La final del mundo, la final de todos los tiempos, la gran final, la finalísima o como quieran llamar al partido definitorio por el título de la Copa Libertadores 2018, quedará en la historia como un bochorno de alcance mundial. La eliminatoria entre River y Boca se llevó puesto al fútbol argentino en veinte días. Indudablemente era el partido soñado, el Superclásico más relevante de los últimos 110 años, y se convirtió en una vergüenza que no ha visto aún su desenlace final. Desapasionarse y reflexionar, es el camino. Desapasionarse y reflexionar, entre tantas posturas antagónicas. Desapasionarse y reflexionar para encontrar, entremedio de tanta absurdidad, una solución ecuánime que le permita al fútbol argentino aprender de lo vivido y que sirva de lección para no repetirlo más.
La mayoría de los hinchas de River que esperaron pacíficamente por horas en el estadio o sentados frente al televisor y nada tuvieron que ver con los energúmenos que violentaron el micro de Boca ni con el vandalismo sobre la decenas de autos a la redonda del estadio, se preguntarán por qué deben perderse ellos de ver de manera presencial una final histórica.
Indudablemente tampoco estarán cómodos los jugadores de River, con cualquier resolución que cambie las condiciones iniciales, porque se prepararon para llegar hasta esta instancia, nada tienen que ver ellos con los incidentes y se solidarizaron de manera inmediata con sus colegas de Boca por las agresiones, procurando no sacar ventajas.
Del otro lado, habrá hinchas y jugadores de Boca que no quieran jugar; porque recuerdan como hace tres años sus sueños de ganar la Libertadores se frustraron por una decisión de escritorio vinculada a un hecho violento perpetrado por la hinchada. Puede ser que detrás de la argumentación haya cierta sed de revancha, pero también hay un planteo con argumentos fundantes.
Enfrascado en esta disputa entre Boca y River, el fútbol argentino ha olvidado que hay un mundo por fuera de la dualidad superclásica. Un mundo que fue atropellado y denostado injustamente en estos últimos treinta días. Un mundo que ve la disputa del binomio sin participar de ella, que se avergüenza después de tantas ventajeadas y desmanejos. Un mundo que no vería con malos ojos que perdieran los dos, luego de las cancelaciones, postergaciones y reprogramaciones que afectaron al desarrollo de su torneo y que alteraron su vida en las últimas semanas. Ahí van los argumentos que convierten a esta postura, que puede sonar ilógica, en la solución más justa.
Primero, internamente, ningún hincha de River deslindará la responsabilidad institucional que le cabe en estos sucesos. Lo que se quiere difundir como la vendetta de la barra brava por el operativo del día anterior, no puede ocultar que fueron decenas de proyectiles que se lanzaron contra el ómnibus que trasladaba a la delegación de Boca: pertrechos de toda índole que estallaron el ómnibus y lesionaron (en mayor o menor medida) a los jugadores.
Por su parte, ningún hincha de Boca puede desconocer la injerencia política que tiene su institución, a través de varios de sus representantes de Comisión Directiva: no son pocos los dirigentes xeneizes que ejercen funciones en organismos estatales nacionales o jurisdiccionales, desde ministerios o secretarias hasta la agencia central de inteligencia. Algunos tenían incluso responsabilidades directas en el armado del fallido operativo de seguridad. Lamentablemente, es imposible que este accionar negligente no siembre un manto de duda sobre los alcances de los hechos. El vínculo llega hasta lo más alto, cuando el Ministro de Seguridad de la Ciudad de Buenos Aires, Martín Ocampo, compañero de militancia juvenil y amigo íntimo del presidente de Boca, considerado el máximo responsable directo del operativo, renunció a su cargo recientemente, responsabilizándose por las fallas en la organización que permitieron los incidentes.
También, así como no se puede negar la responsabilidad de la parcialidad de River en la agresión a Pablo Pérez, tampoco se puede negar la complicidad en el sospechoso y expeditivo parte médico oftalmológico que comprueba las lesiones en los jugadores de Boca. Parte médico que en lugar de ser realizado por un profesional independiente, fue firmado miembro de la comisión directiva de Boca (Heriberto Marotta) y sirvió para refutar la argumentación del médico de la Conmebol (Osvaldo Pangrazio).
Llegado a este punto y sin ahondar en más detalles, por todos conocidos, ya está claro que la pelota no podrá volver jamás, de ninguna manera, al círculo central del campo para jugar los segundos noventa minutos restantes: de manera imparcial. Para Boca, con los incidentes del gas pimienta en el 2015 como antecedente y la posterior derrota en el escritorio de la Conmebol, cualquier cosa que no sea la victoria sin disputar el partido, terminará siendo una derrota. Para River, con la sospecha de injerencia externa y /o estatal, sumado a lo que sería el incumplimiento del “pacto de caballeros” del sábado, cualquier cosa que no sea jugar el partido como estaba previsto (con público local en el Monumental), también será una derrota.
Por lo tanto, si la serie continúa, siempre habrá un perdedor con legítimos argumentos para reclamar. Aquí no hay una solución salomónica que deje a los dos equipos satisfechos y sin argumentos para reclamar, si el resultado no se les diese favorable.
En un fútbol enlodado, donde cuanto más se habla y más tiempo pasa, más se observan las miserias y mezquindades. No habría mejor lección que dejar el título vacante y que los semifinalistas brasileños (Palmeiras y Gremio) disputen un partido final para ver quién es el representante de Sudamérica en el Mundial de clubes. Esa sería una lección para el fútbol argentino y un final sin concesiones para nadie. Aunque inicialmente pueda resultarle injusto, intente desapasionarse y reflexionar. No hay mejor final.