“Cuando se alza el telón ir a esconderse y esperar hasta que todos lo abandonen a uno.Salir y tocar”. ‘Pieza de concierto’. Otoño 1963. De ‘Pomelo’ (1964), un libro de instrucciones. Yoko Ono (1933).
¿Para qué sirve el silencio? Para pensar, seguramente. Para hacer música, explica Ed Harris como Ludwig en Copying Beethoven. Para otorgar, dice el refrán. El silencio puede ser alivio o castigo; paz o furia. Puede alejar o atraer. Es incómodo. Muchos le temen; prefieren taparlo de cualquier manera.
El compositor contemporáneo John Cage desafió al silencio con una obra muy provocadora llamada 4’33’’. Ninguna nota es tocada en todo ese tiempo. El contenido sonoro es el ruido de la sala: toses, suspiros, el roce de aquellos que, incómodos, se retuercen en su butaca; el crujir de las páginas de la partitura que el solista recorre y lee.
Involuntariamente vanguardista, nuestro fútbol repetirá la experiencia, pero de manera opuesta. Durante 90 minutos el silencio reinará en el estadio de San Lorenzo y sólo se podrá oír a los futbolistas, siempre enmudecidos por la multitud. Gritos, choques de cuerpos en pugna, jadeos, el estallido hueco de la pelota impactada. Como Cage, el fútbol nativo indaga en sus límites. Tal vez descubra cuán bajo ha caído.
El partido contra Vélez, tan decisivo para el club del torturado Abdo –el presidente de la deuda interna–, se jugará sin público. Y todo en nombre de “la seguridad”.
Sólo así, explican, se evitarán disturbios, corridas, destrozos, peleas, armas de fuego, facas carcelarias, palos, detenidos, heridos. Muertos. Una fórmula sencilla, brutal: dejar a la gente afuera y listo. Se acabó el problema. Ahá. Recuerdo a varios gobiernos que usaron la misma receta, a lo bestia, con resultados espeluznantes. Igual nos fuimos al descenso. Todos; no sé si recuerdan.
La pica con Vélez comenzó hace unos treinta años, cuando San Lorenzo, ya sin cancha y descendido, les alquilaba el estadio. Al ver que la pasión de sus hinchas despertaba una alarmante simpatía entre los más chicos, el club decidió no renovarles el contrato. Hubo tensión creciente, peleas menores y chicanas del estilo “Mirá las copas que gané” o “¿Viste cómo te copé la cancha otra vez?”. Pero la empeoró. El año pasado, después de la muerte del hincha Ramón Aramayo, acordaron jugar sólo con público local. Ni eso sirve, ya. El caso Abal y la brutal invasión de la nave interna del estadio obligaron a este partido mudo.
En 1999 Racing llenó su cancha, donde ningún partido se jugaba, para evitar su desaparición. Hoy, San Lorenzo recorrerá el camino inverso. Cerrará su estadio para que allí, entre cámaras y cemento desnudo, su equipo juegue su futuro. Un partido para nadie. For no one, como aquella bellísima balada de McCartney.
Estos “perros de Pavlov” –a quienes con desopilante formalidad llaman “hinchas caracterizados”–, confirman su ley del reflejo condicional: si pierden, rompen todo. No falla. Para quien convierte al fútbol en la única razón de su vida, su nivel de tolerancia a la frustración es cero. Perder es “no existir”. Y eso se cobra.
En cualquier momento un imbécil armado matará a un árbitro, un jugador, un técnico o un dirigente. No quiero amarillear con esto, muchachos. Sólo describo lo obvio. Quien no lo vea estará ciego, será un necio, o parte del problema.
En los medios condenan la violencia, pero en sus clubes los dirigentes negocian. Por temor o conveniencia, “legalizan” a su barra, gente con protección política y policial. Después, sin pudor, se quejan: “No es justo que treinta mil paguen por una minoría que ni siquiera son verdaderos hinchas”. ¿En serio?
Basta de demagogia barata, muchachos. La enfermedad hace rato está extendida. La mayoría celebra a sus barras. También los dirigentes. “¡En la cancha los veía a Matute, Sandro y Chupete con las banderas y para mí eran San Martín, Belgrano y Sarmiento…!”, decía José María Aguilar, cuando era la esperanza progre de River frente al macrismo bostero. En este caso, no hay diferencia de clase, ideología o edad. Como cantaba Nacha en los sesenta: “El tiempo no tiene nada que ver: cuando se es boludooooo, se es boludo!”.
Los ovacionan cuando entran; tarde, como stars de Hollywood. Estos babeantes son socios del negocio. En un fútbol cada vez peor jugado, son ellos los que sostienen el show con su cotillón, sus bombos, sus bombas, los papelitos al viento o con relleno; su enorme poder de movilización al mejor postor. Exigen su parte, imponen su ley.
Aunque no los veamos, siempre están. Eso explicaría el misterio de los rayones que, instantes después de perder contra Rafaela, arruinaron los autos de varios jugadores de San Lorenzo, estacionados en un lugar privado y con custodia. ¿Quién fue? Ah… Nadie vio nada.
De lo contrario, y si nadie pretende tomarnos por boludos –Dios no lo permita–, nos enfrentaríamos a un fenómeno paranormal. Estigmas. Esas heridas sangrantes que, de la nada, aparecen en la piel de ciertos elegidos. Como en el caso de la virgencita de Colón, quizá haya que recurrir a un místico o expertos del Vaticano. Quién sabe. Esas marcas son mensajes ocultos. Según supe, una frase en antiguo dialecto arameo, Butteler, logró ser descifrada: “Si no ganan, se pudre”, dice.
Horror. Ya me lo advirtió el padre Karras, el de El Exorcista, que es amigo y tiene experiencia en ser arrojado por la ventana, como hace rato Abdo quiere hacer con Maldeón. El Maligno ya no se conformará con autitos de luxe. Irá por más. Traerá el caos. Y entonces, ay, nuevamente oíremos la frase más repetida de los últimos cincuenta años. “Así, el fútbol se muere”.
Mmm… Ahora que lo pienso, creo que sí. Que efectivamente alguien nos toma por boludos, compatriotas.
Con notable éxito, por cierto.
Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil