Editor General de Perfil.com
Fue ascenso en estado puro, pero elevado a su enésima potencia y de la peor manera. La Argentina empezaba a salir de su noche más oscura, la última dictiadura cívico militar y la violencia estaba latente en todos los rincones. Pero fue tan bestial lo que pasó aquel 27 de diciembre de 1983 en la cancha de Los Andes, que no se recuerda un partido de fútbol convertido en una batalla campal como aquel.
La excusa fue el partido revancha por el segundo ascenso de la vieja Primera B a la A, que protagonizaron el local y Chacarita Juniors. El partido de ida se jugó en el estadio de River Plate, y el tricolor sacó una ventaja de dos goles. En la revancha, le alcanzaba con perder por uno para lograr el ascenso. Se jugó como corresponde a una final del ascenso, con pinceladas de calidad pero también con enjundia y dientes apretados. Chaca comenzó ganando, Los Andes se puso 2 a 1 arriba, dos goles de Enrique Borrelli le daban el ascenso al funebrero otra vez y el milrayitas empató de penal a los 33 del segundo tiempo. Así, 3 a 3 llegaron casi hasta el final del tiempo reglamentario, bajo un calor sofocante (más de 37°) y un estadio repleto como nunca antes y nunca después.
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Pero estaba todo preparado para que sucediera el desastre, y el desastre sucedió. Las 15 mil personas que fueron a alentar al tricolor de San Martín no tuvieron las mínimas condiciones para ir a ver un partido. Al sol pleno que pegaba en la gigantesca tribuna de cemento, se le agregó que no había baños habilitados, ni agua dónde refrescarse y las bebidas frescas a la venta se terminaron antes de que empiece el partido. Y a disposición de los violentos, montañas de cascotes detrás de la tribuna.
Lo que sí habían preparado los locales eran los vestuarios para los jugadores: sal por todos lados (augurio de mala suerte) y estufas prendidas a full en una de las tardes más calurosas del verano. El fair play no estaba de moda en aquellos años…
La pólvora estaba bien desparramada por todos lados, sólo faltaba encender la mecha. Y la mecha la encendieron los barras locales. Cuando se dieron cuenta de que sus representantes en la cancha ya no podrían remontar los dos goles abajo que se encontraban, que la ilusión del ascenso se les escurría como arena entre los dedos, invadieron el campo de juego para agredir a los jugadores de Chacarita y robar la indumentaria de sus jugadores. Los barras funebreros no se quedaron atrás, y saltaron también al campo de juego. Tarde y mal, fue el turno de la policía, que no puso controlar ni prevenir absolutamente nada y cuando intervino, fue para darle el broche de oro al bochorno.
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Las “fuerzas del orden” entraron con los caballos al campo de juego, pegando con sus machetes a mansalva a todo el que se cruzara, sin importarle que fuera un barrabrava que saltó el alambrado o un jugador de fútbol que estaba jugando una final. Quisieron solucionar con represión lo que no pudieron prevenir, algo tan sencillo como que los barras no salten el alambrado olímpico y no hicieron otra cosa que ofrecer un espectáculo más violento y más patético que el de cien barras saltando al campo de juego en un partido de fútbol. En el desastre final, la ligaron todos: jugadores, barras, policías y periodistas, entre ellos Nelson Castro, que ese día abandonó el periodismo deportivo, que terminaron lastimados.
Pasaron casi 40 años de aquella película de terror. Y hasta que empezó la pandemia que nos dejó sin público en las canchas, llevábamos muchos años con una solución temporaria que no solucionó nada y que se quedó instalada para siempre: el fútbol se juega sin visitantes. Al final, de la única manera que se pudo erradicar la violencia de los barras en las canchas fue con el coronavirus.