Esto no es Buenos Aires, ni su centro. No hay obelisco, ni avenidas, ni subtes, ni negocios de comidas rápidas; tampoco hay cinco millones de personas yendo y viniendo de sus trabajos. Esto es la provincia de Santa Fe. Una ruta a 70 kilómetros de Rosario, la ciudad más importante después de su capital. El pavimento es gris y tiene una línea amarilla divisoria. A los costados hay campo: pastos hasta el horizonte. La ruta llega a su fin –como la civilización– y el asfalto ahora es polvo. Luego de diez minutos de ripio, hay un cruce de vías, muerto. Cuando uno menos lo espera, llegó. Llegamos. Esto es Berretta: un pueblo fantasma donde conviven 12 personas y una cancha de fútbol.
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En el suelo del comedor de la casa de Dante Gasparini era habitual que hubiera pelos. Mechones rubios, morochos, lacios o con rulos, daba igual. Al haber sido el peluquero del pueblo, la mayoría de las cabezas de los vecinos había pasado por sus manos. Mientras Dante cortaba las puntas, los días en Berretta eran agitados –o no–, eran días en un pueblo de campo. Al pasar el tren por la estación, una señora llevaba una carta al correo, otra iba a denunciar el robo de un ternero a la comisaría y un peón le entregaba parte de su cosecha a la Cooperativa de Granos de Berretta. Según cuenta la nuera de Dante, Liliana Gasparini, desde el comedor de su casa, el pueblo llegó a tener 500 pobladores en sus épocas doradas.
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El sol pega como un látigo violento. Caminar por las calles de Berreta –todas de tierra– se parece a formar parte de una película ambientada en el Lejano Oeste. Sólo falta que el viento haga rodar un cardo. Los vecinos no están en la vereda, tampoco hay vereda. Todo es pasto. Más tarde sabré que si bien los pobladores se conocen entre sí, pueden pasar días sin verse o saludarse. Son cuatro familias que no están emparentadas: dos parejas mayores, una mujer que vive sola y un matrimonio con cuatro hijos y un abuelo. Las casas no están una pegada a la otra. Hay hasta tres cuadras de distancia. La vegetación es muy tupida y eso impide ver a largas distancias. Sobre lo que sería la calle principal –también es de tierra y la vegetación la invade– en pie hay restos de construcciones. Una de ellas, a principios de los años ‘20, funcionó como una estación de trenes; hoy quedan los cimientos, las ventanas rotas, restos de ropa y de comida como si alguien hubiera vivido allí, además de las ratas. Frente a ella hay una edificación amarilla de cemento que perteneció al correo y otra a la comisaría. Ambas están deshabitadas y exhiben una gruesa costra de polvo. Todo es silencio, salvo por el canto de los pájaros. Aunque hace 29 años que todos los sábados, por unos minutos, el pueblo cambia.
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A trescientos metros, cruzando las vías, hay un casco de estancia. Una casa exultante y arcaica de color rosa viejo. Dentro, vive una pareja que ronda los 60 años, pero parece más joven. Hace diez años que Daniel Bertoluci y su mujer Claudia Adorante pasan los días en esta casona con muebles de campo. Cansados de la vida de la ciudad, decidieron mudarse a Berreta.
El pueblo llegó a tener 500 pobladores en sus épocas doradas
— Este lugar yo no lo conocía. Vine y me gustó. Compré el campo y la estancia —dice Daniel en la cocina de su casa, mientras de fondo se escucha el canto de los pájaros. Es ingeniero agrónomo, tiene 66 años y una camioneta 4x4. Su barba es corta –al igual que su pelo– y tiene un corte al estilo candado. El bronceado de su piel es de color chocolate. Se dedica al campo y a criar toros de exposición. Llegó a Berreta cuando había 60 personas.
— La ciudad para mí ya fue, no tengo ni computadora. Cuando voy a Rosario no aguanto manejar. Por eso vive acá, en este pueblo donde no hay ni un negocio para comprarse un agua mineral o un rollo de papel higiénico. Un pueblo donde no hay servicios: la basura se quema porque no hay recolección, la luz se carga a través de una tarjeta como si fuera un celular prepago, el agua es de pozo, no llega el cartero y ni pensar en el servicio de barrido y limpieza porque todas las calles son de tierra. Aunque cada sábado del año, todo eso parece quedar en el olvido.
— ¿Cómo es, Claudia, un día suyo acá?
— Me levanto temprano, preparo las gallinas y los patos. Les doy de comer. Hoy limpié mis zapatos, ordené la casa y me hice unos mates. A la tarde vamos al pueblo a comprar porque acá no hay nada, o vamos al médico —responde mientras acaricia a su gato. Con “el pueblo” se refiere a Correa, el pequeño centro urbano más inmediato, que sí tiene centro comercial, asfalto y hospital. Queda a 15 minutos de Berretta por un camino de tierra que termina en la Ruta Nacional 9, que une Rosario con Córdoba.
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Dante fue uno de los primeros alumnos del colegio. Cuando era niño –antes de que su casa fuera la peluquería del pueblo– caminaba tres kilómetros para ir a estudiar.
— Le encantaba ir. Jugaba a las bolitas. Cuando él estudiaba, llegó a haber 156 alumnos — cuenta Lili.
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En Berretta no hay hospitales, ni bomberos, ni bares, ni museos. Pero hay una escuela primaria. Está pegada a la casa de Daniel y Claudia. Es un edificio de dos pisos, de estilo inglés, del ancho de media cuadra. Un edificio recién pintado que no parece pertenecer a este pueblo fantasma. Es una edificación que da para que estudien 200 chicos, pero –en cambio– estudian menos. Estudian los que hay, los hijos de peones de los campos linderos y de la única familia que tiene niños en Berretta. Son siete. En total, la escuela tiene siete alumnos.
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Es sábado y Claudia Petterini está baldeando el patio del colegio, mientras su marido Ricardo –con un manojo de llaves en la mano–trata de descifrar cuál es la que puede destrabar la puerta de uno de los baños. Desde marzo de 2012, Claudia es la directora de la escuela 248 de Berretta, pero es muchas otras cosas más. Se encarga de la limpieza, de dar clases, de preparar la merienda o el desayuno y de las cuestiones administrativas.
—Vinimos hoy sábado porque se nos trabó el candado de un baño. Él es mi ayudante, mi compañero leal y fiel. Si no estamos así presentes, no hay manos que aporten. Ahora tendríamos que cortar el pasto con el tractorcito, pero tengo gente a cenar, entonces tengo que volver temprano a casa —cuenta Claudia con el secador de piso en la mano.
Ella nació en Correa, pero ahora vive en Cañada de Gómez y todos los días maneja 30 kilómetros de ida y 30 de vuelta en su Ford Falcón rojo para ir a trabajar a la escuela.
Claudia llama golondrinas a las familias que vienen a estudiar acá. A principio de año eran nueve alumnos –cuatro en Primaria y tres en Preescolar– pero dos ya se fueron.
— Esto no sucede con los hijos de los propietarios. Hace años que emigraron a la ciudad y acá en el campo sólo quedan los hijos de los que trabajan sus tierras. Aunque todos los sábados la ecuación se invierte: la población de Berretta se triplica.
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— ¿Por qué se llama Berretta el pueblo?
— El pueblo se conoce como Berretta porque el campo donde se hace la estación era de un tal Berretta Moreno, con dos T, pero lo fundó María Luisa Correa —cuenta Daniel—. Lo primero de todo fue la estación, la comisaría y el correo. Después vino María Luisa a vivir. Heredó muchos terrenos de su padre, Pedro Correa, y en uno de ellos se hizo la casa. El resto los donó para que se hiciera una capilla, y esta escuela, en 1925. Le puso Felipe Timoteo Correa, en honor a su hermano. Ella, para mí, quería hacer una especie de lugar selecto porque Correa ya se había fundado antes, en 1875.
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Ahora, en lo que fue el casco de estancia de María Luisa, vive Daniel. De una de las paredes cuelga un plano antiguo de Berretta. Allí hay dibujadas más de veinte manzanas que incluyen una plaza principal, un cementerio, una municipalidad, un juzgado de paz, una escuela, un correo y hasta un almacén de ramos generales. Hoy, de eso, se sabe que algunas ideas se concretaron y otras no. Hoy, de eso, no queda nada o mejor dicho, queda poco. Hoy, parte de eso, todos los sábados revive.
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En el patio del club sonaba un chamamé. Las mujeres con sus vestidos largos chasqueaban sus dedos. Los hombres enfrentados a ellas zapateaban al ritmo de la música. Dentro del salón la melodía resonaba. Entre las mesas pasaban niños, hombres y mujeres, todos vecinos de Berretta. Cuando la noche se adentraba, empezaba la timba. Si bien había policía y juzgado de paz, el juego clandestino no era de faltar.
Además de lo ilegal, había bochas, pista de baile, bar, carrera de caballos y hasta una cancha de fútbol, que como aún no había llegado la electricidad la iluminaban con faroles a querosene. Así solían ser los días en el Sportivo Berretta, el club del pueblo, creado hace 85 años, en 1928, tres años después que la escuela. Tenía personería jurídica, estatuto, socios. Era ese lugar que estaba abierto para pasar las tardes, que entregaba carnets de afiliación y que tenía un equipo de fútbol propio. Dante era socio y jugador. Participaba de torneos rurales que se jugaban entre pueblos. Una historiadora del Archivo Histórico de Correa explicó en una nota publicada en el diario La Capital de Rosario que en 1937 sucedió algo que empezó a marcar el rumbo del pueblo. Se construyó la Ruta Nacional 9, ésa que une Rosario con Córdoba. Nunca pasó por Berretta, quedó a 15 kilómetros, pero sí atravesó los pueblos aledaños de Correa y Cañada de Gómez.
Años más tarde, en 1966, Dante seguía jugando, pero ya había terminado la escuela, ya se había transformado en el peluquero del pueblo, se había casado y hasta había tenido dos hijos. Un día de ese año se convocó a los vecinos de Berretta a una votación: debían elegir entre la luz eléctrica o convertir en ruta nacional uno de los caminos de tierra que atravesaba el pueblo y llegaba hasta Cañada de Gómez o Casilda, otros centros rurales cercanos. Se decidieron por la luz. Luego pasaron los años y el pueblo siguió dedicándose, en su mayoría, al campo. Había años de buenas y malas cosechas. 1989 fue malo –verdaderamente malo– para la Cooperativa de Granos de Berretta y para Dante. Parte de la cosecha de la familia se la vendían a la Cooperativa. Pero ese año quebró y se quedaron sin nada y acá –y antes– es cuando empieza la decadencia.
— Con la quiebra no recuperamos nada. Nos quedamos sin nada. Mi suegro, siempre muy generoso, dijo que había que reducir gastos. Entonces nos mudamos todos juntos a su casa en Berretta. Mi marido empezó a salir de nuevo con las maquinas y yo empecé a trabajar con la Condesa —aclara Lili.
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A unas cinco cuadras de la estación de trenes, frente a la casa de Dante, hay 1.000 hectáreas, con un lago incluido. En medio de esas tierras, emerge una casona rosa que poco puede apreciarse desde lejos porque la abrazan palmeras y arbustos. Allí vive la Condesa, una mujer que se ha vuelto una especie de leyenda en Berretta. Se llama Joana Laporte, tiene 90 años, es viuda, no tiene hijos, vive sola, es holandesa, cada tanto viaja al exterior, maneja, viste una camisa blanca y un pantalón de corderoy amarillo –sea verano o invierno–, no recibe visitas, no habla con nadie, tiene ama de llaves, dos tranqueras –una eléctrica– y se caracteriza por echar de mala manera a las personas que quieren acercarse a ella. Pero esto es hoy. Hace 24 años, Lili, por recomendación de Dante, comenzó a trabajar para ella y su marido, el Conde Strium de Limburgo, un hombre de la realeza holandesa que tenía tierras aquí y en Buenos Aires.
— Vivían en una casona donde podrían vivir seis o siete familias enteras. Tenían escritorio, comedor con piano, cocina con ventanita para pasar la comida a la sala. Un televisor que no usaban, un laboratorio porque él era bioquímico y una biblioteca de 7.000 libros —cuenta Lili junto con una anécdota que parece fascinarle. Un día el Conde, que cuando estaba dentro de su casa vestía una túnica blanca, la llamó –como solía hacerlo– con el sonar de una campana. Le pidió que al día siguiente fuera más temprano a trabajar porque le quería encargar una tarea especial. Bueno señor, le dijo ella. A la otra mañana le llevó el té hecho con agua mineral, como le gustaba tomarlo –aunque por pedido de la Condesa se lo terminaba haciendo con agua de la canilla–, y escuchó el encargo: el Conde le pidió que lo ayudara a limpiar los 7.000 libros. Ella le iba pasando uno por uno para que él le esparciera un polvito, mientras le contaba historias. Al segundo día, cuando él estaba sobre una antigua escalera de biblioteca con Lili debajo, la Condesa los vio y empezó a gritar. “Bueno, Lili, la señora debe tener su día malo y dice que usted no puede estar acá teniendo el libro”, le dijo él.
— Claro, ella quiso decir que no me iba a pagar por sostener un libro. Me tuve que ir corriendo a limpiar a otro lado.
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Al morir el Conde, la Condesa se puso más agresiva. Luego de 12 años de trabajo, Lili renunció. A esta altura, Dante y su mujer –por la dificultad económica de sostener la vida de campo– ya se habían mudado a Correa para dejarles la casa a su hijo, su mujer Lili y sus nietos. Dante se puso una peluquería en Correa y como él, varios pobladores de Berretta le siguieron los pasos. El tren de pasajeros dejó de pasar primero y sucedió lo mismo con el de carga. Los vecinos no se ponen de acuerdo en la época. Según una nota del diario La Capital de Rosario, el primero dejó de pasar en 1970 y el cerealero en los ’90. Entonces la gente se fue yendo a esos pagos y Lili, al dejar su trabajo con la Condesa hace tres años también se mudó a Correa junto a su familia, Lili es la que cuenta la historia de Dante y su familia, ese hombre a quien todos recuerdan como un ser apasionado por Berretta y muy conocedor de su pasado. Dante falleció, por su avanzada edad, el año pasado.
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Karina Piriz, junto a su marido, un padre adoptivo y cuatro hijos –dos varones de 21 y 18 años y dos niñas de 9 y 6–, vive dentro del Sportivo Berretta o lo que queda de él. Hace 25 años, decían Lili y Daniel, en el club se podía comprar yerba, azúcar o cualquier otro producto de primera necesidad. Hoy ya no. No hay comisión directiva, la pista de baile se parece a un corral de cabras y gallinas y el salón principal está siendo devorado por la humedad. Esa boca grande está a punto de masticar la barra antigua del club que arriba tiene objetos y son variados: muñecos, souvenirs de cumpleaños, botellas vacías, desinfectantes y trofeos altos, bajos y medianos. Algunos tienen dos listones que arriba sostienen figuras masculinas fundidas en plástico dorado que corren quietos. Detrás hay vidrios que en algún momento formaron una vitrina orgullosa de trofeos, que ahora está repleta de polvo. Sobre las paredes, además de los hongos, hay fotos viejas de equipos con camisetas verdes y rojas, el póster de un bebé de almanaque y otro con la cara de Rodrigo, el cuartetero cordobés. Una bandera roja y negra con letras blancas dice “Club Sportivo Berretta” y está colgada en la esquina opuesta al monstruo húmedo. En la sala, además de pilas de ropa, hay una heladera repleta de bebidas frías, una televisión con DirectTV y una máquina que cuando gira sirve para hacer cemento.
— Elegimos este lugar por comodidad. Mi marido trabajaba en los campos de acá y había que atender la cancha. Cuando llegamos, la idea era encargarme de eso. Al principio no fue fácil.
Karina tiene un sweater tejido color rosa viejo y el pelo morocho atado con una gomita. Cuando habla suele fruncir su ceño y cerrar sus ojos achinados. Dice que no se acostumbraba a vivir en Berretta, el pueblo de 12 pobladores que cuando ella llegó tenía la mitad. Su marido, peón de campo, podía –y puede– pasar días sin verla al trabajar lejos. Igual ella es una persona que parece gustarle la soledad porque dice que la ciudad la aturde. Nació en Buenos Aires, pero cuando era una niña, su padre médico rural, junto a su madre, se mudaron a Santa Fe. Hoy ella tiene 49 años y al médico lo llama por celular.
— Acá te arreglás con lo que tenés. Cuando llueve no podés salir del pueblo. Igual yo vivo preocupada por lo que veo en la televisión. Uno vive desconfiado. Hace un año me agarró un ACV y no pude ocuparme más de la cancha. La doctora me dijo que el ACV es parte por esos nervios que me hago.
Todos los sábados, desde hace 29 años, un grupo de hombres –los hay de todas las edades y estilos– se reúne alrededor de un rectángulo
— Acá a nadie le importa nada —se afirma Karina—. Acá, Berretta no existe para nadie. La estación era un lugar precioso, pero está todo roto a piedrazos. Hace dos años falleció una persona que estuvo un mes muerta, hasta que la vinieron a buscar.
Ese mismo año, cuenta Karina, en el pueblo había un hombre que no se sabía quién era ni de dónde había venido.
— Hasta que supimos que era un hombre que había llegado desde Buenos Aires, con Alzheimer.
Karina hace un año que dejó de encargarse de lo que queda del club por su enfermedad. Ahora sólo se ocupa de tener bebidas frescas los sábados. A la derecha, hay una casa vieja donde vive una pareja de ancianos, que en su momento funcionó como un comercio de ramos generales. Hoy viven dos jubilados que se encargan del campo y sus animales. A la izquierda del club el paisaje es otro y ahí es donde todo cambia.
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Todos los sábados, desde hace 29 años, un grupo de hombres –los hay de todas las edades y estilos– se reúne alrededor de un rectángulo. El paisaje, por fuera, es pasto, restos de casas con historia y un pueblo fantasma de 12 personas. Todo es tranquilidad, es campo. Pero dentro de las líneas blancas la realidad es otra: los pastizales dejan de ser altos y se transforman en un verde seco carcomido por la tierra con dos arcos blancos a sus extremos. No les conmueve la alfombra sintética. Nada se compara con jugar en medio de la nada y sentirse los reyes del mundo –aunque sea unos minutos.
Vienen entre 30 y 35 jugadores desde Correa en sus autos y camionetas. Otros se animan a pedalear y ya llegar transpirados. Uno siempre arriba unos minutos más tarde porque maneja 30 kilómetros en moto desde Cañada. Pero poco les importa; cada sábado, incondicionales, abandonan sus obligaciones y hogares por el ritual.
Miguel Volpe, un jugador de antaño, suele tomar una libreta, anota los nombres de los que van llegando y los mezcla: los hombres siempre son los mismos, como sus roces, por eso nunca forman los equipos iguales. Desde las dos de la tarde bailan un triangular. Los pasos se repiten: veinte minutos por equipo, perdedor queda en cancha para luego dar paso a la final, mientras toman cervezas o gatorades frías y después, si hay ánimo, viene la charla con picada o asado de por medio, sólo en ocasiones especiales. El ritual amistoso de un grupo selecto. Se entra por recomendación.
— Yo llegué acá por un conocido, hace más de veinte años ya. Cobramos diez pesos y eso lo guardamos porque después compramos la pelota y las pecheras, pagamos la luz y cortamos el pasto. Hasta hicimos los vestuarios con las duchas —enumera Miguel lo que también forma parte del ritual amistoso de un grupo selecto autogestionado.
Hoy es sábado y son menos. Son veinticuatro. Igual eso no impide empezar con la ceremonia triangular que logra triplicar a los pobladores de Berretta. Nadie del pueblo va a mirarlos, salvo los hijos de algunos jugadores y Karina, que les alcanza las bebidas. El último equipo debe pedir el arquero prestado a los rojos por falta de jugadores. “Entonces me dejo meter goles”, les contesta –un poco en chiste, un poco en serio– el arquero.
Ya tienen puestas sus camisetas, arranca el partido. Los hombres corren detrás de la pelota, juegan duro, juegan fuerte, se putean, se golpean y se palmean. Uno tira un córner, pega en el travesaño y es gol. Los de pechera roja les ganaron a los grises, se los ve triunfantes, salen de la cancha y les dan paso a los otros, los celestes. Uno de los rojos está lesionado, le volvió a agarrar “el calambre”, dice, y se agarra la pierna. Igual eso no le impide terminar jugando la final contra los grises: 2-1 ganaron los rojos. Hoy no hay asado, ni picada. Cada uno se sube a su camioneta, auto, moto o bicicleta. El ritual está llegando a su fin, pero no importa. Por unas horas, en Berretta deja de haber silencio en las calles, la pista de baile vuelve a estar en carnaval y el tren sigue su rumbo con los pasajeros en alza.
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