jueves 28 de marzo del 2024
Análisis

Nunca vamos a ser felices

Una nueva frustración del seleccionado argentino, esta vez en la Copa América de Chile. Los problemas son las expectativas contra la realidad.

Me gustan los perdedores, los verdaderos ganadores

Tom y el Niño Elefante, No me importa verte perder.

Como advertencia, aclaro un par de cosas: soy hincha de Lanús. Peor, no fui a la cancha hasta los 20 años. Con eso lo digo todo: no tendría ni que hablar de fúbol. Mi abuelo, mi viejo y yo nacimos todos en Lanús Oeste. Mi viejo vio cómo Lanús se iba a la B primero y después a la C. “No quiero que mi hijo sufra esto”, dijo. Cuando nací, no me inculcó ninguna pasión futbolística. Hasta me mandó a jugar al rugby, para que no se me pegara. Ni el ascenso del 92, ni la Conmebol del 96 lo hicieron cambiar de opinión. Recién cuando asumió Ramón Cabrero y Lanús empezó a jugar lindo (4 a 1 a River con un Fabbiani pre-ravioles pisándola en el corner) lo volvimos a seguir. Primero en la tele, después en la cancha. Mi viejo se cansó el 21 de junio de 2009, cuando empatamos con Vélez (el mismo que le robaría el Clausura a Huracán) y nos quedamos sin chances. Mi viejo no fue más a la cancha, y yo volví cinco años después, para ver cómo nos quedábamos afuera de la Copa Argentina 2014 en 16º de final, en la cancha de Arsenal, con un gol de contra en la única llegada de Colón. Nos escapamos por el terraplén de la estación de Sarandí y vi como algunos les tiraban piedras a los de la hinchada amiga de Santa Fe. Justo por esa época estaba leyendo Fever Pitch, que acá se llamó Fiebre en las gradas. Nick Hornby, que es hincha del Arsenal de allá, decía: "Estos son los partidos, las derrotas 1 a 0 contra Chelsea en una tarde miserable de marzo, que le dan sentido al resto. Y es precisamente porque viste tantos de esos que hay verdadera alegría en los otros, los partidos que llegan una vez cada seis, siete, diez años”.

Todo ese romanticismo campanellista, ese elogio de la derrota, es lo que vengo sintiendo con la Selección Argentina. Leía a Hornby después de Brasil 2014 y escribo esto después de Chile 2015. Nací en octubre de 1986. Nunca vi a la Selección campeona de nada. Sí, soy consciente de que ganó las Copas América de 1991 y 1993, pero honestamente no me acuerdo. No, los Juegos Olímpicos no cuentan. Tengo muy vagos recuerdos de Estados Unidos 1994, apenas la goleada a Grecia y el corte de piernas a Diego. Para Francia 98 no me interesaba el fútbol. En Corea-Japón me desperté a las seis de la mañana, a tiempo para ver a Verón caminando hasta el corner y sin entender que nos estábamos quedando afuera. No vi ninguna Copa América ni Confederaciones de esos años, creo que las derrotas con Brasil son simples secuelas de estrés postraumáticos ocurridos en vidas pasadas. Entonces vino Alemania 2006. Ahí ya seguía los partidos, me había ilusionado con el baile de Riquelme contra Brasil en las eliminatorias, ganarle a Costa de Marfil, la goleada a Serbia y Montenegro. Sufrí los octavos contra México y me desgarré la garganta con el golazo de Maxi Rodríguez. Y hoy, casi diez años después, todavía miro el video con las jugadas de Román, y sólo de Román, en cuartos contra Alemania. No pifió una, siempre la pelota al piso, pase atrás, al costado, en profundidad. Después se lesionó Abbondanzieri y ya sabemos cómo terminó todo. Algunas noches vuelvo a poner el video y lo miro en silencio. Creo que hay una especie de continuidad espacio-tiempo que se va a romper en un momento, y en algún replay Pekerman no lo va a sacar a Riquelme y va a meter a Messi, Argentina va a salir campeón contra la Francia de Zidane.

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A esta altura asumo que hay un trauma oculto, una herida que no termina de cerrar, en algún lugar que no se puede ver. No la promesa de Tilcara, eso es cháchara para cabuleros. Capaz algo se rompió entre la final perdida en Italia 90, con el tobillo de melón de Maradona, y la enfermera gorda en el 94. Algo ominoso, una espada de Damocles, una nube negra, como esas manchitas a los costados de los ojos que cuando las mirás fijo desaparecen pero que están ahí, vos sabés que están. Un fracaso, digamos el de 2002, lo tiene cualquiera, pero no hay ninguna razón lógica que explique 22 años de fracasos consecutivos en todos los planos deportivos. Algo tiene que pasar para que Ayala siga de largo con el enganche de Bergkamp, para que Verón camine al corner, para que toda la defensa tire mal el offside contra Nigeria, para que Palermo erre tres penales consecutivos, para que Ayala (de nuevo) meta un gol en contra en una final contra Brasil, para que Maradona arme el peor planteo táctico de la historia contra Alemania en Sudáfrica, para quedar afuera en cuartos y de local contra Uruguay en Copa América de 2011. Algo, no sé qué, pero todo junto no se puede. El año pasado, Cuando Higuaín la metió contra Bélgica y nos metimos en la primera semifinal en 24 años, sentí que algo se había arreglado, que había una armonía, que se levantaba una maldición. Salí al balcón a respirar el aire limpio, y con casi temperatura bajo cero, sentí que estaba libre de derrota, que no había más gualicho. Por esas cosas me emocionó la arenga de Mascherano antes de los penales contra Holanda. “Estoy cansado de comer mierda”, decía, y cómo no lo iba a entender, si tenemos casi la misma edad y nos tocó la misma mierda. Por esas cosas lo quiero a Mascherano. No por la entrega, eso es lo obvio. Lo quiero porque puso todo, hasta lo que no había, se desgarró, se rompió la gamba, y no alcanzó. Él va caminando y mira la Copa, y baja la mirada porque se le cae el alma al piso. Porque a veces no alcanza.

También a Messi lo quiero. Es imposible no quererlo a Messi. Otro que mira la Copa y no puede creer lo linda que es y por qué no es suya. Se lo puede discutir, todos tenemos derecho a equivocarnos, pero ,si no te conmueve, el que tiene algo roto adentro sos vos. Es la historia prometéica del siglo XXI, el héroe imperfecto, porque el siglo XXI nos dio puros héroes imperfectos e incompletos. El pibe que se inyectaba las rodillas para crecer y se fue a España para poder vivir de jugar al fútbol, y podría haberse nacionalizado y salir campeón con España. Pero no, eligió venir, tuvo que pedir que lo anoten, porque quería jugar con Argentina. Le tuvieron que inventar un amistoso contra el sub-20 de Paraguay para darle la nacionalidad, pero hay gente que dice que no siente la camiseta. El problema con Messi es, como suele pasar, la diferencia entre expectativa y realidad. Esperamos que haga lo que hace en Barcelona en una selección que no es Barcelona. Y esperamos que sea Maradona un pibe que es diametralmente opuesto a Maradona. Y Diego era demasiadas cosas para que otro jugador sea lo mismo: era la magia y el talento, dones que Messi sin duda tiene; pero además era el liderazgo carismático, la capitanía y la entrega, roles que en esta selección asumiría Mascherano. Y como Messi no tiene eso pensamos que no sirve. No se le puede pedir peras al olmo. Lo que sí tenía Diego era una actitud ganadora contagiosa. Como decía el un amigo, vos lo veías precalentar (yo tuve que verlo por YouTube) y sabías que ese día no podías perder. No sé si Messi tiene eso. Tampoco sé si podemos culparlo por eso.

Nunca me gustó Martino. Que sea fácil decirlo ahora no implica que sea menos cierto. Tampoco Sabella, ni Batista, pero especialmente Martino. Último exponente devaluado del menottipaganismo (aunque le digan bielsista), de la generación espontánea del fútbol, de que al jugador sólo hay que dejarlo jugar. Martino impuso al fin un esquema 4-2-3-1 más o menos moderno pero con ideas viejas, sin relevos, casi sin cambio de ritmo, con un nueve a la antigua esperándola arriba. Sólo algunos de los mejores jugadores del mundo podían salvar ese dispositivo vetusto de la vergüenza total. Y casi lo hacen. Yo no creo que al jugador sólo haya que dejarlo jugar. Pero cada vez estoy más convencido de que, en torneos cortos y sobre todo de selecciones mayores, cuando un técnico tiene a los jugadores como mucho un mes, el 50% del laburo del DT es la motivación. Se pueden armar jugadas preparadas, cambiar el esquema, corregir algunas cosas, pero el jugador ya llega sabiendo jugar y lo que termina pesando, más allá de estados físicos, es la coordinación y el apoyo psicológico. El Paraguay de Ramón Díaz, armado sobre la marcha, es un gran ejemplo de lo mucho que se puede hacer con un poco de orden y mucha motivación (Ramón es uno de los mejores motivadores del fútbol sudamericano). Martino no tenía ni el orden ni la motivación. Imaginate al Tata, tomando mate en joggineta, tratando de convencerte de ir a trabajar. Imposible. Bueno, ahora pensá en qué le puede decir a Messi en un vestuario. Sabella a priori tampoco era mucho mejor, pero cuando ves la réplica de la charla que le da a Estudiantes antes de la final contra Barcelona en el Mundial de Clubes de 2009 y ves una idea, un atisbo de optimismo. Gonzalo Bonadeo escribió que Martino deja una identidad en la Selección; con todo respeto, es una identidad derrotada, triste, en joggineta. Una identidad bielsista en el peor sentido de la palabra, que antepone siempre el proceso al resultado, sólo porque la idea, una supuesta ideología, detrás de ese proceso, es buena; porque el ideólogo parece honesto, por más que el proceso sea, en esencia, un fracaso. Una trampa ideológica que te permite ganar si ganás (nunca) y ganar si perdés (siempre). Antes de la final, Daniel Arcucci escribía que había ganado la idea, todavía no sé cuál, supuestamente una de Bielsa. Yo no quiero ganar una idea, quiero ganar una Copa, Daniel, quiero dejar de comer mierda una vez en la vida.

Pero nunca va a pasar. Porque nunca vamos a ser felices. Me cuesta mucho aceptarlo, incluso un año después, hasta me cuesta escribirlo de nuevo, pero no va a pasar. Nunca vamos a ser felices. No digo que Argentina no vaya a ganar nada mientras yo viva, no creo, al contrario. Pero el problema, ya lo dijimos, son las expectativas contra la realidad. Y había una expectativa más grande que cualquiera, el sueño universal. 20 millones de argentinos -varones heterosexuales, homos, bicuriosos, alguna mujer también capaz son 30, no sé- tienen, o tenían, el mismo sueño. Parabas a cualquiera por la calle y le preguntabas qué soñaba, y antes que dormir la siesta con la China Suárez te decían todos lo mismo: ganar el Mundial en Brasil, y si se la puede echar en cara a los brasileños, mejor. Hubiese sido la felicidad total, absoluta. Reitero: ganar el Mundial en Brasil era la felicidad más grande, total y absoluta que se pudiera alcanzar un grupo de personas en el universo. Hubiésemos sido felices para siempre, incluso si un tsunami nos enterraba a todos al día siguiente, pero no podría haber habido ningún tsunami porque la felicidad total nos hubiese protegido de todos los males del mundo. La deuda con los buitres la hubiese pagado el Banco Central de Xilium y Nisman viviría y se habría casado con una iraní, Inglaterra habría devuelto las Malvinas y se habrían curado todas las enfermedades, nacerían otros 20 millones de argentinos nueve meses después del festejo masivo en interplanetario en el Obelisco y viajaríamos todos de vacaciones a Miami a comprar iPhones y tampones de a dos. No estoy exagerando. Sabés que todavía estaríamos festejando, que nos hubiésemos ido todos a Brasil en una vacación eterna cantando Decime qué se siente. Que todo estaría bien y la felicidad sería total si Palacio la hubiese tirado por abajo, si la de Messi se corría 20 centímetros para adentro, si Higuaín no era Higuaín y hacía una bien, si nos cobraban el penal de Neuer, si Di María no se lesionaba o se cumplía alguna cábala que quedó sin respetar. Pero nada de eso pasó, y nos quedamos sin nada, masticando mierda. Y el problema no es masticar mierda. El problema es que cuando ves la felicidad absoluta tan cerca, pasando enfrente de tus ojos, sabiendo que es una vez en la vida y que no se va a repetir nunca, después nada alcanza. Capaz se gana otro mundial, capaz no, no sé, y ya no importa, porque nunca vamos a ser felices.

Una herida que no sutura no se puede tapar con nada, pero el neurótico igual va a intentar cubrirlo con lo que sea, hiperactividad para esconder y evidenciar la impotencia. Por eso vamos a seguir viendo a la Selección, amargándonos cuando perdemos, y amargándonos más cuando ganamos, y ni hablemos del amistoso que le ganamos a Alemania porque tengo flashbacks de veterano de Vietnam y me desmayo. Seguiremos analizando cada detalle insignificante en cada partido pasado y futuro para tratar de tapar la herida y justificar lo injustificable. Y van a pasar los años, y nunca nos vamos a olvidar, y vamos a ver las entrevistas a los protagonistas en el quinto, décimo, vigésimo aniversario de Brasil 2014. Imagino a un cronista en 2034, preguntándole a un Sabella, ya viejo, por qué no llevó a Tévez a Brasil. Imagino a Sabella pensando, queriendo decir: “Ustedes los periodistas siempre me hacen la misma pregunta, y es una pregunta inútil, que no tiene respuesta, yo podía llevarlo como podía no llevarlo, capaz goleábamos de punta a punta o capaz erraba un penal clave de nuevo y nos quedábamos afuera en primera ronda, en definitiva no importa, no se puede saber, es un contrafactual, pensar en eso es una descarga que evita seguir viviendo, y permite seguir pensando, qué habría pasado sí, la verdad es que no habría pasado nada muy distinto de lo que pasó, o sí, pero ganar el Mundial no habría cambiado el hecho de que somos un grano de arena pegado a otro grano de arena en un microsegundo del infinito y que nada de lo que pasa es importante; ¿sabés lo que es ganar una final? Es una felicidad que dura cinco segundos, después viene el vacío, lo decía Bilardo, después no hay nada, te morís y chau, no queda más nada, pero ustedes van a seguir preguntando, qué pasaba si lo ponía a Carlitos, y esa pregunta es lo que los mata, los condena a vivir en el pasado y repetirlo, para nunca pensar en el presente”. Pero seguro nunca va a decir eso, va a decir que “son decisiones, uno puede equivocarse, hay que ver qué es lo mejor para el grupo”, o algo así. Saludos, Sabella.

(*) Editor de Perfil.com