no son los adecuados. Fijate cuántas veces Somoza da un pase para adelante por partido. ¿Tres, cuatro? Fijate cuántas veces Somoza se esconde cuando un central de Boca tiene la pelota. Es el tipo que tiene que ir a buscarla para distribuirla, que es lo que hace un cinco. No lo hace. Después dicen que Riquelme está jugando muy abajo. Está jugando abajo porque el cinco no sube, no lleva la pelota. El ocho es una especie de tiro al aire que corre por ahí y al once nos lo vendieron como que tiraba caños y hacía firuletes y de vez en cuando lo aplaudimos porque se tira al suelo. Boca es un equipo sin mediocampo, sin creación.
De Dieguitos, Lioneles y nosotros. “En la época del Mundial de Sudáfrica llegué a Bangladesh, que es un lugar muy alejado de todo lo occidental, y apenas salí del aeropuerto vi banderas argentinas. Le pregunté al tipo que me fue a buscar y me explicó que era por el Mundial; faltaban diez días para que comenzara. Como ellos no tienen un equipo para seguir, habían decidido ir por Argentina. Había algunas banderas brasileñas, italianas, unas pocas españolas, pero la gran mayoría era de Argentina. Pero además, muchas más de las que se ven acá. Sorprendido, le pregunté por qué. Y me contestó que por Maradona. Entonces le dije que Maradona ya no jugaba. Y me contestó: “Todavía es el jefe”. Después me aclaró que también era por Messi.
—¿Qué etiqueta se ajusta más a los argentinos: la de Maradona o la de Messi?
—Cualquiera de las dos es absolutamente ridícula. Me llama la atención que millones y millones en el mundo sólo saben de la Argentina que existe Maradona. Y que ahora también existe Messi. Los demás argentinos, los otros 40 millones, somos una especie de confusa nube de pedos que aureola la cabeza de Maradona. O ahora Messi. Es poco, es un destino mezquino. Así que me da igual que sea de Maradona o de Messi. Es cierto que Maradona tiene como unas características, esto de que es un vivo, un peleador, un ventajista, astuto, inteligente, que lo acerca más a la idea que los argentinos tenemos de nosotros mismos. En cambio Messi es demasiado con respecto a esa idea que tenemos de lo argentino. El es un pibe tranquilo, nunca se mete en quilombos, parece hacer nada más que su laburo, y eso para los argentinos resulta un poco extraño. Creo que es una de las razones por lo que no terminamos de asumirlo del todo como argentino. Llega el Mundial y es como decir: este pibe que es tan bueno justo juega para nosotros. En cambio, Maradona es un caldito de argentinidad, con lo bueno y lo malo que eso puede significar.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil