Periodista
Norma tiene en una mano un muñeco del Diego técnico de la Selección y en la otra un póster del Diego revolucionario, con habano y boina verde oliva. Llegó bien temprano, entró a la Casa Rosada y después, durante todo el día, se quedó a llorar y compartir con el resto del pueblo el dolor de esta pérdida nacional: la pérdida de un ídolo colectivo.
“Estoy muy triste. Fue el peor dia de mi vida. Me hubiese gustado tener a Diego a mis 50 y desgraciadamente no lo voy a tener”, dice Norma. El “tener a Diego” era, simplemente, que Diego viviera cuando ella cumpla sus 50 años en pocas semanas. Muy posiblemente Diego nunca se iba a enterar, pero para Norma saber que estaba vivo en algún rincón del país le daba alegría y seguridad. Ese es otro de los enormes vacíos que implica la muerte de Maradona: nos deja a todos un poco más solos, un poco más desprotegidos.
Casi no se da cuenta, pero Norma habla de Diego y repite la palabra “gracias” no una, sino cuatro veces en menos de un minuto. Es la primera palabra que se le viene a la mente: la que le puede ofrendar para tributar su amor por Boca, su pasión por el fútbol y su arraigo porteño en aquellos años noventa con la franja dorada en la cabeza del Diez. Porque Diego también fue eso para Norma: cuando vino de Jujuy a Buenos Aires, se aferró a él para quedarse.
Norma cuida el muñeco del Diego DT casi como si fuera la Copa del Mundo. Para ella, en cierto modo, lo es: cuenta que lo guarda en el armario para que no lo rompan sus sobrinos. Las prendas maradonianas, sobre todo las que son difíciles de conseguir, se valoran mucho más.
–Diego será una estrellita que va iluminar a la Argentina –anuncia Norma. Elige creer en una luz como la del palco de Maradona en la Bombonera a las 10 de la noche del día de su muerte.
Una pintura del reencuentro con Don Diego y Doña Tota
Detrás del desborde en la puerta principal de la Casa Rosada, mientras la gente corre de un lado al otro, la Policía tira gases, el presidente Alberto Fernández sale al balcón para ver qué pasa y los gobiernos de Nación y Ciudad empiezan a echarse culpas cruzadas, Hernán Soto pinta un cuadro en la mitad de la Plaza de Mayo. Está abstraído de todo. En el cuadro hay un reencuentro: Don Diego, Doña Tota y Diego en el medio, con sus rulos jóvenes.
–Se lo quería regalar para sus 60 años, pero no lo pude terminar –dice Hernán, de pelo largo, una camiseta gastada de San Lorenzo y ojos vidriosos por todas las lágrimas de las últimas 24 horas–. Por eso vine a terminarlo acá.
Hernán trajo los pinceles, las pinturas y las herramientas para darle las últimas pinceladas a su obra. Consideraba que era una buena tarde para finalizarla. Aunque detrás del taller, cientos de hinchas quieren entrar al funeral del ídolo a los empujones, mientras la Policía lanza gases para dispersar.
Para Hernán, como para todos acá, Diego es inmortal. No sabe lo que hará con el cuadro una vez terminado. Pero se sorprende cuando escucha que el cuerpo de Diego descansará en un cementerio de Bella Vista, partido de San Miguel, donde él vive. Los tres protagonistas de su cuadro juntos otra vez a pocas cuadras de su casa.
Amores y sacrificios por Maradona
Fernanda muestra un póster de Maradona que tiene más de 20 años. Se nota que es viejo: está un poco rajado, con las puntas rotas, pero es la manera de autenticar su amor por Diego: un amor que viene desde el fondo del tiempo. “Lo amo con mi vida. Todos cometemos errores. Pero a mí y a mi familia nos hizo felices. Por él pasé momentos que uno recuerda siempre”. Fernanda es de González Catán. Y en González Catán vio, junto a su padre, cómo Maradona llevaba la bandera de su país a lo más alto. “Tengo la imagen grabada de cómo festejamos el gol a los ingleses”, dice.
José estuvo desde el miércoles al mediodía en uno de los carritos de choripanes y bondiolas de Avenida de Mayo, donde termina el Cabildo. Hace 30 horas que está sin dormir, casi sin sentarse, viendo cómo la gente compra un sanguche y se larga a llorar o a cantar. El funeral maradoniano fue así: pasaba del desconsuelo a la exaltación. Del silencio a los cantitos.
“Me duelen las rodillas y los pies”, dice José, que aguantó a café negro comprado en el McDonald, a unos metros de distancia. José descansaba un ratito, se tomaba un café, se mojaba la cara y volvía a manejar la parrilla.
–¿Sabés qué es lo que más me duele? –pregunta.
–Que no pude entrar a despedirme de Diego.
El que sí pudo despedirse fue Juan, un viejito de 80 años que llegó en micro desde La Plata hasta la Casa Rosada para darle el último aplauso a Maradona. No hizo la cola de cuadras. Se acercó, acreditó su edad y lo dejaron pasar. Juan relativiza el contexto de pandemia: dice que está en actividad porque hace atletismo, y aparte dice que esta situación ameritaba una excepción.
Tiene una camiseta de Boca, pero los recuerdos más lindos de Diego no los vincula únicamente al fútbol: “Era muy humano y tenía momentos y salidas muy ingeniosas. Después, errores tenemos todos en la vida”, considera Juan. Esos errores que también lo hicieron más nuestro.