martes 19 de marzo del 2024
Opinión

La otra historia de El Último Baile

El documental sobre Michael Jordan y sus Chicago Bulls explica la transición de la NBA hacia el hiperprofesionalismo global, pero también habla del destino de Estados Unidos.

¿Qué hay para ver en The Last Dance? ¿Por qué hay que mirarla, además de porque seguimos encerrados, está en Netflix y todos están hablando de eso? En primer lugar, lo evidente: El Último Baile es un documental sobre Michael Jordan, su historia, sus compañeros, y sus dos tricampeonatos "mundiales" de la NBA que lo consagraron como mejor jugador básquet de la historia. Una miniserie (10 capítulos, 50 minutos cada uno), técnicamente excelente, muy bien musicalizada, documentada y filmada, entrevista a (casi) todos los protagonistas que tiene que entrevistar. Un producto redondo. El deporte, se sabe, es una disciplina competitiva, pero también es una performance narrativa, cuenta historias. ¿Cuál es la historia de El Último Baile?
 
Michael Jordan es el arquetipo de deportista apolineo. Toda su trayectoria coincide con el "camino del héroe": de origen humilde (pero no pobre), criado con rigor, entrena con disciplina, enfrenta dificultades y las supera, crece, se consagra. Físico privilegiado, hipercompetitivo en el buen sentido, mentalmente enfocado solo en el deporte. Era un jugador de equipo que no obstante encontraba (o inventaba) rivalidades personales para motivarse, para explotar su desempeño individual, siempre en su cabeza. Su figura podría oponerse perfectamente a la del dionisíaco Maradona (habría que discutir el título de "mejor deportista de equipo de la historia" que le adjudican a MJ, pero ese es otro tema). Jordan no se drogaba, no se peleaba con periodistas, no se metía en política y menos en temas sindicales, no tenía hijos no reconocidos. Casi no tenía fallas más allá de cierta inclinación por las apuestas. Sus derrotas eran mayormente exógenas y sus virtudes eran propias. Se peleaba con sus compañeros, sí, a veces a las piñas, también, pero siempre para empujarlos a rendir más, un liderazgo que hoy sería "tóxico" pero entonces era "dominante". 

Jordan era un producto perfecto y la NBA lo trató como tal para evolucionar de una franquicia semiprofesional en los '70 a un entretenimiento hiperprofesional, exportable y globalizado en los '90 (un proceso análogo al que atravesaron otros deportes como el fútbol). La liga necesitaba limpiarse del protagonismo de un Chamberlain demasiado mujeriego y un Abdul-Jabbar demasiado islámico; de la violencia física de los "bad boys" Pistons; de los primeros compañeros de Michael en los Chicago Bulls del '84, esos que tomaban cocaína en plena concentración. David Stern (excomisionado de la NBA, que aparece poco en el documental pero fue clave en el proceso) encuentra en Jordan ese producto family-friendly para vender entradas, zapatillas, revistas Sports Illustrated. Michael ayudaba a vender la liga al mundo y de paso a vender el Estados Unidos postreaganista al resto del planeta, consagrado en el Dream Team de los Juegos Olímpicos del '92. Esa historia aparece más de fondo en El Último Baile, algo tapada por el espectáculo, la nostalgia, los dramas personales con música emotiva y los antagonismos que Jordan inventaba para seguir compitiendo. El documental, sin embargo, es mayormente honesto: vende a Michael como es, da lugar para juzgarlo. Incluso permite que los protagonistas revivan las pequeñas rencillas de esa época y vuelvan a los medios para polemizar, desmentir o insultar. Sigue siendo una visión algo idealizada, un Space Jam en carne y hueso. Recorta, por ejemplo, el fallido paso de Jordan por los Wizards a los casi 40 años. Es en definitiva un relato, y está perfecto que lo sea: el deporte está hecho de historias.

La otra historia de El Último Baile, la que el documental no muestra pero deja entrever, corre paralela a la de Jordan, aunque la supera: la de Estados Unidos como producto global. Como la NBA, viene del fracaso setentista (Nixon, Vietnam, Carter), explota con el reaganismo y se consagra con la caída del muro. Es inevitable leer a EE.UU. como imperio a la par de Michael, llevando el fin de la historia y la Mcdonaldización del deporte a Europa en los '90. Hasta con un poco de mala intención se puede comparar el bullying de Jordan y Pippen a Kucoc en Europa como una alegoría de la política exterior norteamericana en los balcanes. El clintonismo es omnipresente, aunque apenas se lo mencione al pasar, con un chiste sobre Mónica Lewinski. Jordan se retira el cénit de la hegemonía de Washington, pero la historia (como la suya) no termina ahí. Siguió cuando el chino Yao Ming fue drafteado en 2002 por los Houston Rockets, mientras la NBA buscaba una nueva superestrella para la era post 9/11. Kobe Bryant primero y Lebron James lo fueron, sí, pero nunca al mismo nivel: el producto que Stern creó en los '80 ya era más grande que todo, más incluso que su propia fuerza, y otra cosa aparecía en el horizonte. La NBA puede seguir intentando vender rebeldía después de Jordan y Rodman, pero su público ahora es global, y hoy "global" ya no significa "Estados Unidos" sino China. Allí la NBA tiene unos 600 millones de espectadores, el doble que la población de su país de origen, y eso tiene un precio. Por eso Lebron puede tuitear contra Trump, pero el manager de los Rockets, Daryl Morey, no puede osar siquiera hablar a favor de las protestas en Hong Kong (es decir, en contra de China) sin ser censurado y sacado de la cancha por poner en peligro un negocio billonario. Pocas veces te avisan cuando pasa el cénit y llega el último baile: a veces te enterás cuando las luces ya se apagaron y es demasiado tarde. Para el Estados Unidos de Michael Jordan, el futuro llegó hace rato.

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