Este 24 de marzo (en el que se conmemora el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia) se cumplen 45 años del comienzo de la dictadura cívico militar. Y el deporte no estuvo ajeno a la tragedia que asoló a la sociedad. Hay, entre tantas historias, una muy paradójica: en un centro clandestino en Avellaneda, en medio del horror y el padecimiento, se escuchaban los goles que gritaban los hinchas en los estadios de Racing e Independiente.
Celda y tribuna. Capucha y gorrito. Tortura y celebración. Como en una vidriera irrespetuosa de un cambalache perverso, la vida y la muerte se cruzaron en esas bóvedas de dos por uno.
El auténtico infierno visto este 24 de marzo
Ahora lo puedo decir: conocí El Infierno. Queda en Avellaneda y mete miedo. No, no es el estadio de Independiente. La casa del Diablo, la auténtica casa del Diablo, no tiene tribunas, hinchas ni jugadores. Se trata de un centro clandestino que funcionó durante la última dictadura cívico militar y está a ocho cuadras de la cancha del Rojo. Después de una hora de recorrer este espacio del horror, no quedan dudas: este es un infierno sin metáforas.
Los diablos, los verdaderos, los diablos de este infierno no son héroes ni llevan el 10 en la espalda. Acá los demonios se llaman Ramón Camps, Miguel Etchecolatz, Guillermo Suárez Mason. Diablos que jamás serán poster.
Boca le gana 1 a 0 a River la final del torneo Nacional del ‘76. Es la primera vez en la historia que un Superclásico define un torneo. Boca es campeón, por eso en el gol de tiro libre del Chapa Suñé hay gritos, festejos, celebración, un desenfreno que sin pedir permiso atraviesa todas las barreras que impone el terror.
Etchecolatz, el represor que durante la última dictadura militar fue director de Investigaciones de la Policía Bonaerense y mano derecha de otro genocida, Ramón Camps, fue el que lo bautizó. En este centro clandestino se jactaban de ser los mejores para aplicar la tortura. El lugar era famoso por eso. Hasta traían detenidos de otros centros clandestinos sólo para someterlos a sesiones de picana. Etchecolatz la tuvo fácil: este centro clandestino merecía llamarse El Infierno.
Las celdas miden dos metros por uno y tienen puertas de chapa con una mirilla. Ahí, en esas bóvedas húmedas y malolientes, hacinaban a siete u ocho detenidos. Les daban sobras de comida una vez por semana y cada dos días los rociaban con una manguera para que tomaran un poco de agua.
Parece una burla perversa del destino, un juego macabro, pero en este lugar cruel los alaridos de espanto se mezclaban con gritos de goles. La cercanía de los estadios de Racing e Independiente provocaba que los rugidos de los hinchas llegaran con nitidez y se colaran entre los barrotes.
Se estima que por El Infierno pasaron unos 500 detenidos. Algunos sobrevivientes cuentan que esos gritos les sirvieron como referencia para saber que estaban en algún lugar de Avellaneda. Muchos años después pudieron reconocer que habían pasado por la sede de la Brigada de Investigaciones de Lanús, sobre la calle 12 de octubre, a dos cuadras de la avenida Mitre, sitio que desde hace cinco años funciona como Espacio de la Memoria.
Goleada de Estudiantes a Racing
Horacio Matoso tiene 26 años, vive en La Plata y estudia Medicina en la Universidad Nacional. Una madrugada de octubre del ‘76 una patota lo levanta de su casa. Lo torturan en la Unidad Nº 9 de La Plata y en Puesto Vasco, en Bernal, hasta que el 30 de octubre lo trasladan a El Infierno. Llega vendado y encapuchado, semi desnudo, con las manos y los pies atados, y lo amontonan en una de las celdas junto con otros detenidos.
Matoso no sabe dónde está y necesita saberlo. Busca pistas, señales, algún indicio. Hincha de Estudiantes, conoce el fixture de memoria y sabe que el partido contra Racing es inminente. Al día siguiente de su detención ocurre la revelación: los gritos de las hinchadas que llegan del Cilindro le dan la referencia que buscaba. No lo sabe, pero solo está a seis cuadras del estadio. Tampoco sabe que Estudiantes ganó 4 a 0. Pero los gritos que explotan en la cancha le dan una certeza: está en Avellaneda.
La final Boca-River de 1976
Gerardo Carrizo llega a El Infierno un mes después que Matoso. Lo habían ido a buscar a su casa, en Quilmes, y se lo llevaron junto con dos compañeros de la fábrica Rheem Saiar. Carrizo había vivido muy cerca del centro clandestino, cuando solo funcionaba como una Brigada y no como un ámbito especializado en tortura. Por eso, conocía los sonidos del barrio.
La sirena de los bomberos que está a un par de cuadras le suena conocida y el canto del botellero le resulta familiar, pero el gol que se grita en la cancha de Racing le confirma las sospechas. El alarido de miles de hinchas de Boca son un dedo que señala en un mapa: es Avellaneda, es su barrio.
Esa noche Boca le gana 1 a 0 a River la final del torneo Nacional del ‘76. Es la primera vez en la historia que un Superclásico define un torneo. Boca es campeón, por eso en el gol de tiro libre del Chapa Suñé hay gritos, festejos, celebración, un desenfreno que sin pedir permiso atraviesa todas las barreras que impone el terror.
En este centro clandestino se jactaban de ser los mejores para aplicar la tortura. El lugar era famoso por eso. Hasta traían detenidos de otros centros clandestinos sólo para someterlos a sesiones de picana. Etchecolatz la tuvo fácil: este centro clandestino merecía llamarse El Infierno.
Memoria, verdad, justicia
El Infierno existió, quedaba en Avellaneda. Hoy es un espacio que apuesta por la memoria, la verdad y la justicia, y que propone recordar ese lugar de tortura, de muerte, de desapariciones. Y de goles no tan lejanos.