jueves 21 de noviembre del 2024

El día en que la rivalidad estalló

Las broncas entre Argentina y Uruguay tuvieron su pico más alto en el Sudamericano de 1935. Pasó de todo. Galería de fotosGalería de fotos

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Si bien excede claramente el marco histórico de la Copa América, con picos ineludibles en finales como las de los Juegos Olímpicos del '28 y el Mundial del '30, la fuerte rivalidad entre Argentina y Uruguay está íntimamente ligada a acontecimientos sucedidos en el certamen continental. Aunque ninguno acaso la pueda pintar mejor que lo sucedido en el Sudamericano Extra de Lima 1935.

Muchas veces, en definitiva, los antecedentes de este clásico y la fuerte personalidad de quienes lo jugaron fueron, más allá de las hostilidades propiciadas por los hinchas, motivo de incidentes o reclamos por parte de uno u otro bando. Pero nunca antes ni después la sangre llegó al río como en aquel encuentro jugado un 27 de enero del '35 en la capital peruana.

Ya antes del partido se sabía que algo feo podía pasar si, como todo el mundo esperaba de un torneo que además sólo tenía como participantes a Perú y a Chile, Argentina y Uruguay llegaban a esa jornada final del Sudamericano con la chance de disputarse el título de campeón.  Y es que las cosas entre los vecinos rioplatenses venían bien calentitas desde el Mundial de 1930.

De hecho, las autoridades del fútbol argentino habían decidido cortar todo tipo de relación con las uruguayas luego de aquella final que, acusando las amenazas y el maltrato de sus anfitriones pero también por errores propios, la selección albiceleste perdiera por 4-2 en Montevideo ante la local en la primera edición de la competencia mundialista.

A tal punto eran irreconciliables las relaciones entre una y otra asociación nacional, que para 1935 la Copa América llevaba cinco años completos sin jugarse, cuando desde 1916 hasta 1929 nunca habían pasado dos sin que hubiera un sudamericano.

Tuvo que llegar la propuesta peruana de organizar un certamen extraordinario con motivo de cumplirse el cuarto centenario de la fundación de Lima para que, finalmente, el ente rector del fútbol uruguayo y la AFA coincidieran con sus representativos en un mismo torneo, aunque usando camisetas muy diferentes a las habituales.

Uno de los detalles más peculiares de aquella virtual final del Sudamericano del '35 fue, precisamente, el hecho de que Argentina luciera una casaca totalmente blanca y Uruguay una roja, colores que de algún modo intentaban hacer olvidar a los protagonistas las rencillas de años anteriores y alejar así el peligro de algún violento pase de facturas.

Huelga decir que aquel recurso fracasó. Y es que, más aún que por esas extrañas vestimentas, aquel de Lima será recordado por siempre como el encuentro en que, cansado del permanente hostigamiento que venía sufriendo por parte del defensor celeste Lorenzo Fernández, el gran centrodelantero argentino Herminio Masantonio le aplicó varias trompadas en pleno rostro.

Con un perfil típico de boxeador forjado a puro gancho y cross en sus años mozos, del que el receptor de aquellos golpes se mofaría al regresar a Montevideo diciendo "a mí no me asustan ñatos", Masantonio era conocido no sólo por sus notables aptitudes como goleador de Huracán sino también por su condición de verdadero guapo, que claramente refrendó en aquella contienda.

Pero aunque sólo se recuerde ese entredicho, que terminó con el uruguayo Ciocca bajando mediante un cobarde puntapié desde atrás al gran Masa, aquel partido tuvo realmente de todo en materia de violencia, comenzando por el clima claramente hostil que el público peruano hizo sentir desde temprano a los jugadores argentinos.

El origen de tanta animosidad no era otro que lo ocurrido en el partido que, tal como venía de hacerlo ante Chile en la inauguración del torneo, Argentina había ganado 4-1 ante la selección local, en el que ya se habían producido algunos incidentes entre los jugadores que la prensa y los hinchas locales atribuyeron a acciones malintencionadas de los argentinos.

Uruguay, en tanto, apenas había vencido por 1-0 a Perú y 2-1 a Chile antes de aquel partido definitorio ante la Albiceleste.  Así, aparecía como el más débil de los dos, aunque contaba con dos ventajas fundamentales: por un lado, la fortaleza anímica de veteranos con mil batallas ganadas como su capitán José Nasazzi o el propio Fernández; por otro, el claro apoyo del público peruano.

Lo cierto es que apenas iba media hora y el marcador ya estaba 2-0 a favor de los uruguayos. Poco antes, el arquero argentino Bello había tenido que ser reemplazado por el suplente Gualco debido a un rodillazo en el estómago de Héctor El Manco Castro, el mismo delantero que en la final del primer Mundial había dejado casi en una pierna al guardavallas Botasso clavándole su muñón en un muslo.

La agresión a Bello se había producido en la jugada del primer gol, que por ende debió haber sido anulado por el arbitro chileno Reginatto. Casi junto con el segundo tuvo lugar la tardía entrada en Argentina de Vicente Zito por Diego García, resentido de una herida que le había provocado en la cabeza un botellazo del público al cabo del partido anterior y por la que había salido a jugar vendado ante Uruguay, decisión que demostraba hasta qué punto se había subestimado a la fuerte escuadra charrúa.

A los 36, Ciocca liquidó el pleito poniendo el 3-0, resultado que se mantuvo hasta el final. Enseguida, el equipo argentino sufrió su tercera baja: cortado en la frente tras un encontronazo con Erebo Zunino, Antonio De Mare tuvo que dejarle su lugar a Roberto Sbarra, un joven defensor de Estudiantes de La Plata que no había jugado ni siquiera un minuto para la Selección.

En 1975, Sbarra recordaría lo ocurrido a segundos de su ingreso: "Llegué justo para la bronca. Fue una terrible batalla a trompadas cuando Masantonio le dio leña a Lorenzo Fernández. Pero no quedaron cicatrices. El propio Lorenzo se encargó de demostrarlo muchos años después, cuando cruzó el Plata para abrazarlo a Herminio en su lecho de muerte”. Y sí: guapos eran los de antes.

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