viernes 29 de marzo del 2024

Seamos buenos vecinos

Argentina fue uno de las que más reclamó por falencias en la organización. No hay que olvidarse que vivimos del mismo lado del planeta.

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Poco más de un año antes del comienzo del Mundial de Fútbol de Brasil, el francés Jerome Valcke, por entonces secretario general de la FIFA, dio el visto bueno final al comité organizador. Desde siempre, llega un momento en el que las grandes corporaciones del deporte se hacen cargo del acontecimiento casi como si, por obra y gracia de un poder superior, los torneos dejasen de ser responsabilidades del país o de la ciudad anfitriona.

Ese fue el momento en el que la FIFA le pidió a Brasil las llaves de la casa y se adueñó absolutamente de todo. Hasta ser cesanteado de su cargo en 2015 por sospechas de corrupción –casi una medalla de honor para un miembro de la entidad–, Valcke fue poco menos que todopoderoso.

Desde ese lugar, el francés dio el visto bueno al Mundial brasileño con un análisis bastante similar a lo siguiente. “¿No llegan a tiempo las obras de hotelería? ¿Ni las de los aeropuertos? ¿Es verdad que no terminarán algunas rutas? No se preocupen. ¿Los estadios están listos? Nosotros nos encargamos de la televisión. Entonces, habrá Mundial.”

Apenas uno abandona la sensación de que hay gente que no tiene tiempo para ser más cínica aparece la certeza de la lógica rabiosa. Hace años que en los grandes acontecimientos deportivos se prioriza muchísimo más a quienes miran el espectáculo por televisión que a quienes gastan hasta lo que no tienen por sentarse en las tribunas.

El cálculo es tan elocuente como abrumador: mientras en los estadios puede llegar a haber entre 35 mil y ochenta mil personas, a través de la tele, los partidos –y los nombres de los sponsors, reales dueños del asunto– llegan a 3.500 millones de seres humanos. Para colmo, la calidad de imagen de las transmisiones es tan maravillosa que a veces tardamos demasiado en darnos cuenta de que, en realidad, lo que estamos mirando es un auténtico bodrio.

A tal punto los dueños del espectáculo se preocupan cada vez menos por los asistentes que, al menos desde el Mundial 2002 en adelante, el porcentaje de entradas destinado a quienes compran tickets es sensiblemente inferior a lo que se reparten organizadores, patrocinantes y la “familia” de la FIFA.

Dicho de otro modo, tiene tantas chances de ver un Mundial un hincha fanático como una señora que participa de una promoción de un jabón en polvo que forme parte de la cartera de negocios del laboratorio auspiciante del torneo.

Tan poco importamos los hinchas que en Brasil, unos cuantos señores de la FIFA, que ya sabían que la reventa de entradas era ilegal, se enteraron de que, además, se puede ir preso por ello. Eso incluye un puñado de argentinos, claro. Entonces, a ese hincha que tanto le cuesta conseguir la entrada, además le estafamos la pasión cobrándole fortunas por entradas que, en algunos casos, nos regalaron por formar parte de una delegación.

Los Juegos Olímpicos son al COI aun más que los mundiales a la FIFA. Es más. Para muchos deportistas, una medalla dorada en un juego es mucho más valiosa que el título de campeón del mundo de su deporte. Tienen, desde ya, un halo de romanticismo que el fútbol probablemente jamás haya tenido. Y de tanto en tanto disfraza sus miserias haciendo hincapié en que, cada cuatro años, el olimpismo celebra a la humanidad. Sin ir más lejos, ayer por la tarde la sala de conferencias del MPC (Main Press Center) se vio invadido por la delegación de deportistas refugiados, grupo de muchachos y muchachas nacidos en Sudán del Sur, República Democrática del Congo, Siria, Etiopía o Irán que competirán bajo la bandera de los anillos. La jefa de Misión –algo así como responsable máxima de la delegación– también fue muy especialmente elegida: la keniata Tegla Loroupe no sólo ganó las maratones de Nueva York, Londres, Boston, Rotterdam y Berlín sino que es una reconocida luchadora por los derechos a la educación de la mujer.

Por cierto, hay decenas de ejemplos que podría dar que ubicarían al olimpismo en un lugar infinitamente más decoroso que a la dirigencia del fútbol mundial. Sin embargo, tal vez acodados en la barra de un presunto prestigio, creen que nadie se entera de sus macanas. La más reciente es la que acaban de hacer con Rusia, nación cuya tendencia a instalar un sistema estatal de dopaje nadie discute, pero cuyos positivos no son menos que los que se registran, por ejemplo, en los Estados Unidos, allí donde se esquiva cualquier tipo de sanción grupal bajo el argumento de que son episodios ajenos a las estructuras estatales. Una versión deportiva de aquello tan fresco de que no es lo mismo un gobierno corrupto que un gobierno con corruptos.

En algún arrebato de decoro se podría explicar de qué se trató el ocultamiento de positivos de varios atletas norteamericanos a fines de los 80, descubierto una década después y que le permitió a Carl Lewis quedarse con una medalla dorada que le quitaron a Ben Johnson por estar tan dopado como él. En esto del dóping, la línea divisoria entre limpios y sucios, entre buenos y malos es más imaginaria que el Trópico de Cáncer o el Meridiano de Greenwich.

Para colmo de males, los recursos científico-tecnológicos que preservan muestras de sangre durante largo tiempo, permiten sancionar hoy a campeones de hace cuatro u ocho años. Por un lado, se asume la incapacidad de ir con los controles a la par del consumo de las sustancias prohibidas. Por el otro, nos invitan a comprar entradas para torneos en los que, quizás, el ganador sea descalificado dentro de diez años. Nadie sabrá, dentro de una semana, si debe aplaudir o abuchear a quienes vea subirse a los podios a partir del próximo sábado.

Los Juegos Olímpicos de Río se verán maravillosamente bien por la tele. Y tal como viene la cosa, serán competencias estructuralmente atípicas a las que las polémicas vienen condicionando tanto como recuerdo sucedió con Atlanta 1996 o Atenas 2004. La diferencia es que estamos en América del Sur, allí donde el mosquito del zika debería ser más controlable que un demente que se inmola en la Torre Eiffel en nombre de vaya uno a saber qué tipo de compensación.

Es cierto que hubo retrasos en la finalización de las tareas en la Villa Olímpica. Es cierto que, como suele pasar con edificios por estrenar, aún hoy hay reclamos de distintas delegaciones y a veces recorren los edificios más plomeros que ciclistas. Es cierto que algunas obras de infraestructura quedarán para mejor ocasión y que nadie puede estar seguro de que los traslados de una sede a la otra fluirá. Sin ir más lejos, los controles de uno de los accesos en automóvil al IBC (centro de televisión de los juegos) son tan escasos y lentos que hasta podés poner en riesgo tu horario de salida al aire.

También es cierto que todos estos asuntos serán materia de tratamiento mediático hasta que Michael Phelps empiece a nadar. O Usain Bolt empiece a correr.

Es de manual. Los griegos se animaron a juegos bastante precarios poco tiempo antes de una crisis que aún hoy afecta a Europa. Y a dos días del comienzo de Londres 2012 se convocó a soldados del ejército a encargarse de la seguridad, hasta entonces en manos de una compañía privada que había contratado desde indocumentados hasta señores que ni siquiera hablaban inglés.

Nada de esto justifica los errores cometidos y los que cometerá la organización carioca. Que ojalá sean pocos. Y en ningún caso se ubiquen por encima del espectáculo maravilloso que se genera en los 42 deportes del programa olímpico.

Aun así, con ojos argentinos y a sabiendas de que fue nuestra delegación una de las que más reclamó por inconvenientes con la Villa Olímpica y el transporte, espero que las cosas fluyan y nada complique demasiado.

Nunca hay que olvidarse de que vivimos en el mismo rincón del planeta que los brasileños. Porque así como hoy cuesta explicar que acá los gremios establecen que al mediodía los operarios almuerzan y sólo continúan sus tareas después de hacerlo –como lo hacemos usted o yo, ¿no es cierto?–, tampoco será fácil que un dinamarqués o un canadiense comprendan de qué se trata un piquete, si dentro de dos años, cuando alberguemos los Juegos Olímpicos de la Juventud, algún micro llega tarde a alguna sede.

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil.