Allá por septiembre de 2013, en Buenos Aires, cuando el Comité Olímpico Internacional (COI), escogió a la ciudad de Tokio como anfitriona de los Juegos Olímpicos de 2020, por sobre de las pretendientes Estambul y Madrid, nadie imaginaba el dolor de cabeza que les terminaría generando un simple virus (Sars-Cov2) y su famosa enfermedad (Covid-19) a los japoneses.
A comienzos del 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la emergencia de salud pública mundial por el nuevo coronavirus. Faltaban sólo seis meses para la fecha de inicio propuesta para los Juegos Olímpicos. En Asia, más acostumbrados a las epidemias, por los antecedentes de Sars-Cov (2002), H1N1 (2009), y MERS (2012), prendieron rápido las alarmas. El deporte mundial todavía seguía con sus calendarios y clasificatorios previstos.
En febrero, los casos crecieron, el virus se esparció y empezaron a caer las cancelaciones de eventos clasificatorios. Inicialmente en Asia, pero también en Europa. Aparecieron las dudas sobre la realización de los Juegos. John Coates, máxima autoridad del equipo de inspección y monitoreo del COI para la realización del evento afirmó: “No tenemos un Plan B para Tokio 2020”.
A fines de marzo, el gobierno japonés y el comité organizador confirmaron que los preparativos para los Juegos Olímpicos continuarían según lo planeado pero el evento se pospondría un año. Los atletas respiraron aliviados, su preparación se había visto interrumpida y las condiciones no estaban dadas para competir. El año transcurrió con situaciones particulares alrededor del mundo y de acuerdo a las condiciones climáticas y estacionales.
A comienzos del 2021, con la segunda ola a cuestas en el hemisferio norte, el escenario no aclaraba. El gobierno de Japón continuaba con los preparativos como si nada, como si la situación estuviese normalizada. Pero los japoneses empezaron a expresarse en contra de la organización y, más aún de recibir millones de turistas en su país. Las encuestas de opinión daban cuenta del descontento.
En marzo comenzó el habitual relevo de la antorcha olímpica. La cuenta regresiva de cuatro meses que desemboca en el encendido del pebetero. Se hizo en versión reducida y con cuidados de pandemia. Mientras tanto, especialistas japoneses y extranjeros sostenía que la fecha debía ser nuevamente reconsiderada.
En abril, los organizadores confirmaron que no habría autorización para el ingreso de espectadores internacionales a los Juegos, solo podrían concurrir japoneses. El tema es que los porcentajes de vacunación del país eran bajísimos.
En mayo, el colegio médico de Tokio respaldó las proclamas para cancelar los Juegos. Argumentaban que los hospitales están abarrotados de pacientes y no se podían redirigir esfuerzos. Los casos de COVID-19 seguían aumentando y la oposición al evento ya era generalizada.
Dick Pound, alto miembro del COI afirmó que los juegos seguirían de acuerdo a lo previsto y que solo se detendrán si surgiese un “Armageddon”. El clima cambiaba, la cantidad de casos a nivel mundial también.
En junio, luego de una cumbre de sus líderes en Cornualles (Reino Unido), el G-7 anuncia que unánimemente apoya la celebración de los Juegos Olímpicos de Tokio. Ya no hay vuelta atrás. Los juegos se hacen.
En julio, para llevarlos a cabo sin riesgos internos, los organizadores y el gobierno cancelan totalmente la asistencia de público. La situación en Japón es peor que en otros países del hemisferio norte. La villa olímpica será una fortaleza infranqueable. Habrá mínimo contacto con el exterior y las delegaciones se separarán en burbujas por deportes.
A los japoneses les tuercen el brazo por segunda vez: los Juegos se harán en su país (con el riesgo sanitario que eso conlleva) y no podrán verlo. Como animales que quedan de un lado y del otro de la pecera.
Empezaron a llegar los atletas y se activan los controles sanitarios. Con el brote detectado en el equipo de fútbol de Sudáfrica y el desembarco de la totalidad de las delegaciones, parece que la pecera cruje. El tiempo dirá si resiste el peso.