—¿Te importa si tengo otra idea, Ollie?
‒—Si se parece a la última que tuviste, sí.
Stan Laurel (1895-1965) & Oliver Hardy (1892-1957), el Gordo y el Flaco; de su film “Way out west” (1937).
“Messi no merece esta Argentina”, titula el diario catalán Sport. Nosotros tampoco, pienso desde Buenos Aires, y recién después reparo en el insólito monstruo de Frankenstein que el técnico argentino armó para enfrentar a Croacia: un rejuntado sin alma, sin una idea, sin corazón. Es difícil hacer todo mal. Para cantar una canción desafinando todas las notas se necesita mayor virtud que para hacerlo con una afinación perfecta. Saint Paoli lo hizo.
Si fue un disparate plantar contra Islandia a un doble pivote contenedor como Mascherano-Biglia, para cuidarse de un equipo que se replegaba y solo salía de contra por las bandas cuando podía, salir con una defensa de tres contra un equipo con extremos rápidos y un medio campo de élite ya fue el colmo. Dos esquemas equivocados, dos equipos con jugadores en off. La tormenta perfecta.
El autor de la obra tiene el cuerpo redondo, la mirada huidiza, ojos achinados que son dos líneas cuando pierde el control, un paso cortito a lo Chaplin, y una expresión de asombro perpetuo. A su lado, aparece y desaparece su partenaire, Sebastián Becca Cese, melena rubia, susurrándole cosas al oído, tapando su boca con la mano para que el mundo no lea sus ideas.
Saint Paoli lo oye sin moverse, congelando todo movimiento facial. En cuanto Becca Cese retrocede, la electricidad vuelve a sacudirlo. Entonces salta, gira, mueve sus bracitos tatuados, con o sin saco. Grita, la boca tan redonda como su cabeza calva, el cuello clavado en los hombros. Nadie lo escucha.
“Si ese pibe se levanta de nuevo, me voy”, dicen que le dijo Messi, en un entrenamiento, ninguneando a Becca Cese, que indicaba una cosa, y la otra. Si la relación del rubio con los indomables veteranos de este plantel nunca fue fácil, la que tiene con su jefe eterno no parece pasar por su mejor momento. Discutieron feo, antes y después de Croacia, con los jugadores como espectadores del show. Unos minutos más tarde, lo sabían todos los enviados a Rusia.
Se conocieron en 2002. Saint Paoli buscaba ayudante y el recomendado de Claudio Vivas fue un entusiasta lateral amateur de 22 años, que soñaba con ser técnico. Desde entonces están juntos, salvo por el tramo final en Chile y en Sevilla, cuando el dos de Saint Paoli fue Juan Manuel Lillo, un gurú español que lo alejó del rigor esquemático bielsista y lo inició en un fútbol más… hippie, digamos. Hay de todo.
El contraste entre técnico y ayudante es notable y responde a la estructura teatral histórica del clown y el Augusto, dúos cómicos donde uno es el personaje más frío y racional que representa el orden, y el otro es el payaso clásico, torpe y absurdo. El gordo Oliver Hardy era el clown, y el flaco Stan Laurel, el Augusto. Abbot era el clown, Costello el Augusto. Portales era clown y Olmedo, el Augusto. Becca Cese es el clown y Saint Paoli, pobre santo, el Augusto.
Cansa un poco enumerar la cantidad de errores graves cometidos por un grupo de profesionales supuestamente calificados que después toman decisiones increíbles que ponen en peligro el futuro de la Argentina. Bueno, también pasa con Saint Paoli, el rubio y este plantel de estrellas de bajo consumo.
Croacia parecía un equipo adulto, seguro de sí mismo, que enfrentaba a un adolescente de buen lejos que quiere ser seductor pero la voz se le afina sin querer, que quiere moverse con estilo pero, ay, se clava el borde de una mesa en la cadera. Luka Modric y Rakitic dieron cátedra y, además, anotaron el segundo y el tercer gol. El primero fue una tragedia bufa, esa clase de tropiezos que terminan en el top de los videos que provocan la carcajada cruel.
Caballero, que ya venía bailando en la cornisa, inseguro con los pies como Sturzenegger con sus metas imposibles, quiso tocarla de lujo luego de un pase forzado y la pifia, ops, provocó el gag. La cuota de seriedad la puso el croata Rebic, que tenía todos los números de la rifa. Volea asesina con pie derecho. Gol.
La última vez que Argentina no pasó la primera ronda de un Mundial se jugó en una sede muy lejana, Corea y Japón, el nombre del arquero era Cavallero y el país atravesaba una crisis económica terminal. Ahora toca Rusia, el arquero fue Caballero, con be larga, y la crisis parece no tener techo. Demasiadas coincidencias.
El placer con el que los medios destrozaron a estos muchachos después de la derrota fue asombroso. Hasta sonó una marcha fúnebre, con minuto de silencio incluido. La victoria de Nigeria mueve el péndulo nativo una vez más y alienta la ilusión triunfalista. La pregunta sin respuesta es cómo podría nuestro rejuntado en guerra con su rejuntador ganar ese partido a todo o nada.
Dejé a Messi para el final. No me sumaré al coro griego de los que piden que se vaya. Messi ya se fue de este país caníbal que no lo sostuvo, como tantos. Se fue a Barcelona, pudo crecer y triunfó en lo suyo. Ya pasó más de la mitad de su vida allí, donde es un dios, sin que se le pegue nada del acento catalán. Messi habla como cuando jugaba a la pelota en Arroyo Seco.
Es curioso porque la gente piensa justo lo contrario, pero puedo asegurar que Messi es tan argentino como cualquiera, o más. Más, probablemente. Como les pasa a muchos colegas narcisistas, se enamora de quien lo rechaza.
Messi es extranjero allá, y eso lo hace libre. Pero es extranjero aquí, lo que lo hace esclavo de su deseo. Por eso lo abruma tanto ser capitán y símbolo nacional. Sabe que el amor de su país depende de su infalibilidad. Si falla, vuelve a ser nada, como cuando vivía aquí. Eso lo paraliza, lo deja afuera, con buenos, malos o regulares compañeros al lado.
Ojalá, por Messi y por nosotros, algún día dejemos de ser el país impiadoso que expulsa, devora o mata a sus mejores.
Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil